Esta entrevista es la consecuencia de una conversación entre amigas. Una noche, hace no más de dos semanas, una de ellas me comentó que estaba conflictuada en su relación de pareja y no encontraba la manera de comunicarlo. De base, lo que había marcado la relación, era una incapacidad de profundizar y tramitar ciertos temas en conjunto. Quizás por falta de herramientas comunicacionales, o por miedo, o por temas no resueltos de parte de los dos, me dijo. A modo de confesión, luego de quedarse en silencio un rato, agregó: “Desde que estoy con él, me he enfermado mucho. Eso lo tomo como una señal”.
Mucho se habla de la psicosomática. Ese campo médico, o marco teórico, que propone que ciertos malestares psicológicos tienen un correlato o se traducen en sintomatologías y manifestaciones físicas.
También se sabe, como explica la psicóloga clínica UC y máster en Género, Representación y Sociedad de la University College de Londres, Stephanie Otth Varnava, que el cuerpo habla lo que las palabras callan. Y eso, como desarrolla la psicóloga y autora Maytal Eyal en su última columna para Time Magazine titulada “Self-Silencing is Making Women Sick”, es particularmente cierto para las mujeres.
Porque de base, como explica Otth, estamos insertos en una sociedad en la que se valoran, celebran y refuerzan ciertos atributos en las mujeres que solamente desincentivan que podamos conectar profundamente con nosotras mismas. Dicho de otra manera; se trata de ciertas características, rasgos o conductas que nos disocian y alejan de lo que nos está ocurriendo en todo ámbito de nuestro ser.
Y es que actualmente, las mujeres representan el 80% de los casos de enfermedades autoinmunes. Son ellas, como establecen los especialistas, quienes tienen mayores riesgos de sufrir de dolor crónico, insomnio, fibromialgia, síndrome del intestino irritable y migrañas. También experimentan depresión, ansiedad y trastornos de estrés postraumático en mayor cantidad. Ni hablar de los trastornos alimenticios.
“Mis pacientes son en su mayoría mujeres y casi todas le temen a la posibilidad de decepcionar al resto”, cuenta Maytal Eyal en su columna. “Nuestra cultura recompensa a las mujeres por ser perpetuamente agradables, complacientes, abnegadas y estar siempre en control. En ese sentido, decir que ‘no’ o afirmar sus deseos y necesidades, es algo que les cueste mucho. Pero mi trabajo consiste en ayudarlas a entender que su salud, muchas veces, depende de ello”.
“Esta disparidad en el malestar no puede explicarse únicamente por factores genéticos y hormonales. Los factores psicosociales juegan un rol fundamental, específicamente porque pareciera que las virtudes que se le exigen a las mujeres, entre ellas suprimir la ira y la extrema generosidad, pueden predisponernos o generar ciertas condiciones en las que estamos más propensas a enfermarnos”, sigue Eyal. “A finales de la década de los ochenta, la psicóloga Dana Jack identificó un tema recurrente entre las pacientes que tenían depresión; una tendencia al auto silenciamiento, definida como ‘la propensión a cuidar compulsivamente, a complacer al otro y a inhibir la autoexpresión en las relaciones’”.
En definitiva, cuando reprimimos nuestros sentimientos y dejamos de lado nuestras necesidades, la salud física y mental se ve afectada. Como explica Stephanie Otth (@tre.rapia), se trata de una estructura social y un funcionamiento cultural que desincentiva –a través del no reconocimiento y la poca valoración– la conexión con nuestras emociones y nuestra experiencia. Porque si eso está, socialmente pasa a ser una persona histérica, conflictiva o muy llevada a sus ideas.
“Y esos no son atributos que funcionen bien con la idea preconcebida que tenemos de la mujer. Versus como esas mismas características se significan como algo positivo en los varones; se los ve con capacidad de liderazgo, asertividad, fuerza, ímpetu, capacidad de sacar adelante sus proyectos e ideas. La misma figura del emprendedor, por ejemplo, que tiene todas esas cualidades. Ahí, entonces, hay sesgos que no se pueden desconocer y claramente eso va a terminar haciendo que las mujeres no desarrollemos esos atributos y que vayamos generando condiciones en las que no podamos poner en palabras lo que sentimos, ni sostener nuestras verdades, ni comunicarlas para que sean escuchadas”, explica.
