Columna de Daniel Matamala: Facho pobre

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“Son tremendamente individualistas y con poca conciencia de clase. Lo único que buscan es más plata en el bolsillo, como los bonos de término de conflicto”, dijo el alcalde de Recoleta, Daniel Jadue. Y así explicó el 13% obtenido por el candidato del Partido de la Gente: “Parisi ofrecía poner más plata en el bolsillo de cada uno”.

Hay ambivalencia de parte del PC ante la candidatura de Boric, egos lastimados y heridas de campaña, pero el argumento usado por Jadue revela algo más profundo: la dificultad que sigue teniendo un sector de la izquierda para aceptar las decisiones de los ciudadanos cuando estas no le favorecen.

Es que no es fácil sentirse representante del pueblo y ver cómo ese pueblo se resiste a dejarse representar.

Según Marx, el proletariado, alienado por los modos de producción de la sociedad capitalista, se identifica con la ideología de la clase dominante y actúa contra sus propios intereses. De ahí sale la expresión que usó Jadue: falta de “conciencia de clase”.

Todo eso se resolvería mediante la revolución proletaria. “En la lucha, esta masa se reúne, constituyéndose en clase para sí misma”, profetizaba Marx. Pero como la revolución demoraba más de la cuenta, Lenin decidió apurar el paso. Sería un partido revolucionario de vanguardia el encargado de enseñar el camino a unas masas incapaces de verlo con sus propios ojos.

Así nacería el “hombre nuevo”. Para León Trotski, “la especie humana, el perezoso Homo sapiens, ingresará otra vez en la etapa de la reconstrucción radical (…). El hombre logrará su meta para crear un tipo sociobiológico superior, un superhombre”. Así, “bajo el comunismo un hombre medio podría llegar a ser un Marx, un Aristóteles o un Goethe, y por encima de tales picos, cumbres aún mayores”.

Para Herbert Marcuse, el socialismo “presupone un tipo de hombre con diferente sensibilidad y conciencia: hombres que hablarían un idioma diferente, tendrían diferentes gestos, seguirían diferentes impulsos; hombres que han desarrollado una barrera instintiva contra la crueldad, la brutalidad y la fealdad”.

En Chile, la revista Ramona, del PC, destacaba que “el hombre nuevo del socialismo será aquel que haya desterrado la competencia de su trabajo por la armonía, cooperación y solidaridad, y conseguido una superior elevación moral y una mayor elevación y diversificación espiritual, un mayor desarrollo y perfección física”.

A ese futuro esplendor se oponía el prosaico presente de unas masas alienadas por la religión (“el opio del pueblo”), el entreguismo y los “yanaconas”, traidores que trabajaban contra los intereses de su propio pueblo.

Esta superioridad moral no es exclusiva del marxismo. Aparece también bajo distintos disfraces en el progresismo contemporáneo. La cultura “woke” diferencia a quienes ya “despertaron” para ser conscientes de temas como el racismo, el feminismo, la discriminación o el cambio a climático, frente quienes aún “duermen”.

En su campaña de 2016, Hillary Clinton dijo que “podrías poner a la mitad de los partidarios de Trump en lo que yo llamo la cesta de deplorables. Son racistas, sexistas, homofóbicos, xenófobos, islamofóbicos, lo que sea”.

Sus palabras fueron la mejor campaña para Trump. Las poleras con la frase “Yo soy un deplorable” se vendieron por miles en sus mítines de campaña.

El equivalente chileno es el insulto de “facho pobre”, dirigido contra quienes toman posturas políticas que “no les corresponden” por su origen social, y que cobró especial fuerza tras el triunfo de Sebastián Piñera en 2017. El entonces diputado Hugo Gutiérrez consideró “vergonzoso” que hubiera “pobres votando por la derecha facha” y citó una frase atribuida a Facundo Cabral: “Mi abuelo era un hombre muy valiente, solo les tenía miedo a los idiotas. Le pregunté por qué, y me respondió porque son muchos y al ser mayoría eligen hasta al presidente”.

El escritor Óscar Contardo lo define como “una especie de roteo de izquierda”. Para el antropólogo Pablo Ortúzar, “facho pobre declara la sensación de superioridad moral e intelectual de quien lo emite”. “La izquierda les dio la espalda a los pobres y ellos buscaron ser representados por Le Pen, Trump o Boris Johnson”, explica Contardo. “La reacción, entonces, es desdeñarlo y no preguntarse qué han hecho mal”.

Claro, es más fácil fachopobrear a los votantes de Kast o Parisi, que entender el impacto electoral de las diferencias culturales, y del desdén progresista por temas como la inmigración, la delincuencia o la violencia.

Aquí se replica un elitismo que no es patrimonio sólo de la derecha política. Uno de los lastres de la campaña de Boric en primera vuelta fue la uniformidad de su equipo, con grupos de amigos de la universidad que piensan parecido, hablan igual, se mueven en los mismos círculos y gustan de los mismos anteojos de colores. Una burbuja que les impidió comprender lo profundo de su brecha cultural con las provincias del sur, donde arrasó Kast, o con las ciudades mineras del norte, donde se impuso Parisi. De hecho, ambos candidatos ganaron en 21 de las 25 comunas con mayor pobreza multidimensional del país. Kast venció en 17 (11 de ellas en La Araucanía), y Parisi en cuatro del norte, incluyendo la más pobre de todas: General Lagos.

Boric, en cambio, lideró en todas las comunas populares y de clase media del Gran Santiago (sólo perdió en el barrio alto), demostrando que esta vez el eje capital- periferia fue más importante que el de ricos- pobres.

Tanto el candidato como su nueva jefa de campaña, Izkia Siches, se alejaron de las palabras de Jadue (“nuestro rol es convocar, no juzgar”). “No es momento de ningunear al pueblo”, coincidió la alcaldesa de Viña del Mar, Macarena Ripamonti. Y el propio Jadue reconoció que “lo que dije fue un error”.

Error o no, lo que hizo Jadue fue ningunear a 900 mil votantes claves para la segunda vuelta, y desplegar su frustración por tener que lidiar con simples seres humanos, y no con los soñados “hombres nuevos”. Un fachopobreo de manual, en el peor momento imaginable.

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