Columna de Nicolás Eyzaguirre: Democracia y desarrollo
Si tomamos los cincuenta países con mayor ingreso per cápita (PPC) en el mundo, encontraremos que virtualmente todos ellos están también, de acuerdo con el índice del Economist Intelligence Unit (EIU), entre los de mayor desarrollo democrático (la excepción es un puñado de países medianos, inmensamente ricos en petróleo). Esta regularidad empírica -demasiado notable como para pasarla por alto- ha sido profundamente analizada por destacados historiadores económicos (North, Landes, Acemoglu y Robinson, entre otros), quienes han planteado, más aún, que la causalidad va desde democracia a desarrollo. Es precisamente, señalan, la libertad de emprendimiento y la protección de los derechos de propiedad y de acceso a bienes sociales -frente a eventuales arbitrariedades de quienes tienen el poder- que caracteriza a este sistema de gobierno, lo que explica su prosperidad.
El mismo EIU señala, no obstante, que la calidad de la democracia y su adhesión ciudadana ha venido en una peligrosa declinación en el mundo. Chile no es, lamentablemente, la excepción, como lo muestra, por ejemplo, la última encuesta del Centro de Estudios Públicos.
La tentación de tomar atajos por la vía populista y/o autoritaria para resolver problemas urgentes es de antigua data. Pero en todos esos casos, cuando dichos atajos mermaron la calidad de la democracia o fueron tomados por regímenes autoritarios, sus parciales efectos beneficiosos se diluyeron en el tiempo, dando paso a mucho más daño que el que, supuestamente, evitaron. Convengamos, además, que estos atajos autoritarios han sido intentados tanto desde la derecha como desde la izquierda. A veces la democracia adelgaza hacia el centro. Es nuestro peor riesgo.
La evidencia histórica es contundente. Ninguna sociedad en la historia de la humanidad ha logrado paz y prosperidad sostenibles en el tiempo por vías distintas a la del proceso democrático. Ilusiones ha habido muchas. Grandes imperios que colapsaron uno tras otro. Hasta la Unión Soviética fue vista hasta los 60 como un modelo alternativo que podía lograr el progreso sin democracia. Y vimos lo que pasó. Hitler, Mussolini, Franco, autoritarismos de derecha, condenaron a sus países a años de atraso y enormes facturas de guerra.
No nos engañemos. No se ha descubierto otra vía a la paz y el progreso que la democracia; las nuevas exigencias ciudadanas de apertura e inclusión, que hoy se le hacen a la democracia representativa, se solucionan con más democracia, no con menos. Felicitémonos de haber logrado reencauzar nuestro proceso constitucional. No faltan por supuesto voces que llaman a desecharlo, concentrando la atención en los problemas de urgente solución o cuestionando las bases que lo hicieron posible. No cabe desconocer dichos problemas, pero tampoco creer que su solución puede darse al margen de ese marco. Este último es el más serio intento que hemos logrado de profundización de nuestra democracia, que puede reforzar su legitimidad y gestar un acuerdo para destrabar su operatoria que, al estar hoy trabada, explica buena parte de la desafección con el sistema democrático.
No podemos continuar con un conflicto sin resolver entre Ejecutivo y Legislativo, que condena, por un mal concebido sistema político electoral, a los gobiernos a nacer y continuar en minoría, imposibilitando así llevar a cabo, al menos parcialmente, las reformas por las que fueron elegidos. Tampoco con un parlamento fragmentado, sin disciplina mínima en las bancadas y controlado por la oposición, que es caldo de cultivo para que la tentación pírrica de la mayoría a paralizar al gobierno de turno, bloqueando leyes, acusando ministros y jugando al “club de la pelea”, que a la ciudadanía le es ajeno, o bien, para congraciarse con esta, impulsando proyectos insostenibles, contrarios a la conducción general que recae en el Ejecutivo, como los retiros previsionales.
Tenemos frente a nosotros una gran oportunidad para corregir aquellos aspectos que hoy no funcionan en nuestra democracia, para convenir un conjunto de reglas del juego mínimas, desprovistas de carácter programático que pretendan refundar las bases de nuestra convivencia en uno u otro sentido y que, más bien, dejen al libre juego de mayoría y minoría en la formación de la ley la especificidad de nuestra dirección como país. Lograr este cometido es no solo conveniente para la cohesión social, sino que, como lo enseña la historia, la única forma seria de retomar el progreso.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.