Columna de Ascanio Cavallo: Indecencia



La elección de la mesa de la Cámara de Diputadas y Diputados tendría que marcar el punto de no retorno del sistema político chileno tal como ha estado funcionando en estos años. Tendría: a menudo sucede con los sistemas perversos que los interesados en medrar de él son tan numerosos, que los incentivos para modificarlo disminuyen a casi cero.

La perversión no consiste, de ninguna manera, en que Karol Cariola se haya convertido en la primera mujer y la primera figura comunista que preside la Cámara. La tenacidad con que fue defendida por el gobierno, el partido y ella misma no pueden ser parte de nada anómalo, a pesar de que oblicuamente su elección esté ensuciada por lo que la acompañó. Y ese problema está en la negociación que se llevó -obviamente, con participación activa del gobierno- para conseguir una fórmula que condujera a ese resultado.

Hasta el día de la votación, y dependiendo del cómputo, había entre siete y 10 diputados cuyos votos no estaban claros. En los dos casos esto equivale a poco más del 5% del hemiciclo, pero esos votos decidían la composición de la mesa. Las condiciones que se plantearon en las conversaciones para inclinar esos votos -tanto por el oficialismo como por la oposición- desbordan todas las acepciones de la palabra negociación. No se puede llamar de esa manera a exigencias desmedidas, impropias, indecentes y personalistas. La tercera acepción de la indecencia es justamente la “dignidad en los actos y en las palabras”. El término más cercano en varios de los casos es chantaje. De esto no se puede culpar al ministro Elizalde, encargado de nadar todos los días en estas mismas aguas. Quizás, como Fausto en su hora más oscura, podría saber que sin pacto habría fracasado. Nada más.

Al gobierno de Gabriel Boric le ha tocado el envilecimiento de un sistema que también afectó al segundo de Piñera e incluso, un poco menos, al segundo de Bachelet. Su origen está en las pésimas reformas al sistema electoral y al Congreso introducidas en el 2015, basadas en un diagnóstico erróneo sobre la representación de grupos alternativos a los mayoritarios. El Frente Amplio las promovió con entusiasmo, con el supuesto de que se debía abrir espacio a nuevas minorías no representadas, sin tener nunca en cuenta la necesidad de precisar cuál es el tamaño de una minoría. Obviamente, en un Parlamento uno no es una minoría: es una persona. Y siete o 10 votos que van por su cuenta tampoco son una minoría: son siete o 10 personas. Más claramente aún cuando esas siete o 10 personas deciden su voto por razones de estricta conveniencia personal. ¿Y cómo podría ser de otra manera, si el sistema permite una elección de a uno?

Políticamente, esto ha sido un triunfo para el oficialismo y una clara derrota para la oposición. Uno mostró su eficacia, la otra, su incapacidad. Uno consiguió su objetivo después de tenerlo casi perdido, la otra lo perdió tras tenerlo casi ganado. De esto no hay duda, y ahora que ha comenzado la carrera hacia el 2025, hay que tenerlo por un síntoma.

Pero siempre queda la cuestión de los fines y los medios. En España, el líder socialista Pedro Sánchez consiguió formar gobierno negociando con siete votos del catalanismo independentista, cuya aspiración final es acabar toda relación de Cataluña con el gobierno de España. Tuvo que negociar con personas proscritas y prófugas, aunque quizás podrá decir que esa anomalía era insostenible para España, que había que encontrar un camino para el reencuentro. Pero si eso no ocurre, alguien perderá: o España o los catalanistas. La gobernabilidad no está asegurada.

La gobernabilidad de la Cámara chilena tampoco ha quedado asegurada. Por el contrario, basta que el primer vicepresidente se sienta traicionado -como suele ocurrirle- para que la estantería se desmorone. Con él no se ha conseguido un consenso, como añoran muchos nostálgicos de los 2000, sino un negocio, un trato personal y personalizado, a medida.

A estas alturas, esta fragilidad tampoco es atribuible a una única persona, por eléctrico que sea su currículo. Es un sistema, que ha hecho a los parlamentarios propietarios de un bien que no es personal, que es de los electores. Todo sistema democrático afronta el problema de dónde termina la delegación de poder y empieza la interpretación del representante. Pero la apropiación para fines personales está en el borde donde se derrumba la democracia. Al poner un límite a las reelecciones, el Congreso creyó asegurarse su renovación, sin ver -para variar- que mientras cerraba la puerta a los políticos profesionales, la abría para el transfuguismo y para la construcción de trayectorias zigzagueantes, que pueden aprovechar todos los espacios luego de agotar sus períodos: alcaldes, gobernadores, concejales, funcionarios, asesores, en fin: se puede pasar una vida a salto de mata.

El empate político entre una izquierda polarizada y una derecha polarizada es un problema para la construcción de acuerdos, por supuesto. Pero es un problema que no se supera con los tratos oportunistas, que amenazan con profundizarlo. Nadie vive mejor con la polarización que el oportunismo.

Cuesta encontrar a quien crea que el Congreso se pueda hacer cargo de una reforma que afectaría a sus miembros actuales, aunque pueda beneficiar al país. Esto es parte del descrédito que lo tiene en el suelo de la evaluación de instituciones: mucha gente cree que a los parlamentarios ni siquiera les importa ser mal calificados, ni tampoco les importa si sirven o no al país. Esta opinión es enormemente injusta con la mayoría de los diputados y senadores. La justifican sólo unos pocos.

Algún día alguien se atreverá.

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