Columna de María José Naudon: Reaccionarios, populistas y vociferantes



En el complejo escenario político actual, la derecha enfrenta un desafío crucial: definir su identidad y su camino hacia el futuro. En este contexto, es fundamental observar a los actores y profundizar en las diferentes corrientes que convergen en este espectro político.

La distinción entre conservadores y reaccionarios, como señala Daniel Innerarity en su perspicaz columna “Reaccionarios” en El País, es esencial para comprender la diversidad de enfoques dentro de la derecha. Mientras los conservadores reconocen la necesidad de adaptarse a los cambios y buscan preservar valores fundamentales mediante un diálogo abierto y constructivo, los reaccionarios se aferran obstinadamente a estructuras del pasado, rechazando cualquier forma de evolución o transformación.

Esta diferencia de enfoque no solo afecta la cohesión interna de la derecha, sino que también tiene implicaciones significativas para la democracia en su conjunto. Los reaccionarios, al bloquear el aprendizaje y la experiencia, y al promover la confrontación y la descalificación del otro, representan una amenaza para el proceso democrático al socavar los principios de pluralismo y tolerancia.

Sin embargo, el desafío para la derecha no se limita a la confrontación con el reaccionarismo, sino también supone distinguir entre los vociferantes (muchas veces también populistas) y aquellos que aspiran a dar gobernabilidad. Lo primeros, anclados en una retórica simplista, anti política y muchas veces anti élite crean un campo de antagonismos donde todo se decide en una lucha épica entre el bien y el mal. Esta actitud encierra una profunda sospecha hacia las opiniones divergentes y suele condenar al disidente, a menudo etiquetado de corruptor. El moralismo, que opera de base en estos casos, es una máquina de simplificación que ahorra la argumentación y reduce el intercambio intelectual a la ofensa, la culpa, la indignación y las malas intenciones. Su fundamento radica en la convicción de que vale la pena combatir el mal que en otros se anida, cualquiera sea el precio.

Este vicio se expresa en la subvaloración de dos principios fundamentales y largamente estudiados para fortalecer el equilibrio de la democracia: la tolerancia mutua y la contención. La tolerancia mutua supone aceptar a los opositores como adversarios legítimos y, en consecuencia, no moralizar. Sin esta aceptación, la sociedad se encierra en una mentalidad de guerra perpetua, donde el objetivo no es el diálogo ni el consenso, sino la aniquilación simbólica o real del otro. La contención, por su parte, implica que, reconociendo en el otro un legítimo contradictor, los actores políticos opten por moderar sus acciones a la hora de desplegar sus prerrogativas institucionales.

La paradoja de los modelos reaccionario y populista se hace evidente frente a una democracia exigida de resultados. La urgencia de estos últimos, es incompatible con la dificultad que ambos generan a la hora de alcanzar acuerdos y despierta la tentación de socavar la democracia desde dentro.

El enfoque revanchista con el que muchas veces justifican sus acciones es también un problema. Por una parte, debilitan la cohesión social, pero peor aún promueven la desafección ciudadana. Si siempre culpamos al “enemigo de turno”, perpetuamos un ciclo donde todos se sienten eximidos de contribuir al cambio, olvidando que cada individuo también tiene un papel crucial en la transformación social.

Por último, como dice el refrán popular, “dime con quién andas y te diré quién eres”. Observar las asociaciones políticas refleja no solo las creencias personales, sino también las influencias que moldean la visión de los líderes y esto resulta muy elocuente. A veces, una imagen vale más que mil palabras.

La diversidad de una derecha conservadora y liberal ajena a los reaccionarios, populistas y vociferantes es la base para construir el futuro y su riqueza.

Por María José Naudon, decana Escuela de Gobierno, UAI.

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