Columna de Ascanio Cavallo: El gen usurpador

El senador Daniel Núñez.


Los últimos tres gobiernos chilenos se han enfrentado a una situación parlamentaria paralizante y, en los peores momentos, caótica. Como se ha tratado de gobiernos de distinto signo, no se puede atribuir esto a una sola oposición obstruccionista. Cada oposición, en cada momento de los últimos ocho años, ha utilizado el estado del Congreso para intentar inmovilizar al Ejecutivo. No es una coincidencia que las dos legislaturas más desordenadas han sido las elegidas junto con el segundo mandato de Sebastián Piñera y con el actual de Gabriel Boric.

Una de las explicaciones -no la única, sí de las principales- es la catastrófica reforma del sistema político introducida en el 2015, que cambió no sólo los números de los legisladores, sino sus modos de elección y las normas de lealtad y comportamiento que contienen casi todas las democracias constitucionales. Esto significó que los parlamentarios pudieron apropiarse de sus escaños (incluso de sus asignaciones) sin dar cuenta a sus electores, cambiar de bando, declararse independientes, bailar entre el oficialismo y la oposición y, en fin, alterar las proporciones de uno y otra a piacere.

Esa reforma fue introducida en el segundo gobierno de Michelle Bachelet, en un momento especialmente peliagudo para los políticos, tras el estallido del caso Caval, los escándalos de financiamiento ilegal de Penta y Soquimich, el “milicogate” y otras lindezas. Fue una forma de fuga hacia adelante, un esfuerzo de apaciguamiento hacia los partidos y los propios parlamentarios de entonces. Muchos congresistas decían en aquel año que el resultado de esta reforma sería imprevisible, pero muy pocos votaron en contra; entre los socialistas, cualquier esfuerzo servía en esos momentos para apuntalar la debilitada gestión de la presidenta.

Huelga decir que entre sus promotores más entusiastas estuvieron muchos de los militantes del gobierno actual, en especial del Frente Amplio. Pero es un poco reiterativo, majadero y hasta inconducente reprochar a cada rato al FA por las equivocaciones en que incurrió antes de tener que hacerse cargo del país. No es eso lo que importa ahora, sino el hecho de que también está en sus manos emprender la rectificación de ese error que ha sumido al sistema en la ingobernabilidad.

Uno de esos pasos es controlar la tentación de sobrepasar al Congreso, como lo ha propuesto el senador comunista Daniel Núñez en su llamado a activar la “presión social” para destrabar proyectos de ley y actuar vía decretos en materias donde no pueda avanzar legislativamente. En realidad, de los dos caminos, el primero puede tener un tono más amenazante, pero es el más especulativo, porque quedaría por verse si lo podría ejecutar, esto es, si dispone hoy de la fuerza movilizadora que se atribuye. Para el Ejecutivo es un llamado peligroso, porque la “presión social” se ejerce siempre primero contra el gobierno, rara vez contra un Congreso. A menos que el senador esté pensando en los dos.

El segundo camino, el de los decretos, es más sibilino e imita a muchos regímenes autoritarios en Europa del Este, el mundo árabe, Asia y buena parte de los “bolivarianos”, empezando por el de Venezuela. Saúl Carlos Menem es recordado como el presidente que más decretos dictó en Argentina y su compatriota Javier Milei debutó con un esfuerzo parecido.

Esto tiene un nombre: se llama usurpación política. Se define como el empeño sistemático para arrebatar los poderes y derechos de otras instituciones. La usurpación puede ser horizontal -cuando una institución atropella a otra del mismo nivel- o vertical -cuando una institución atropella a otra de menor nivel. El senador Núñez propone las dos.

El escritor indo-estadounidense Fareed Zakaria hizo ver hace años que la tendencia a la usurpación política es mayor en los regímenes presidenciales, lo que explicaría su frecuencia en Latinoamérica y en las repúblicas exsoviéticas, por ejemplo. El supuesto es la convicción del gobierno de que dispone de una mayoría popular que, si se pudiera expresar…

Citando estudios en grandes números de gobiernos actuales y presentes, el mismo Zakaria llegaba a la conclusión de que los sistemas que mejor resisten a los intentos de usurpación son aquellos que disponen de instituciones fuertes, capaces de hacer valer sus poderes. Por ejemplo, los parlamentos fuertes. De allí que la situación chilena sea, en verdad, dramática: el Congreso actual es disfuncional, sí, pero además es débil, poco prestigioso y cada vez menos institucional. Este puede ser el mayor de sus problemas y el estímulo más que suficiente para cambiar.

Para lograr gobiernos eficaces se necesitan mayorías y normas adecuadas para cautelarlas. Con las actuales, nada cambiará para los futuros gobiernos y habrá que esperar que otro senador, de cualquier otro partido, pretenda saltarse a sus colegas para hacer lo que considera justo. Por desgracia, muy pocos políticos están libres del gen autoritario, que les hace pensar que la razón siempre está de su lado y el estorbo son los demás. Lo que mejor conviene al senador es controlar ese gen, teniendo en cuenta que no hay vacuna contra la genética.

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