Columna de Ascanio Cavallo: Siete costillas del CAE

CAE

En las condiciones de Chile, la gratuidad universitaria universal es inviable. Excepto en algunos países nórdicos, es un beneficio que ha ido en retroceso, no sólo porque significa dar más privilegios a un grupo de interés, sino porque también ofrece señales equívocas a las familias.



Una frase casi accidental del ministro de Hacienda convirtió al CAE en una de las expectativas principales respecto de la cuenta pública anual del Presidente, que, como era de suponer, no adelantó mucho más que la presentación de un proyecto en septiembre próximo.

Y debió ser casi accidental, porque no hay quién ignore que será muy difícil encontrar una solución que no deje descontentos a muchos, ya por razones de justicia, ya por imperativos morales. La única forma de mitigar ese efecto es que exista un amplio acuerdo técnico-político, una tarea a la que ha estado dedicado, con una intensidad que quizás no soñó, el subsecretario Víctor Orellana.

Tal vez suene demasiado ambicioso plantearlo de esta forma, pero un acuerdo fuerte podría ser el que incluyera al menos una visión sobre el conjunto de la educación de tercer nivel, o de sus problemas principales:

1) El CAE no es susceptible del tipo de condonación que han promovido los propios estudiantes desde hace una década. A la fecha, acumula más de 11 mil millones de dólares de deuda, una cifra que el Estado sólo podría pagar, por ejemplo, dejando de financiar a todo el resto de la educación. Unos 10 mil millones de dólares más ya fueron pagados por personas que liquidaron su deuda o están cumpliendo con ella. Después de las promesas de campaña del actual gobierno, los morosos han aumentado en forma acelerada, pero eso es menos extraño que el hecho de que haya gente que sigue pagando. Es un detalle que habla bien de la respuesta de al menos una parte de los deudores al dato más macizo: hace casi dos décadas que Chile -Estado y privados- destina a su educación superior casi el doble del promedio OCDE, ese talismán de las comparaciones. La sociedad chilena ha hecho un esfuerzo enorme, titánico, para satisfacer el viejo sueño de los hijos universitarios.

2) Un nuevo sistema de financiamiento será, inevitablemente, con una parte de esfuerzo privado, se llame “autopréstamo”, “impuesto profesional” o cualquier otro eufemismo destinado a eludir la palabra deuda. Es bastante probable que, cualquiera sea la fórmula, haya estudiantes que terminen pagando más de lo que costaron sus estudios, como ocurre con el CAE.

3) En las condiciones de Chile, la gratuidad universitaria universal es inviable. Excepto en algunos países nórdicos, es un beneficio que ha ido en retroceso, no sólo porque significa dar más privilegios a un grupo de interés, sino porque también ofrece señales equívocas a las familias. Uno de los misterios que sería útil resolver es por qué unos cien mil estudiantes chilenos que calificarían para acogerse a gratuidad optan cada año por universidades que no están adscritas a ella. Hoy, la gratuidad selectiva (o calificada) significa que el Estado paga a las instituciones educativas un arancel de referencia. Este arancel suele estar por debajo del costo real de las carreras, excepto en el caso de las que alcanzan el título de “excelencia” y que deben hacer arduos equilibrios para que su componente distintivo, la investigación, no les resulte más cara que su arancel aumentado. El pago de referencia, en cambio, se acomoda de modo razonable a los costos de los institutos profesionales y los centros de formación técnica, que han pasado a tener vidas con menos sobresaltos.

4) Los IP y CFT concentran hoy casi la mitad de la matrícula de educación terciaria. Silenciosamente, el mercado ha hecho su trabajo, a pesar de que estas instituciones sufrieron años de maltrato, no sólo del Estado, sino también de los desdeñosos estudiantes universitarios.

5) La “universidad para todos”, el eslogan nacido en los 60, tampoco es hoy mucho más que una idea antigua. Muchas carreras no recompensan el esfuerzo financiero cuando sus egresados entran a trabajar. O el empleo es escaso, o los sueldos están por debajo de lo esperado. Y algo más: en no pocos casos, la masificación ha significado fuertes caídas en la calidad formativa (como viene advirtiendo el historiador Alfredo Jocelyn-Holt), con lo que los egresados quedan condenados a la parte inferior de los profesionales de su mismo tipo. No hay duda de que un egresado de educación terciaria tiene mejores ingresos que uno que sólo llegó a la enseñanza secundaria, pero la universidad ya no brinda esa garantía por sí sola.

6) La empleabilidad no puede ser un criterio académico dominante, pero tampoco puede estar totalmente ausente, sobre todo cuando el desarrollo tecnológico amenaza con dejar obsoletas muchas opciones. Los apóstoles de la planificación central desearían quizás que el Estado designase qué y cómo hay que estudiar, pero ese sería el final de la autonomía universitaria, que en Chile ya está bastante a mal traer por el entramado de burocracia más regulaciones.

7) Por último, está el problema de las universidades, estatales o privadas, que atraviesan severas crisis de endeudamiento. Por su tamaño o por su tradición, el Estado no las puede dejar caer y tampoco se puede hacer cargo de sus deudas. El instrumento que tiene es la Superintendencia de Educación Superior, que, hasta donde se sabe, cumple su tarea. El problema es ese: ¿Hasta dónde se sabe? Casi no hay un sector más opaco que las universidades en administración financiera.

Puesto en este marco, el problema del CAE pierde algo de ese halo de moralidad y de justicia que tan rápido lo infecta.

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