Rodrigo Fluxá: “La política identitaria y la adicción a la atención son una muy mala mezcla”

El periodista y escritor Rodrigo Fluxá. Fotos: Juan Farías.

El periodista acaba de publicar "Gente común. Una historia oral de la Blondie", libro festivo y voyerista que se interna en la legendaria discoteca para ampliar la mirada sobre los años 90 y narrar los orígenes de una contracultura que según el autor fue precursora –para bien y para mal– del Chile actual. Aquí aborda también las tensiones de su oficio: “En mi opinión, ser periodista y activista son dos cosas incompatibles”.


“Yo iba a la Blondie a perderme”, recuerda Rodrigo Fluxá, y es lo que ha vuelto a hacer en su libro: dejar que un centenar de voces, todas menos la suya, reconstruyan la historia que él venía a contar. La de una discoteca que, sin habérselo propuesto, se convirtió en refugio de góticos, gays, punkies y desadaptados de la más nocturna índole que llegaban a Alameda con Esperanza desde todas las comunas de Santiago. La Blondie, proponen los editores del libro, “inauguró en Chile un concepto tan simple como efectivo: lo que en verdad importa es lo que tú elijas ser, da lo mismo quién seas o de dónde vengas”.

Fluxá explica por qué entrevistó durante tres años a los protagonistas de esa historia para luego proceder a un obsesivo montaje de sus testimonios:

Yo venía de una seguidilla de trabajos muy duros: homicidios, el caso Zamudio, el caso Haeger, el caso de Nicolás López que fue un trauma de un año… Entonces quería hacer una cosa más celebratoria, pasarlo bien haciéndolo. Y es bonito preguntarle a gente sobre los años en que fue más feliz, hace bien para el alma. Me pasa mucho que me dicen: ‘Oye, ¿para cuándo el libro del chileno que mató a la japonesa?’ ‘¿Para cuándo Fernanda Maciel?’ Hueón, yo no quiero ser Carlos Pinto. Los policiales me interesan cuando cuentan algo más amplio. Y sabía que, de algún modo, se podía contar una parte del país desde la Blondie. Pero este es un libro de personajes, no de puro contexto cultural. Hay conflictos humanos muy clásicos: un papá que pone a sus dos hijos a competir administrando dos discotecas que quedan a cuatro cuadras, o tres amigos que terminan traicionándose, o un DJ que se hace viejo y no sabe cómo bajarse del tren. Eso interesante en Oslo o acá”.

También tuviste la suerte de encontrar muy buenos personajes. ¿Los conocías de antes?

No, no sabía ni quién era el dueño. Pero tenía la intuición de que iba a ser así, porque la noche siempre tiene buenos personajes. Además, es gente muy divertida. Arturo [Fuenzalida, DJ fundacional de la Blondie] es muy intenso, pero muy divertido, es el corazón del libro. A la gente que lo ha leído le termina cayendo bien, porque ves sus heridas. Ahí funciona algo que me enseñó el guionista Enrique Videla: “¿Querís que te caiga bien un personaje? Ponerle un perro o un hijo funciona, pero nada funciona mejor que ponerle un jefe que sepa menos que él sobre la pega”. Ponle a Hitler un jefe cabrón que sabe menos que él y te va a caer bien. Porque empiezas a detectar las heridas de origen de alguien: “Ah, este hueón es así, pero porque le pasó esto”. No lo justificas, pero lo entiendes y sigues leyendo.

En los años 80, ser raro era un drama, pero entrados los dos mil ya era más bien un activo. ¿Ves a la Blondie como un pasadizo entre esas dos épocas?

Totalmente. Y aquí voy a abueliar, pero yo prefiero como era antes. Creo que en esos atajos identitarios había una cosa más inocente, por la falta de exhibicionismo de esa época. Para mí, ir a la Blondie era ir a meterme en un hoyo donde no había señal de celular y al bajar la escalera no veías a más de un metro. Y salías de día sin saber qué hora era. Ahora está llena de pantallas, tienen todo iluminado, hay antenas repetidoras de celular… Y la gente que trabaja ahí me decía: “Es que ahora, si ellos no se graban para mostrar que están carreteando, es como si no vinieran”. Si no te ven carreteando, no estás carreteando. ¡Es un cambio generacional total! A eso me refiero con que puedes contar el país desde una discoteca. Pero yo lo encuentro monstruoso, creo que no hubiera podido ser adolescente en esta época.

