Renunciar a sí mismo



Por Claudio Alvarado, director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES)

¿Cómo leer la filtrada declaración de la comisión política de la UDI que, en los hechos, pide la cabeza del ministro del Interior?

Por de pronto, como una confirmación más del clima de mezquindad, polarización y fragmentación política que azota a nuestras élites partidarias. Si hace pocos meses, el senador del PPD y entonces presidente de la Cámara Alta, Jaime Quintana, sinceró sin pudor que la oposición busca instalar un parlamentarismo de facto –desconociendo así el mismo orden constitucional que el acuerdo de noviembre ratificó–, ahora fue el turno del gremialismo. Es una verdadera ironía del destino que el partido fundado por Jaime Guzmán, padre del presidencialismo reforzado, olvide las lógicas más elementales de lo que implica un gobierno de coalición en el marco de un régimen presidencial (siempre va a ser más fácil apuntar a un ministro que preguntarse por los problemas propios). Si cierta izquierda busca la desestabilización de Sebastián Piñera desde octubre, el creciente desorden oficialista augura una tormenta perfecta.

Con todo, el episodio es tanto o más sintomático del fracaso del diseño piñerista. Matices más, matices menos, en su vuelta a La Moneda, el Presidente insistió en el sello de su primer mandato: gobernar con un círculo de extrema confianza personal. Si bien ahora algunos (pocos) dirigentes de trayectoria fueron designados como ministros, la conducción política desde un inicio recayó en las mismas personas que trabajaban en la fundación Avanza Chile. Visto en retrospectiva, no deja de sorprender que ninguno de los múltiples obstáculos que ha sufrido esta administración –ni el caso Catrillanca, ni la crisis de octubre, ni la pandemia, ni nada– haya conseguido alterar esa estructura. Con la relativa excepción de Ignacio Briones, quien de todos modos ya había sido embajador de Sebastián Piñera, jamás se han otorgado efectivas cuotas de poder a políticos ajenos a Apoquindo 3000.

En rigor, lo que ha hecho el Presidente a medida que aumentan las dificultades ha sido encerrarse cada vez más, al punto de ensimismarse. En este contexto, no es exagerado afirmar que Gonzalo Blumel, poco tiempo atrás considerado en forma transversal como un político talentoso y promisorio, ha sido una de las principales víctimas de esta curiosa manera de enfrentar la adversidad. Al nombrarlo en Interior pasaron a segundo plano su capacidad de diálogo e interlocución legislativa, valoradas en su paso por la Segpres. Pero no solo eso. Además, se alteró peligrosamente el equilibrio oficialista –el partido más pequeño de Chile Vamos pesa más que la UDI y RN–, y se profundizó la imagen de que apenas un entorno demasiado reducido toma las decisiones.

Esa lógica sencillamente no resiste más. Los desafíos del Chile pospandemia, incluyendo un complejo desconfinamiento, el peor escenario económico en varias décadas, el proceso constituyente y un abultado calendario electoral, son titánicos. A estas alturas, creer que puede escalarse esta montaña haciendo las cosas del mismo modo sería cuando menos ingenuo. No hay más alternativa: llegó la hora de soltar la pelota y cambiar el guion. Tal como hizo el piñerismo luego de los magros resultados de la primera vuelta electoral, el Presidente necesita transmitir que encabeza un equipo que excede su persona. En ese entonces, él se arropó de todo el espectro oficialista –de todos los candidatos del sector–, y ahora necesita emprender un ejercicio similar. En concreto, más temprano que tarde tendrá que rearmar su equipo político, sumando peso propio, oficio, experiencia y, sobre todo, nuevas perspectivas a la conducción gubernamental. Por el bien de Chile, de su coalición y de la institución presidencial, él y su jefe de asesores deben renunciar al diseño original.

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