Columna de Daniel Matamala: ¡Hijos míos!

Manifestación en Plaza Italia.


Esta semana supimos que la desigualdad en Chile es aún más grave de lo que suponíamos. Mientras, los mismos políticos que se llenan la boca hablando de equidad, celebraban un proyecto que hará de Chile un país aun más segregado.

Fue la semana en que la izquierda chilena se lanzó a los brazos de Milton Friedman, para ser acunada en el regazo del más ortodoxo neoliberalismo.

Partamos por los datos. La World Inequality Database, liderada por el economista francés Thomas Piketty, actualizó su información mundial, que usa una serie de aproximaciones e imputaciones para superar las limitaciones de encuestas tipo Casen. Los resultados cuestionan al menos dos datos que suelen repetirse en Chile: que nuestra desigualdad no es peor que la del resto de América Latina, y que ha ido disminuyendo con los años.

Ocurre que la encuesta Casen no captura el verdadero ingreso de los más ricos. Otro reciente estudio, del exdirector del SII Michel Jorratt, estima que Chile pierde 4,5 puntos del PIB (más que todo el presupuesto de educación) en evasión y elusión de rentas del capital.

Piketty y su equipo calculan que la tajada del 1% más rico ha crecido del 26,5% en 2000 al 27,8% en 2017. Eso nos pone, empatados con México, como los campeones de la desigualdad en el hemisferio occidental. A nivel mundial somos terceros, sólo detrás de la República Centroafricana y Mozambique, donde el 1% más rico se lleva el 30,9% del ingreso.

Si consideramos la porción del 10% más rico, también somos los más desiguales de América, con 60,2%, superados en el mundo sólo por cinco países africanos: Sudáfrica, República Centroafricana, Mozambique, Namibia y Zambia, y con una desigualdad al alza también en este parámetro.

Por cierto, estos datos, antes de impuestos, son aproximaciones imperfectas, y no todos los países tienen información suficiente para incluirlos. Pero la cifra de Chile sigue siendo impactante, sobre todo si nos comparamos con países que tienen un PIB per cápita similar al nuestro: Uruguay, en que el 1% se lleva 16,9% del ingreso, Bulgaria (18,3%), Kazajistán (12,7%) o Malasia (14,6%).

Somos una extraña anomalía. Ningún país de nuestro nivel de desarrollo, ni en América, ni en Asia, ni en Europa, se acerca siquiera a nuestra brutal concentración.

De ninguno de estos datos acusaron recibo nuestros parlamentarios. Los honorables estaban demasiado ocupados escribiendo un lienzo en que exigían que el segundo retiro de los fondos de pensiones fuera “sin letra chica”. Presurosos, parlamentarios de izquierda corrieron con él en mano para festejar en el hemiciclo. Con contadísimas excepciones, la izquierda comunista, frenteamplista, humanista, socialista y pepedé votó en bloque.

¿Cuál era esa nefasta “letra chica” que nuestros justicieros sociales lograron evitar? Que los más ricos pagaran impuestos por ese retiro.

Al rechazarla, los diputados entregan, sumando ambos retiros, un regalo tributario de cerca de tres millones 200 mil pesos a los gerentes generales o directores de grandes empresas, o a los propios parlamentarios que saquen su dinero de la AFP.

La izquierda chilena convierte su discurso en una farsa. Como es incapaz de traducir las demandas ciudadanas en un programa responsable y coherente para construir un país más justo, en cambio hace demagogia subiéndose a cualquier carro que parezca popular. Los retiros son una droga dura para los políticos. El primero inyectó 18 mil millones de dólares a los bolsillos de los chilenos, estimuló la economía y generó un fugaz momento de conexión entre los parlamentarios y la gente.

Pero ese momento pasó, a los políticos les atacó el síndrome de abstinencia y, con él, la solución del adicto: una segunda dosis. El proyecto para un tercer retiro ya está listo, pero los beneficiados serán cada vez menos, y cada vez más concentrados en los grupos de altos ingresos: cuatro millones de chilenos ya no tendrán un peso que sacar.

Con cada nueva dosis, la satisfacción de los likes en redes sociales es menor y más breve, y el rebote del síndrome de abstinencia, peor.

Y la resaca será espantosa: un sistema previsional que ya estaba desfinanciado ahora tendrá unos 30 mil millones de dólares menos. ¿Cómo vamos a recaudar esa gigantesca cifra?

Entre la adicción a la demagogia y el sueño de algunos de derribar el sistema previsional, se han tragado una dosis de neoliberalismo antiimpuestos que ni los más ortodoxos seguidores de Friedman hubieran soñado. Algunos argumentan que “estas son platas que ya tributaron”, como dijo el diputado DC Gabriel Silber. Falso, las cotizaciones que van a la AFP están exentas.

La exministra y candidata a gobernadora PPD Helia Molina se pregunta: “¿Por qué van a pagar impuestos (…) si son dineros que pertenecen a cada uno?”, un razonamiento con el cual habría que eliminar el impuesto a la renta y olvidar todo intento por corregir esos datos que nos muestran, junto a la República Centroafricana y Mozambique, en el podio mundial de la desigualdad.

Intoxicados por la droga dura de la demagogia, creen hacer la revolución cuando en verdad llevan los principios neoliberales al extremo: que el Estado se haga a un lado, que nadie pague tributos y que cada uno se rasque con sus propias uñas.

“Estoy a favor de eliminar impuestos bajo cualquier circunstancia y con cualquier excusa, por cualquier razón, cada vez que sea posible”, repetía Milton Friedman.

Si estuviera vivo para ver a estos izquierdistas de Twitter, a estos revolucionarios del like, a estos guerrilleros del AmongUs, Friedman podría exclamar, con una sonrisa de oreja a oreja: “¡Hijos míos!”.

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