¿Por qué?

Porque yo me urgía hasta cuando no me invitaban a un partido de fútbol. Imagínate estar todo el rato sometido a esa presión externa. No habría tenido el temple para soportar eso. Pero es generacional. O sea, yo me acuerdo de lo que es no tener ansiedad, pero alguien de 20 años no se acuerda, entonces a lo mejor tampoco la sufre tanto. Igual, es un cambio cerebral heavy. ¿Has visto la cantidad de gente que tiene problemas para dormir? Está costando mucho poner el cerebro en remojo, porque la exhibición la estás siempre planeando. Nosotros, por edad, tenemos la suerte de tener una distancia, pero algunos igual se subieron a esto y hay hueones haciendo el loco, adictos a la atención de 50 años. Si en los 70 se decía “la heroína se llevó a las mejores mentes de nuestra generación”, hoy habría que decir lo mismo de la necesidad de atención. Tenemos ministros de Estado que no saben cuándo dejar de tuitear y eso es literalmente una adicción. ¿Qué marca que algo sea una adicción?

Que nunca te satisface.

Claro, es un hoyo vacío. Pero, sobre todo, que lo haces sabiendo que es perjudicial para ti mismo. Los que se graban haciendo un portonazo, o los políticos que tuitean fake news, saben que están corriendo un riesgo que no pueden controlar, pero son adictos. Es loco que no se hable más de esto. En Estados Unidos se habla de los adolescentes, pero es un problema mucho más grave que afecta todos los ámbitos. O sea, mira el periodismo, ya es absurdo. Y es incompatible con el oficio, porque terminas diciendo lo que satisfaga esa necesidad. Esta figura del periodista como un community manager de sí mismo a mí me deprime.

Dices que a la Blondie uno iba a perderse, pero en los testimonios del libro también está la vanidad de producirse para que te vean.

Sí, había vanidad, pero era ir a mostrarse entre la gente que estaba ahí y nadie más. Lo bonito de la Blondie es que los raros de cada curso llegaron a un lugar y dijeron “no somos tan pocos, no estamos tan solos y está bien como somos”. Por eso fue un lugar que juntaba a gays con héteros. Yo ahí vi por primera vez a dos hombres besándose, y ver correr eso con total naturalidad te enseña mucho más que una monserga. En ese sentido, la Blondie jugó un rol civilizatorio más importante que el Fausto, donde eran todos similares. De hecho, a la Blondie iban muchos gays de clóset que no se atrevían a ir al Fausto, por temor a quedar en evidencia. Lo curioso es que de ese temor, que era algo malo, salió algo bueno: una convivencia donde el hecho de ser gay no fuera el principal punto en la mesa. Era un dato más. Y no generaba roces porque el ambiente te decía “aquí podís hacer lo que querai”. Había parejas tirando, hueones durmiendo, otros sin polera, libertad absoluta. Imagínate para alguien de 22 años en esa época. Tú decías “¡no quiero irme de acá!”.

Rodrigo Fluxá acaba de publicar el libro "Gente Común. Una historia oral de la Blondie".

También es muy expresiva de la época esta idea meritocrática que se repite en varios testimonios: “El más cotizado no era el más bonito o la más bonita, era el más raro. Y eso es más justo, porque depende de ti”.