Cuando atravesamos momentos de dolor, angustia, incomodidad o ansiedad, sin poder comunicarlos, ¿se nos manifiesta físicamente?
De todas maneras. Cuando atravesamos una situación de vida –que puede ser desde las más propias del ciclo vital, como una crisis relacionada a una ruptura, separación, cambio de país, hasta las más agudas y puntuales– y nuestra experiencia psicológica se ve comprometida, reaccionamos de manera integral frente a eso.
No podemos separar y decir que solo nuestros pensamientos se ven afectados en esos momentos. Somos una unidad, por más que la aproximación a la salud occidental haya tendido a separarnos en psique-cuerpo-sistema nervioso central-órganos. A la hora de enfrentar una crisis, la enfrentamos con todo nuestro ser, con todos nuestros pensamientos, nuestras emociones y cuerpo. Y eso se ve de manera muy explícita en situaciones de mayor ansiedad, o cuando estamos respondiendo a situaciones de peligro, vulnerabilidad y riesgo. El cuerpo, y lo físico, reaccionan.
No es que nosotras nos enfermemos. Es decir, la responsabilidad no es nuestra. Es más bien de una sociedad, o estructura social, que genera ciertas condiciones en las que podemos vernos afectadas.
En un sistema social en el que ciertas conductas se avalan más que otras. Lo veo en la consulta a diario y cuando hice el magíster en psicoanálisis y hablábamos de la psicosomática o estudiábamos el correlato somático de la enfermedad; ahí había un sesgo de género muy marcado.
De hecho, se habla de ‘las pacientes’ con fibromialgia o con dolor crónico. Y no es que haya algo en los genes femeninos, o que el pensamiento operatorio y la alexitimia (los dos funcionamientos o estructuras de personalidad por las cuales opera la psicosomática) correspondan específicamente a los genes de las mujeres.
Lo que sí hay es una estructura social y un funcionamiento cultural que premia ciertos rasgos y formas de ser en las mujeres y desincentiva otros.
¿Qué es lo que se desincentiva específicamente?
Que podamos expresar nuestras necesidades con nosotras mismas o identificar lo que nos ocurre. Igual hay que ir viéndolo de manera minuciosa; yo soy feminista y me he trabajado desde la matriz del género, pero es complejo sostener de entrada que ‘la sociedad desincentiva que las mujeres hablen’, por ejemplo.
Hay que verlo desde distintos niveles de análisis, porque no se trata de algo tan directo, más bien se trata de una sobre incentivación a que las mujeres estén siempre para el otro, atendiendo al otro y en función del otro. Hay una pensadora que me gusta mucho que dice ‘this bridge called my back’ (este puente que es mi espalda), y creo que eso da cuenta de lo que se valora en esta sociedad; que nosotras nos pongamos al servicio, incluso con el cuerpo, para que otros pasen. O para generar acuerdos. Tu lo sabes bien como periodista, yo lo sé bien como psicóloga.
Y en esos atributos que son mayormente premiados, una va encontrando un reconocimiento, una identificación, o un lugar en el mundo. Y es muy humano quererlo, por lo mismo no se podría castigar a nadie por eso. Pero lo que sí hay que saber es que esa situación hace que estemos en menores condiciones de poder conectar con nosotras. A la hora de hacerlo, esa conexión nos genera ruido a nosotras y en el entorno.
Todo atributo y todas nuestras estrategias están ahí porque nos funcionan y son valiosos. Si hemos ido sosteniendo ciertos rasgos en el tiempo, también es porque algo encontramos en ellos. El problema está en volvernos rígidas al respecto, en no poder elegir, o cuando no nos queda alternativa. Ahí es cuando nos empezamos a enfermar. Cuando no se puede decidir, algo se comprime adentro. Cuando no se tiene posibilidad de elección, se termina engendrando algo a nivel interior.
