Columna de Héctor Soto: Preguntas y dudas

Robert de Niro en el rol de Travis Bickle, en Taxi Driver (1976), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes.


JUNTEN BRONCA. El esquema básico de las películas de venganza envuelve siempre una exhortación al público a juntar bronca, odio y mala leche durante el desarrollo de la historia, para que al final, en un desenlace de ribetes tal vez apocalípticos, sobrevenga una exposición de violencia que restablezca el orden del mundo y, dentro de la película, opere como catarsis liberadora de la angustia y el dolor generados por la ofensa inicial. Ese agravio puede ser el secuestro de un familiar, la muerte de un hijo, el bullying al que fue sometida una chica, la falsa imputación de un crimen, el abuso de poder de un matón, la canallada de un mafioso o un pedófilo. Siempre es lo mismo: junten rabia, la justicia (poética, material o leguleya) ya vendrá. Así funciona el asunto, desde El vengador anónimo, con Charles Bronson, a la coreana Old Boy, desde Carrie a Perros de paja, desde Los imperdonables a Prisioneros, la cinta de Dennis Villeneuve, por dar algunos títulos. Siendo la estructura que el cine barato de acción ha estrujado hasta más allá de la decencia y el buen gusto, también ha sido el caballo de batalla de no pocas obras maestras: Más corazón que odio, Taxi Driver, Mystic River. Y aunque el punto de arranque pueda ser el mismo, cuando hay una artista detrás vaya que se nota la diferencia. En Más corazón que odio, por ejemplo, John Ford concibió un protagonista del Viejo Oeste que está desequilibrado y herido: luchó por el lado de la Confederación, tuvo que reprimir su amor por una mujer que se terminó casando con su hermano y ahora se entera de que su sobrina fue secuestrada por los comanches. El personaje de Taxi Driver también está fuera de sí. Odia NY, odia a los negros, odia la gradual descomposición de la ciudad y se obsesiona con una menor que esta siendo explotada en los circuitos de prostitución de la antigua Calle 42. Uno y otro salen al rescate. Ninguno de los dos tiene la contextura del nice guy. Ambos caminan por la cornisa de la psicopatía y la alienación. Ford detuvo a su personaje a tiempo, porque encuentra la chica y logra matar al indio que la tenía a su lado. Scorsese en Taxi Driver no lo controla tanto y el tipo, después de salvar a la chica, protagoniza una masacre de ribetes bíblicos. Ese sería el final feliz en una pinche película de acción. Pero aquí es distinto. El demencial taxista recibe un premio de la alcaldía de la ciudad por su coraje. Y nos vamos entonces para la casa con una sensación tan rara como perturbadora. La orgía de sangre ha sido abiertamente excesiva. Y lo es, entre otras cosas, porque fue obra de un loco. Pero ¿no lo serán también las autoridades y nuestro mundo al condecorarlo? Nos quedamos con esa duda incómoda: ¿No estaremos todos locos? Trabajando con los mismos insumos, hay cineastas que hacen basura y otros, en cambio, gran arte.

¿LA GUERRA ES BELLA? El mismo amigo que me recomendó la espléndida edición de la Ilíada de Blackie Books me comenta que quedó atravesado luego de leer una excelente nota complementaria de esta edición, del poema homérico, escrita por Alessandro Baricco. Para Baricco, la Ilíada es “un monumento a la guerra”, a la guerra de Troya, el mito fundacional de Grecia, y mi amigo no puede menos que estar de acuerdo. Pero en lo que no puede estarlo es en que, como escribe el autor de Seda, “la guerra es bella”. ¿Cómo va a ser bella -me dice indignado mi amigo- si siempre es una experiencia de dolor, destrucción, muerte y que saca a flote lo peor de los seres humanos? Tiene razón: la historia lo acompaña. Lo que es bello -me dice- no es la guerra, sino la forma en que Homero la cuenta. Es una observación, sin duda, inteligente y me quedo muy tranquilo por un rato. Pero solo por un rato, porque en la experiencia de Aquiles, el más fiero y valiente de los griegos, el más bello y resuelto de los héroes, la guerra fue, sin duda -al margen del texto de Homero-, el lugar donde él mejor pudo expresar su valentía, su nobleza y capacidad de sacrificio. “Por muy atroz que pueda sonar -escribe Baricco- es necesario acordarse de que la guerra es un infierno, pero bello. Desde siempre los hombres se lanzan a ella como falenas atraídas por la luz mortal. No hay miedo u horror que hayan conseguido mantenerlos alejados de las llamas, porque en ellas siempre han encontrado la única redención posible ante la penumbra de la vida”. Dice también que la tarea del pacifismo es crear otra belleza, donde podamos demostrar “que somos capaces de iluminar la penumbra de la existencia sin recurrir al fuego de la guerra”. Lo leo una y otra vez y, bueno, no sé si quedo muy convencido.

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