Pero dime qué idea más linda que esa. Y yo lo sentí en carne propia. Porque en ese tiempo, ir a una discoteca era una experiencia derechamente estresante, donde tu autoestima estaba en juego cada noche. El ejercicio absurdo de sacar a bailar, el rechazo en la cara todo el rato… Yo me acuerdo que volvía a la casa diciendo “¡hueón, soy una caca!”. En esa pirámide social mandaban las “bellezas hegemónicas”, como se dice ahora, en una transacción muy capitalista: esto es lo que tengo para adquirir esto otro. Estoy generalizando, pero eran valores bien estáticos. Y eso en la Blondie no corría para nada. Un hueón rapado, vestido de Nosferatu con una capa, era el que mandaba en esa escala. Y no por tener plata ni ser el más mino, sino porque tenía un concepto a desarrollar. De hecho, la galantería típica era muy castigada. Tú no sacabas a bailar, te ponías a bailar al lado.

“Y ahora Chile se parece a la Blondie”, dice el cineasta Jorge Olguín. ¿Qué alcances le darías a esa afirmación?

Olguín se refiere a las cosas buenas, pero yo creo que Chile se parece a la Blondie en cosas buenas y malas. Obviamente es bueno que ya no te peguen por ser raro, que parejas del mismo sexo puedan besarse en la calle, que las mujeres no sean tratadas de putas por agarrarse a los hombres que quieran cada noche. Y en ese sentido, hoy ves una marcha y se parece harto a como era la Blondie en los 90. Pero esa evolución también fue germen de una política identitaria que está mostrando grietas por todos lados. Y que tiene al progresismo totalmente fragmentado, porque ya se arma política de cualquier objeto, hasta de la gente que anda en bicicleta. El otro día estaba haciendo la cola en una carnicería y me gritaron “asesino”, eso ya es pura deformación.

Y con la ayuda de las redes, muchos discursos de tolerancia dan la vuelta al círculo hasta convertirse en vigilancia de lo que hacen o dicen los otros.

Claro, pero esa vigilancia también nace desde la exhibición. Porque no es una vigilancia tipo Stasi, sino una donde yo muestro todo el rato lo que soy. A mí me molesta lo que tú dices, pero lo que más me interesa es cómo el resto recibe mi molestia. Si le quitaras eso, casi nadie lo haría. Y quizás estarías más en contacto con lo que realmente piensas. Por eso creo que la política identitaria y la adicción a la atención son una muy mala mezcla.

La crítica de tus entrevistados a la sociedad de los 90 defiende la emancipación del individuo, casi nunca causas sociales o políticas. ¿Dirías que una cosa llevó a la otra o que esto no tuvo que ver con la salida a la calle desde 2006 en adelante?

Me parecería forzado hacer ese puente más allá de la política identitaria. Porque la Blondie en esos años era muy contracultural, y los movimientos de 2006 y 2011 son por definición masivos. Lo que sí es muy interesante es que lo alternativo siempre se había asociado a las élites, pero la Blondie se armó desde las clases obreras. Mucha gente que salía de la población se maquillaba en la micro para ir a la Blondie y después se desmaquillaba en la micro de vuelta, porque si no, o les sacaban la chucha o los agarraban a chuchadas. Y es loco cómo las políticas identitarias castigan ahora esa época. La otra vez leí una entrevista a José María Cano, el músico de Mecano, porque en un programa de talentos les habían cancelado una canción que decía “mariconez”. Y él decía “oye, nosotros los new wave andábamos por Madrid y nos hueveaban en todas las cuadras, eso era empujar las libertades, no ahora cuando son todos distintos”. Ni siquiera lo decía con rabia, era como “no me hueís”.

Pero el oxímoron “ser raro ya es normal” también plantea sus problemas.

Bueno, esa es la gran pregunta: qué es ser contracultural ahora. Quizás ya estamos muy viejos para cachar eso, porque obviamente esa contracultura no va a venir de nosotros. Pero sí creo que ese espíritu de la Blondie no se podría dar ahora. ¿Contra cuál opresión? De ahí viene esta necesidad de inventarse opresores, como decir “la dictadura de Piñera” aunque estés haciendo y diciendo todo lo que no podrías hacer en una dictadura. Eso funciona cuando es genuino. Y en el Chile de los 90 había buenas razones para que en un mismo lugar se juntaran góticos, punks, new wave, vampiros, gays y hasta neonazis, porque era “nosotros los distintos contra el resto”. Ahora es todos contra todos, pura fragmentación.