La psicóloga Maytal Eyal dice que les ha dicho a sus pacientes mujeres que tienen que decepcionar al resto. Me gusta esa idea porque hace referencia a que, para cuidarnos, quizás vamos a tener que dejar de cumplir con lo que se espera de nosotras.
Me encanta eso y me identifico. Una sabe cuándo, cómo y a quién, pero he hecho interpretaciones en esa línea, aunque me gusta más la palabra ‘desilusión’. Creo que permite ver que lo que hay detrás es una ilusión y no es real. O que hay algo del orden de la ilusión en esa forma tan complaciente; una construcción o una imagen a la que nos queremos atener, pero que no siempre es fiel a la realidad.
Cuando cae esa ilusión, lo que aparece es algo más del orden de la autenticidad, del verdadero ser, como se dice en la psicología. Y es súper sanador acercarse a esa parte.
Y ahí es donde creo que hay que desmitificar lo que creemos que es el ‘verdadero’ ser de la mujer, porque se mezcla mucho con las construcciones mitológicas de la experiencia femenina, como ser la bruja, la loca, la histérica. Cuando hablamos de autenticidad, tampoco me refiero a decirle al resto todo lo que pensamos, sino que poder decírnoslo a nosotras mismas. Que podamos conectar con lo que nos ocurre; identificarlo; decirnos; y, conforme a eso, tomar decisiones. Hay cosas que vamos a decidir callar, pero es distinto decidirlo a vernos callando cosas que no nos habíamos podido decir a nosotras mismas.
En ese sentido, trabajar lo que significa ‘desilusionar’ o no cumplir con toda expectativa social, me parece interesante. Se trata de poder generar condiciones sociales –pero también individuales, aunque no podemos ponerle toda la responsabilidad al individuo– para poder estar más en contacto con nosotras, o más implicadas con nuestra experiencia.
Nuestra cultura y también nuestra psicología nos llevan a des-implicarnos, a disociarnos. El camino hacia la salud mental y física tiene que ser por ir promoviendo que nos podamos implicar subjetivamente. Y desde esa implicación, que tiene que ser integral, reconocer lo que nos está ocurriendo. Y poder ir poniendo eso en palabras, pero primero y, sobre todo, con una misma. Después con el resto.
Es bueno saber que se pueden hacer cambios desde el cuerpo hacia la cabeza, para estar mayormente conectados.
Vivir toda esa experiencia que muchas veces preferimos negar.
Claro. Es decir, no evadirla, no negarla o no desconectarnos de eso.
Igual, es humano querer hacerlo, porque lo que ocurre en momentos en los que tenemos miedo, o en los que sentimos un riesgo físico, emocional o subjetivo, es que nuestro sistema nervioso nos hace querer luchar o escapar. Como los impalas que se hacen los muertos cuando saben que van a ser atacados por los leones.
Es humano y mamífero desconectarnos del dolor o querer cortar los agentes externos que creemos que nos hacen daño. Es un mecanismo primordial de supervivencia que está en nuestra amígdala, pero es bueno saber que muchas veces es mejor vivir esa experiencia en toda su totalidad. Eso también se puede trabajar desde el cuerpo y así poder restituir nuestra capacidad fisiológica para poder estar más conectados con lo que ocurre. Muchas veces, desde la psicología creemos que a través de la psique y la mente (es decir, de arriba hacia abajo), podemos lograr cambios en el cuerpo y en las conductas. Pero es bueno saber que también se pueden hacer cambios desde el cuerpo hacia la cabeza, para estar mayormente conectados. Yo cada vez integro más técnicas corporales cuando trabajo con pacientes muy insertos en este tipo de situaciones. La palabra, que es necesaria, no es suficiente para poder tener una relación intrapersonal profunda.
La psicosomática nos muestra que no estamos divididos, entonces si desde la mente podemos cambiar –a través de la interpretación, la palabra, la verbalización y la comunicación– nuestra vida concreta, es bueno saber que también podemos hacerlo al revés.