El patrimonio, nuestro lugar en el tiempo

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El patrimonio como tema de discusión revela diferentes miradas y, ciertamente, exije reconocer distintos caminos sobre qué es lo que se entiende como tal y cuál debe ser su destino. Reconociendo posiciones, disensiones y controversias, existen también ciertos acuerdos, tal como que el patrimonio no es uno y único, y de que se trata de un proceso de significación social.

Hace casi cien años, se promulgó en Chile la primera Ley de protección de los monumentos. Resultaba de ideas que, en parte, provenían del debate europeo del siglo XIX y fueron impulsadas también por discusiones latinoamericanas y panamericanas, en el cambio de siglo. El interés por la protección del patrimonio, como política de Estado, tiene razón, fecha y lugar. El cuidado de los monumentos, nació como reacción a su propia destrucción. Primero, en la Francia postrevolucionaria que reaccionó a la pérdida de sus monumentos que, en palabras de Victor Hugo, resultaban de actos de barbarie y de "vandalismo ilustrado"; y, luego, en Inglaterra, como respuesta a los cambios que en el mundo rural y urbano dejaban los procesos de industrialización.

Bajo ese clima, desde fines del siglo XIX, en Latinoamérica se advirtió una tensión entre el "progreso" que daba paso a grandes proyectos urbanos y la demolición de la ciudad colonial. En Chile, el episodio más emblemático de esta tensión quedó simbolizado en la destrucción del Puente Cal y Canto, en 1888, a raíz de las obras de canalización del río Mapocho. "El pueblo lloró su derrumbe como si fuera la muerte del abuelo; lo quería como algo suyo, de su sangre. Allí estaba todo su pasado…", señala Sady Zañartu al referir a este triste episodio que resultaba de las nuevas necesidades de infraestructura urbana de Santiago y simbolizaba el gradual reemplazo de la ciudad colonial por la ciudad republicana. Esa "nostalgia" explica también la temprana legislación de monumentos nacionales en Chile, ya en 1925.

Pero en ese primer momento de protección patrimonial, la identidad nacional que se promovió a través de los monumentos refería a una memoria única y oficial. Pues así como para Alois Riegl, el cuidado de los monumentos era un asunto moderno, también debe vincularse con la construcción de los Estados Nacionales, especialmente para las capitales latinoamericanas de inicios del siglo XX, cara visible e identidad de las nacientes repúblicas. Esta identidad única comenzó, en el tiempo, a ser revisada. Especialmente, cuando ya desde la segunda mitad del siglo XX, surgieron nuevas memorias que buscaron "emanciparse" de la memoria oficial, reorientando así la interpretación de nuestro patrimonio.

De ahí que hoy el reconocimiento social tenga tanta o más importancia que la propia declaratoria, pues es el gran legitimador del patrimonio. Y, debido a esta nueva visión, el patrimonio es hoy, más que nunca, nuestro lugar en el tiempo, el registro de nuestra propia historia.

Aun reconociendo la emergencia de nuevos y diferentes sentidos a edificios y lugares, los daños ocurridos en las últimas semanas en monumentos, interrumpen ese proceso social y esa posibilidad de resignificación. El simbólico lugar donde se ubica la Plaza Baquedano, hoy reconocida por movimientos sociales como Plaza de la Dignidad, ya ha tenido diversos significados. Fundada como Plaza la Serena, hace más de 140 años, pasó a llamarse Plaza Colón hasta que fuera renombrada como Plaza Italia a raíz de la donación del Monumento a la obra revolucionaria de 1810 por parte de la colonia italiana, en 1910, hasta su actual denominación, en honor al General Baquedano cuyo monumento había sido colocado allí tras un llamado a concurso público en 1927. En sus diferentes versiones, la plaza honró y recordó a comunidades y colonias, o a figuras consideradas, entonces, parte de la memoria histórica. Mientras sus significados fueron cambiando a través del tiempo, el lugar pasó a ser emblemático punto de encuentro de la ciudadanía. Y ese nuevo espacio, entendido hoy, simboliza el inicio de un nuevo proceso social que confirma la importancia de ponernos de acuerdo sobre los actuales sentidos de los monumentos, sobre su permanencia en tanto campo simbólico y también como registros.

Más que un asunto de devoción, el patrimonio es la evidencia física que conecta a una sociedad con su lugar. Ciertamente, no es tarea fácil acordar cuáles son nuestros monumentos y atender los cambios de valoraciones que pueden existir entre grupos y generaciones. Pero lo que no puede ocurrir es que vuelva a entenderse en una lógica que responde con nostalgia o romanticismo a las pérdidas patrimoniales sino, más bien que resulte del auténtico sentido de actualizar a través de un proceso social, nuestra relación con el pasado.

Sin memoria, no hay historia y el debate por definir esas diversas memorias, corresponde a todos. Ni a los Estados que definieron memorias oficiales, como lo fue a principios del siglo XX, ni a quienes lo destruyan sin previo acuerdo ciudadano. Y, en este sentido, cabe plantear un desafío que debiese tomarse como un nuevo acuerdo: el patrimonio debe ser definido por todos aquellos que quieran contribuir a hacerlo. El patrimonio es nuestro lugar en el tiempo, y debemos preguntarnos cómo esta idea, que convoca a diversas memorias, puede resultar de un compartido y sensible balance de la relación del presente con el pasado y del presente con la posibilidad de proyectarnos hacia el futuro.

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