¿Por qué los neonazis iban a la Blondie, si ahí se juntaba casi todo lo que odian?

Yo creo que, en principio, porque igual se sentían parte de ese nosotros, dentro de su tontera. Pero también porque en la homofobia hay instintos homosexuales, y eso no lo digo yo, es de manual.

“Se los comían adentro y después les pegaban afuera”, cuenta alguien.

Tal cual. La gracia de la Blondie era que adentro, con todos esos desadaptados juntos, era un lugar extremadamente poco violento. Había menos testosterona o masculinidad tóxica que en cualquier fiesta promedio. Pero de nuevo: ahí también estaba el caldo de cultivo para los peores giros del fenómeno identitario. Los asesinos de Zamudio, por ejemplo, vivían en una persecución de identidades. Uno había sido emo, después no sé qué y a la tercera o cuarta vuelta se creía neonazi. Y en algún momento tienes que encontrar tu valía por fuera de esos atajos identitarios, de eso se trata un poco la adultez. Si te quedas pegado en eso, es un problema para ti, y cuando ya es mucha gente, es un problema social.

Rodrigo Fluxá también escribió el libro "Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos".

Esos años 90

Defiendes la tesis de que la Blondie suplió, de algún modo, el destape cultural que no ocurrió en los 90.

Sí. Personas que ya leyeron el libro me han dicho “pero oye, sí hubo destape”. Yo me refiero a un destape que fuera mainstream, como el de España. Y eso en los 90 no pasó, lo mainstream era el barrio Suecia. Y la Iglesia conservó todo su poder, incluso lograba impedir que vinieran bandas de heavy metal a Chile. ¡Por satánicos! Entonces el cambio lo empujó más la apertura económica que la cultural. A lo mejor en círculos más intelectuales o de élite sí sintieron cierto destape; con las fiestas Spandex, por ejemplo. Pero un destape desde las comunas más periféricas, desde la gente de a pie, eso lo catalizó la Blondie.

La gente que iba al Trolley y a las fiestas Spandex debería enojarse un poco con tu libro. Se dice que eran fiestas de intelectuales para intelectuales.

Decir eso me parece bastante acertado, pero para mí la gran diferencia es que esos eran lugares para ir a mostrarse, no para ir a perderse. En la Blondie, de partida, había cero famositis. Y también había un orgullo de working class que no tenía el mundo Spandex. No digo que fueran fiestas malas, quizás yo también hubiera ido si fuera de esa generación. Pero cada grupo defiende su propia narrativa. O sea, este no es un libro contra las Spandex: les pega por el costado para realzar la identidad de la Blondie.

También hay un fuerte discurso anticuicos, aunque al mismo tiempo se celebra a la Blondie como el único espacio donde las clases sociales se mezclaban.

Sí, pero ese discurso anticuicos se ha construido más bien en retrospectiva, porque no existía en ese tiempo. Era todo muy horizontal. Yo supe que existía La Dehesa en la Blondie, porque conocí a una niña que era de allá. Y crecí en Arrieta con Tobalaba, clase media típica, imagínate lo distante que podía ser ese mundo para alguien de Cerro Navia. Creo que el interés común por la música, a la que no había tanto acceso en ese momento, era lo que igualaba. Y era la única forma de producir ese cruce, porque alguien de Vitacura no tenía otra razón para llegar a Estación Central.

De manera inevitable, te metes en la disputa sobre lo buenos o malos que fueron los 90.

Lo que pasa es que hay todo un discurso de odio hacia los 90 que se enfoca en el Liguria, Los Tres o las teleseries de TVN. Y yo no fui parte de eso, entonces encuentro injusto que los 90 sean sólo eso. Y la Blondie te muestra que existieron otros 90. Ahora, yo creo que la disputa sobre esos años va a seguir, porque en algún momento se tiene que llegar a un punto intermedio. Porque vivimos mucho tiempo con la narrativa de los ganadores: los 90 fueron la raja. Pero el estallido llevó el péndulo al otro extremo: los 90 fueron lo peor, fue una transaca y una corruptela de los mismos de siempre. Y los dos extremos son tramposos. Hubo transaca y corruptela, pero también hubo avances muy notorios. O sea, mi mamá se ha operado con el AUGE, yo soy primera generación de universidad, mi papá arreglaba bicicletas y pude desarrollarme profesionalmente sin tener ningún contacto social. Lo que pasa es que tuve un mercado de trabajo sano, que es la gran diferencia.

