Columna de Ascanio Cavallo: La guerra y la paz

Presidente Gabriel Boric. Foto: Aton

Es llamativo que un gobierno en el que convergen todas las izquierdas del país -posiblemente un fragmento ya se ha desgajado por el lado más izquierdo- exprese tan poco acerca de cuáles son, a su juicio, las verdaderas urgencias de la sociedad.



Escribe el filósofo Rüdiger Safranski: “La cultura puede lanzarse en busca de lo trágico, del sufrimiento más intenso; la política debe, por el contrario, partir del principio de eliminación o atenuación del dolor; en la cultura a menudo entra en escena el deseo de violencia; en política, la violencia debe ser evacuada; la cultura no aspira a la paz, sino a la pasión, por el contrario, para la política la paz es un deber; la cultura anhela amor y salvación, la política se preocupa, en cambio, por la justicia y el bienestar”. (¿Cuánta verdad necesita el hombre? Tusquets, 2023).

Es difícil encontrar una definición más precisa -o más actual- de los dos mundos en que viven las personas en sociedad. Safranski no pide renunciar a ninguno de ellos. Lo que pide es tener conciencia de su diferencia, “sentir la intensidad de la vida sin renunciar a la arriesgada empresa de vivir en sociedad”. La confusión entre estos mundos lleva siglos, ha fundado algún aparato ideológico y ha sido usual que afecte a las generaciones más jóvenes, normalmente impacientes por construir el cielo en la tierra.

La paradoja es que la pasión cultural a menudo no es la que está más cerca de la tierra. Tal como la definen sus promotores, la “guerra cultural” se libra en el campo de los valores y las creencias, ese espacio que Ortega y Gasset consideraba el menos dúctil, el más irreductible. Un cientista político europeo ironizó una vez que el significado final de la guerra cultural es que “los demás deben estar en otra parte”. Quizás por eso ha sido muy a menudo una idea favorita de élites semicultas, con ciertos bordes místicos.

Su centro no está en los más pedestres problemas de la pobreza, la delincuencia o la salud pública. De esto último se tiene que hacer cargo la política, y quizás por eso la política adquiere con tanta frecuencia ese aspecto gris y antiépico, dominado por la negociación y el triunfo a medias, si es que lo hay. Dos mundos, dos estilos, dos tipos de objetivos.

La indistinción ha sido una clave -si no la principal- de la situación del gobierno de Gabriel Boric y del propio Presidente, como lo mostró con tanta nitidez la cuenta pública del sábado pasado. No se trata de dos almas políticas (que también pueden existir), sino de dos esferas cognoscitivas, sobre las cuales ha habido escasa reflexión y menos realismo. Hay dirigentes de los partidos oficialistas que creen estar librando una cruzada anticonservadora, aunque en la mayoría de los casos se trata de parlamentarios o funcionarios a los que no les toca gobernar, sino solamente aplaudir o taimarse. No es algo muy singular: todo gobierno debe convivir con estas barras blandas.

La verdadera barra está afuera, en el público. Y si se miran las encuestas, lo que está empezando a definir el juicio sobre el gobierno es la bajísima o nula credibilidad. La muestra de Cadem indicó una brecha altamente insidiosa: en 11 de los principales anuncios de la cuenta pública, una mayoría opinó que no se cumplirán. No que vayan a ser resistidos por la oposición, que fallen en el Congreso o que los hunda alguna desgracia: simplemente, que no se cumplirán. Es posible que, si se analiza uno por uno, la gente culpe a tal o cual bando, pero cuando es una creencia generalizada que nada se cumplirá, quien tiene el problema es el gobierno, nadie más.

Muchos factores pueden incidir en este juicio, al punto de que tal vez haya que considerar exitosa la insistencia de la oposición en que el Presidente cambia de opinión o miente, un tipo de campaña que suele ser inútil cuando choca con la popularidad del aludido. De seguro, hay también otros factores. Pero no se debería desdeñar la posibilidad de que el público intuya que la brecha cognoscitiva, la competencia de dos esferas incompatibles, sea al final el gran obstáculo en la eficacia del gobierno.

Porque es llamativo que un gobierno en el que convergen todas las izquierdas del país -posiblemente un fragmento ya se ha desgajado por el lado más izquierdo- exprese tan poco acerca de cuáles son, a su juicio, las verdaderas urgencias de la sociedad; que lo único que tenga para decir sobre la educación superior sea que quiere condonar el CAE, los créditos adquiridos por su propia generación, y que no pueda articular un retrato sobre el futuro que imagina para el país, digamos, el país que continuará existiendo después de las elecciones de octubre.

Quizás sea un consuelo el hecho de que tampoco la oposición está haciendo nada de esto y, en cambio, lleve semanas disputando las pequeñas parcelitas de poder con las cuales sus figuras se aseguran escaños, sueldos y prebendas, viviendo en la cara oculta del Estado. Si es un consuelo, es un pobre consuelo.

Entretanto, el problema imperioso de Chile se puede resumir en tres líneas difícilmente refutables: la pobreza está creciendo, con todos sus furúnculos asociados, y las nuevas generaciones de jóvenes pobres enfrentan un futuro cada vez más clausurado. Para ellos, la guerra cultural ha de ser un lujo ajeno.

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