Columna de Ascanio Cavallo: Fortaleza sitiada



Hace dos semanas, el viernes 22 de marzo, todas las personas que trabajan en el Centro de Justicia de Santiago recibieron un instructivo anunciando la elaboración de un plan de contingencia para afrontar eventos que podrían producirse en las cárceles cercanas. Entre tanto, los funcionarios y jueces deben evitar circular por la gran explanada central, pasear por lugares abiertos y transitar por las calles cercanas, como también mantener instrumentos de comunicación cargados y a la mano.

El origen de esta alerta es información recogida por unidades de Inteligencia de Gendarmería, corroborada por la policía. El Centro de Justicia ocupa casi 120 mil metros cuadrados y es vecino de la cárcel Santiago 1, el Centro de Detención Preventiva (ex Penitenciaría) y la autopista Vespucio Sur. Alberga en sus ocho edificios a 15 juzgados de garantía y siete tribunales de juicio oral penal, además de estacionamientos, áreas de servicios y redes de túneles. Allí se celebran unas 80 mil audiencias por año, con unos 13 mil visitantes, según cifras del 2022. En otras palabras, el riñón de la justicia chilena.

Y ahora vive un verdadero sitio.

Nadie ha dicho cuándo terminará, cuándo se podrá caminar de nuevo por la explanada, cuándo las calles volverán a ser calles.

Cuatro días después de la circular, el ministro de Justicia, Luis Cordero, anunció la próxima instalación de inhibidores de señales telefónicas en los alrededores de los centros penales. Ese anuncio es, obviamente, la base del estado de alerta en el Centro de Justicia. Y la pregunta que sigue es: ¿Por qué anunciar una medida con efectos de estos alcances antes de llevarla a efecto? Hay una respuesta práctica: la instalación de los inhibidores requiere exploraciones y trabajos en las inmediaciones, un perímetro al que las bandas delictivas prestan dedicada atención. Otra razón es de orden psicológico: se trataría de inhibir intentonas precipitadas. Podría haber una última, que es la ansiedad oficial por mostrar acciones, visto que dentro del paquete de proyectos sobre seguridad no hay ninguno acerca del control de las cárceles.

Cualesquiera sean las razones, su primer impacto ha sido sobre los cientos de personas que trabajan en el complejo más simbólico de la justicia chilena, lo que tal vez sea un reflejo de la situación de sitio interno a que lentamente ha sido sometido el país con la sólida instalación del crimen organizado bajo las narices de las autoridades.

La instalación de inhibidores de señales es una medida largamente retrasada, a pesar de que se sabe que constituye un golpe a la línea de flotación del crimen organizado, dada la voluminosa evidencia de que muchos de sus centros de mando están precisamente dentro de las cárceles, siguiendo el modelo desarrollado en las prisiones de Sao Paulo y Río de Janeiro. Es lo mismo que ya ha ocurrido también en El Salvador, Venezuela y Ecuador, y hace poco en la ciudad argentina de Rosario.

El año pasado, la PDI detectó “conversaciones” para asesinar jueces o fiscales entre miembros de la megabanda de Los Bogotanos, encabezada por ciudadanos colombianos. Ese mismo año se llegó a pensar en audiencias de formalización en recintos distintos de los judiciales, en especial por Los Gallegos, una peligrosa escisión del Tren de Aragua venezolano que se mueve entre Lima y Arica. El jueves pasado, una operación sorpresiva y de gran escala de la policía civil atacó recintos de otra megabanda, Los Trinitarios (con base en Nueva York y membresía de dominicanos), en 15 comunas de Santiago. De acuerdo con la policía, el centro de acopio de droga de este grupo estaba situado dentro de un campamento de Cerrillos, mientras que otro centenar de domicilios integraban la versátil red de distribución.

Chile se ha mostrado como un mercado atractivo para estas bandas, porque aún dispone de poder adquisitivo para la droga, las armas y la prostitución, porque ha debilitado sustancialmente sus controles fronterizos y porque sus autoridades se han exhibido en un desencuentro prolongado y constante con su policía. En esos ambientes nadie cree que la ausencia de carabineros en las calles y su pasividad en sitios críticos (como lo mostró el tiroteo en Lo Valledor) se vaya a superar mediante el cambio en su alto mando. Para los delicados intérpretes de señales que ocupan las cúpulas del crimen organizado, Chile se volvió convenientemente poroso y poco guarnecido.

Y bien, ¿controla el Estado chileno las cárceles? Las autoridades dirán que sí, que cómo no. Pero los que viven en ese circuito saben que esa es una verdad extremadamente incompleta. Si fuese de otro modo, los inhibidores no serían necesarios, puesto que los celulares están prohibidos en los penales. La consecuencia es que no será suficiente una intervención tecnológica sin un cambio profundo en el sistema penitenciario, que pueda enfrentarse al inagotable ingenio de las grandes bandas. Aunque sólo sea para impedir que el fortín de su justicia se vea sometido al asedio del miedo.

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