¿Cómo así?

Cuando yo crecí, el compañero lento del curso encontraba una buena pega, al que era un poco más apto le iba súper bien, y al talentoso, increíble. Después, en los dos miles, los lentos rasguñaban alguna peguita y a los otros les seguía yendo bien. Pero ahora es heavy: los de abajo se quedaron abajo y los del medio están asustados de que los echen o ni siquiera encuentran trabajo. Esa es una gran diferencia con los 90 que no se puede pasar por alto. El CAE, por ejemplo, tiene el problema de quién pone el crédito y a qué tasa, pero quizás el problema central fue que los papás creían que ese título significaba “ya, yo terminé, ahora anda tú a ganar plata”. Entonces, cuando eso se estropea –en parte por la desregulación de las universidades− el descrédito del modelo es total. “Tu esfuerzo te va a salvar”. Para mucha gente ese marco teórico ya no sirve. Y eso coincidió con cambios más culturales que devaluaron a muchos íconos de ese tiempo. El Chino Ríos es un buen ejemplo. ¿Por qué características fue idolatrado en los 90? Maleducado, personalidad ganadora, narciso y “no estoy ni ahí”…

Por ser el mejor del mundo en lo suyo, también…

Ya, de acuerdo. Pero Chile cambió de tal forma que todo lo que él representaba, ahora es monstruoso: ser exitoso en tu trabajo pero no ayudar al resto, ser maleducado, ser misógino. Y el Chino es el mismo del año 97, cuando todo el país lo ensalzaba. Entonces, ¿desde dónde lo vas a mirar? Hay que llegar a un punto medio: bueno, el Chino Ríos fue un deportista la raja, el país tenía enormes problemas de autoestima que él de alguna forma sanó, pero también tenía rasgos detestables.

El Chino Ríos y el Mundial 98 fueron como una ola de autoestima, ¿no?

Sí, pero creo que Francia 98 todavía era parte del antiguo Chile, donde lo valorado era ser modesto. El Chile del “no te quejes, el mundo no te debe nada”. Salas era más de ese espíritu, lo mismo Chiqui Chavarría, Lucho Musrri… El Chino Ríos ya era “quéjate de todo porque son todos unos imbéciles”.

¿Y ese sería el espíritu que ahora cayó en descrédito?

No sé si eso en particular, porque esas líneas también se cruzan. Si tú te acuerdas, la queja durante muchos años era: ¿por qué no podemos ser más como los argentinos? Yo crecí con eso en la cabeza, con el fantasma de ellos depredando Reñaca. Y con la idea de que los argentinos eran admirables porque reclamaban por todo, salían a la calle y producían cambios. Y en cierto sentido, el Chino Ríos, los 90 y sobre todo los dos mil, fueron un camino a argentinizarse, a buscar ese ideal de “oye, acá estoy yo, peleo por lo mío, porque es lo justo”. Eso fue 2006, 2011 y finalmente el estallido, que por su afán colectivo fue lo menos noventero que hay, pero por debajo de eso siempre me pareció que había algo que no mutó realmente. Se ve en el tema de los retiros: quiero mejores pensiones, pero la plata es mía, no me la toquen. No digo que sea bueno ni malo, pero veo bastante intacto el espíritu de los 90 en cosas así. Y a veces siento que vivimos una mezcla de lo peor de los dos mundos: el mundo me debe todo, pero yo no le debo nada al mundo.

Foto: Juan Farías, La Tercera.

Osos polares

Tienes casi patentada esta consigna sobre el oficio: el periodismo consiste en mostrar el mundo y no en tratar de cambiarlo.

