Columna de Daniel Matamala: Cómo combatir a un criminal

Benjamin Netanyahu


Benjamin Netanyahu es un criminal de guerra.

Y esa no es simplemente la opinión de este columnista. Es la declaración del fiscal jefe de la Corte Penal Internacional (CPI). Según Karim Khan, el primer ministro israelí, su ministro de Defensa, y tres jerarcas del movimiento Hamás, han cometido crímenes de guerra y contra la humanidad.

Si un panel de jueces de la CPI confirma la resolución, estos cinco sujetos se convertirán en parias internacionales. Deberían ser arrestados si viajan a cualquiera de los 124 miembros de la CPI, que incluyen a Chile y a la mayoría de las democracias del mundo (una importante excepción: Estados Unidos).

Según Khan, es criminal matar a cerca de 35 mil personas en Gaza, y “causar intencionadamente la muerte, inanición, grandes sufrimientos y lesiones graves a la integridad física o la salud de la población civil”. También lo es provocar “un dolor insondable mediante una crueldad calculada y una insensibilidad extrema” a 1.200 civiles israelíes asesinados en los ataques de Hamas, además de a cientos de rehenes.

La resolución, por cierto, fue rechazada por los aludidos. Netanyahu deploró “la comparación entre el Israel democrático y los asesinos en masa de Hamás”. Hamás declaró que el fiscal “equipara a la víctima con el verdugo”.

Son el tipo de mentiras que se cuentan en esta guerra. La forma de gobierno de Israel no descarta que ese régimen haya cometido crímenes de guerra (como atestigua la historia de países como Estados Unidos, no es la primera democracia en cometerlos). Y los líderes de Hamás confunden: ellos son los verdugos. Los niños, mujeres y hombres de Gaza son las víctimas.

El criminal respondió con más violencia. Días después de la resolución del fiscal, misiles israelíes atacaron un campamento de refugiados en Tal Al-Sultan, la zona que el propio ejército israelí había designado como área humanitaria.

Los palestinos primero fueron intimados a abandonar sus hogares en el norte de Gaza y escapar a Rafah, en el sur. Luego, cuando Israel extendió su ofensiva a Rafah, se les ordenó instalarse en Tal Al-Sultan. Allí fueron asesinados.

Ante tamaña barbarie, millones de personas de buena voluntad se preguntan qué hacer. Las campañas de solidaridad con el pueblo palestino florecen en todo el mundo, y también en Chile.

Estudiantes protagonizan protestas exigiendo romper vínculos con universidades israelíes. La FEUC señala que “la universidad no puede, por sus valores, seguir teniendo estos convenios”. La FECH exige cortar relaciones “con universidades israelíes, con instituciones sionistas, que hacen que nuestra formación profesional esté manchada con sangre”. Y estudiantes del Pedagógico acusan a la UMCE de “complicidad con el Estado ilegítimo e infanticida de Israel” por mantener un convenio con una universidad israelí.

Las protestas ya han tenido eco. Tras un “encuentro abierto entre estudiantes y académicos”, la USACH suspendió dos convenios con instituciones israelíes. La Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile tomó una medida similar.

Pero estas acciones confunden a justos con pecadores, y empujan falsas equivalencias que sólo exacerban el conflicto.

Para entender por qué, hay que comprender lo que ha pasado en este último año en Israel. Y no confundir al régimen de Netanyahu con la sociedad israelí, ni menos con la comunidad judía.

Netanyahu no está librando esta guerra de exterminio por su país. Lo está haciendo para salvarse a sí mismo.

El 7 de octubre de 2023, cuando Hamás atacó Israel, Netanyahu estaba a punto de caer. La justicia lo había imputado en tres casos de corrupción. En respuesta, Netanyahu había lanzado un paquete de reformas que le permitiría controlar la Corte Suprema y frenar los juicios en su contra.

Los proyectos provocaron la indignación de la ciudadanía, que se volcó a las calles para exigir su renuncia. Miles de militares, incluyendo a cerca de 500 pilotos de guerra, firmaron una carta anunciando su renuncia a las Fuerzas Armadas si Netanyahu no daba pie atrás.

Entonces llegaron los ataques, y Netanyahu se aferró a la guerra como su oportunidad para mantenerse en el poder y lograr impunidad. De hecho, logró suspender los juicios en su contra por algunos meses.

Tras ocho meses de barbarie en Gaza, la comunidad internacional está cerrando el cerco en su contra, e incluso Estados Unidos lo presiona para lograr una tregua. Pero los socios extremistas de su coalición de ultraderecha lo amenazan con provocar la caída del gobierno si detiene la ofensiva.

Netanyahu no quiere elecciones, porque teme perderlas. Sabe que la sociedad israelí está profundamente dividida sobre su liderazgo, y sobre los ataques contra Gaza. En abril, las masivas protestas en su contra se reanudaron: ahora exigen la renuncia del criminal y el fin de la masacre.

Entre quienes protestan hay rabinos, soldados reservistas, familiares de los rehenes, y estudiantes, profesores y trabajadores de esas mismas universidades que algunos exigen boicotear.

“La Academia en Israel está empujando por la paz, quizás más que cualquier otro segmento de la comunidad israelí”, dice Ran Barkai, profesor de la Universidad de Tel Aviv, que tiene un convenio con la Universidad Católica. “Cortar relaciones con las universidades solo daña las opciones de lograr la paz”.

Otro ejemplo: en la Universidad Ben Gurion, en que el 13% del estudiantado es palestino, las autoridades han permitido manifestaciones pro-palestinas, pese a las quejas de los partidarios de Netanyahu que tratan de “traidores” a los académicos.

Peor aun es boicotear a personas por su nacionalidad, origen o religión.

Esta semana, la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile suspendió una presentación del prestigioso director de orquesta argentino – israelí Yeruham Scharovsky “para resguardar la seguridad”, debido a la “tensión global”. Es, no cabe duda, una pésima señal de la Universidad de Chile. Las instituciones, y muy especialmente aquellas del mundo del conocimiento, la ciencia y la cultura, deben tender puentes de diálogo, no cortarlos.

Tratar a toda la sociedad israelí como cómplice de Netanyahu no sólo es injusto; también es contraproducente, ya que debilita a sus opositores. A esos millones en su país, y también en sus universidades, que están exigiendo que la guerra pare, y que el criminal deje el poder y se siente en el banquillo de los acusados.

Así se combate a un criminal. Junto a todos -todos- los que piden paz y justicia, sin importar cuál sea su religión o nacionalidad.

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