Columna de Ascanio Cavallo: La democracia en América



América Latina ha vuelto a ser un páramo. La segunda (o tercera, o cuarta) “ola rosa” no ha tenido ni la unidad, ni la coherencia, ni la fuerza que en un comienzo se le daba por supuesta. A pesar de ganar el poder mediante métodos democráticos, ninguno de sus líderes ha conseguido el copamiento “por dentro” de las instituciones del Estado, como lo hizo Hugo Chávez en Venezuela. Ese método, conducido a la distancia por Fidel Castro, tuvo su éxito en Venezuela y Nicaragua, y después ha fallado, entre otras cosas, porque sus contradictores descubrieron el truco. La “larga marcha por las instituciones”, según la expresión de Rudi “El Rojo” Dutschke (una paráfrasis de la revolución de Mao), ha sido de todo, menos victoriosa.

La experiencia más radical, la de Perú, se desplomó antes de despegar, acaso por su mezcla incompatible de radicalismo con ingenuidad; la Presidenta Dina Boluarte, resistente como sólo lo puede ser un presidente peruano, parece tener muy claro que el Congreso (que cesa en funciones junto con la presidencia) no se suicidará sólo por deshacerse de ella. Ecuador, al filo del desbordamiento del Estado por el crimen organizado, ha debido concentrarse en su propia seguridad, sin ningún espacio para experimentos. Ha sido el primer caso en que las grandes bandas intentaron amplificar sus oportunidades de inversión derrotando al Estado. En Bolivia, el antiguo símbolo de la pureza altiplánica, Evo Morales, se encuentra enfrascado en una antiestética lucha por el control de su propio partido con su exministro y actual presidente, Luis Arce, lujo que los políticos se pueden dar cuando la oposición brilla por ausencia.

Lula, que en su vida anterior quiso ser una especie de nuevo Bolívar, ha decidido que América ya le interesa poco. (La semana pasada suspendió su viaje a Chile con un motivo excelente -las inundaciones en Rio Grande do Sul-, pero en el mundo diplomático pocos creen que realmente tuviese gran interés en pasar unos días en Santiago). El presidente brasileño se sienta entre los jugadores grandes, los BRICS, y parece haber decidido que esa será su verdadera contribución a la historia de Brasil. Por lo demás, ya está libre de la tradicional competencia de México, gracias al estilo autárquico de AMLO, que no parece interesado en mucho más que mantener su hegemonía en América Central y entregar el mando a su candidata para las elecciones de dos semanas más.

A Gustavo Petro, en Colombia, le quedan aún dos años. En cierto sentido, es la figura más recargada de Sudamérica, como ya lo mostró su imaginación para establecer alianzas sin límites con tal de alcanzar el poder, y la que está llevando más lejos su influencia en la política exterior del subcontinente, como ha sido visible en el caso del Presidente Boric y sus asesores más cercanos, aunque no todas sus propuestas encuentren el momento y la disposición precisos.

Y está, por fin, la rara avis regional, el Presidente argentino Javier Milei, que desalojó a uno de los “cuatro amigos”, Alberto Fernández, y enfrenta una economía descalabrada. Milei puede parecer otro costado del excepcionalismo argentino, pero en realidad es un desafío mayúsculo. Desde luego, ya resulta sorprendente que haya soportado cinco meses de gestión con escasas perturbaciones, en un país cuyos grupos de interés callejeros suelen medir a los gobernantes antes de los cien días. Siempre se puede decir que el potencial de Argentina lo permite todo, pero lo cierto es que el último cuarto de siglo sólo ha batido marcas ruinosas y es probable que su historia tenga que incluirlo entre los períodos sombríos de la nación. También se puede decir que Milei tiene el camino más nítido -basta con que haga todo lo contrario de los Kirchner-Fernández-, sólo que si tiene algún éxito, pondrá patas arriba la política de todos estos países. No es que vaya a implicar un ascenso de la derecha “dura” -las cosas nunca son tan simples-, sino más bien que podría significar el descrédito de las políticas que el kirchnerismo trató de convertir en las verdades autoevidentes del progresismo regional (y que este, todo hay que decirlo, aceptó con los dientes apretados mientras contemplaba el empobrecimiento de los argentinos como si se tratase de un costo hundido).

Mientras el alejamiento de Brasil y Argentina garantiza que el Mercosur seguirá siendo el cadáver insepulto que ha sido desde su origen, los enfoques particulares de sus cuatro gobiernos aniquilaron la más exitosa iniciativa subregional, la Alianza del Pacífico. De Unasur y Prosur, ¿alguien se acuerda? Así que, no por primera vez: cada uno por su cuenta.

A pesar de eso, todos estos gobiernos serán sometidos a una áspera prueba de integridad democrática en julio próximo, cuando Nicolás Maduro realice las presidenciales que no ha pensado en perder, como lo muestra el tarjetón electoral en que su cara sonriente aparece 13 veces, versus tres de su principal contrincante. Ya hay suficientes señales de que se trata de una elección que está por debajo de los estándares democráticos (dirigentes proscritos o presos, prensa amenazada, uso del aparato del Estado, movilización parapolicial) y hasta ahora los gobiernos han guardado silencio, como cruzando los dedos para que las cosas no empeoren. Pero algo tendrán que decir el lunes 29 de julio.

Maduro será el telonero de la lucha de fondo, la que enfrentará al Presidente en funciones Joe Biden con el ahora retador Donald Trump, una inversión de los términos en que se dio la misma elección en el 2020. Las elecciones de Estados Unidos conciernen a todo el mundo, pero los términos de aguda polarización en que se están desenvolviendo son otro síntoma para América Latina, a pesar de que Biden haya mostrado por la región un interés limitado, y Trump, ninguno. A fines de año, el mapa será otra vez nuevo.

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