Sí, pero es una posición cada vez más minoritaria. Ya es como esa soledad angustiosa de los osos polares en el Ártico, que están en un pedazo de hielo y alrededor queda pura agua. Esa es la sensación general de la gente que hace periodismo como un oficio y no como un medio para lograr otra cosa.

Y siguiendo la metáfora, ¿el estallido social derritió mucho hielo?

Es que no entiendo cómo no se ha hablado más de esto. En el estallido los medios se desfondaron. El periodismo vive de un pacto tácito de representación, sin eso no eres nada. Cuando la ciudadanía te dice “no me representas, la tele miente”, ¿a nombre de quién puedes interpelar a una autoridad? Es un problema muy grave y la forma en que respondieron los medios fue dolorosa. Algunos hicieron como si no pasara nada, como esperando que esto siga funcionando solo. Otros se pusieron a dar monsergas, lecciones, como vemos ahora en las noticias: cuando termina una nota, el lector te dice “esto no puede continuar, es inaceptable”. Un parche curita absurdo. Y otra gente se anichó en el activismo. De ambos lados, ¿ah? Mucho más de la izquierda, pero de la derecha también. Y si tú quieres ser periodista y activista, es cosa tuya, yo lo respeto. Pero mi opinión es que son dos cosas incompatibles, porque el periodismo persigue retratar el mundo y el activismo cambiarlo. Mi cita favorita al respecto, que se la digo siempre a la gente que trabaja conmigo, es de Cristian Castro: “Yo quería cambiar el mundo, pero el mundo es como es”.

Más allá de los gustos personales, ¿qué hace incompatibles los dos roles?

Lo aterrizo con una pregunta muy simple: un periodista muy comprometido con el estallido, ¿hubiera sido capaz de publicar el caso de Rojas Vade, sabiendo lo que eso implicaba? Yo no sé si lo publica, pero lo más grave es que ni siquiera lo detecta, creo yo. Porque está tan convencido de la causa que no vería las grietas. Si yo fuera activista feminista, por ejemplo, se me habría hecho mucho más difícil investigar casos de abuso.

¿Por qué?

Porque siempre parto por dudar de lo que me cuentan. Y es tu única manera de proteger a la denunciante, porque los problemas que encuentres en su testimonio los van a encontrar otros después. Entonces no puedes decir “esto es verdad porque es verdad”. Hace poco una periodista entrevistó a la expolola del Potro Cabrera, un tipo de la farándula, y ella lo acusó de drogarla y violarla. Dos semanas después salió a decir que no, que había mentido porque estaba mal psicológicamente. No digo que no pueda haber una periodista feminista, puede haber de todo. Pero yo encuentro que le quita poder, densidad, que me cuentes una historia que calza con todo lo que predicas como activista. Y asumo que soy una minoría total en lo que estoy diciendo. Si vas hoy a una escuela de periodismo, de 30 alumnos, 29 piensan que hay que ser activista.

Sin exculpar al gremio, consignemos la creciente presión del público para que el periodista se comporte de esa manera.

O sea, pregúntale a alguien cuál fue el último reportaje que encontró bueno y que no fuera funcional a las opiniones que defiende. Eso no ocurre, porque cuando tus opiniones son tu identidad, ya no puedes despojarte de ellas, sería negarte a ti mismo. Pero se supone que si uno es periodista quiere mostrar mundos, que alguien te lea y diga “mira, no había pensado en eso”. Y está pasando todo lo contrario, se están anichando en campos de batalla. Y aunque uno crea que no, igual te influye. En la segunda vuelta me llamaron para firmar una carta de periodistas por Boric y dije “no puedo, por cómo entiendo el trabajo”. Pero después igual me pasé el rollo: “Chucha, quizás van a creer que voy por Kast”. Es muy raro pensar así. También he notado que de repente argumento cosas que ni siquiera pienso sólo para alejarme de otras, por lo irracionales que están las posturas en los dos lados. Es muy raro cómo estamos pensando, hueón, muy raro.

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