Columna de Pablo Ortúzar: Aprender de Piñera



La historia que corre sobre el momento final de Sebastián Piñera retrata sus mejores virtudes: una evaluación racional de la situación, una decisión rápida y el liderazgo para ejecutarla. “Salten ustedes”.

De ser cierta, sería la última, pero no la primera vez que el expresidente salvaba la vida de otros. Como autoridad siempre reaccionó con eficacia frente a catástrofes y peligros objetivos. Su gestión rescató a 33 mineros atrapados bajo tierra. También fortaleció la capacidad estatal frente a los incendios forestales. Y permitió a Chile, frente a una crisis sanitaria global, obtener y aplicar las vacunas contra el Covid-19 antes que varias naciones desarrolladas, salvando a miles.

Piñera, me parece, pasará a la historia como el Presidente que mejor ha sabido lidiar con desafíos concretos. A los ya mencionados se suman la reconstrucción del 2010 (terremoto y tsunami), incluyendo la reapertura de colegios, así como la del 2017 (incendios) y la reactivación del Metro post 2019. Cada uno de estos hitos fija altos estándares para sus sucesores.

Esta capacidad de gestión se relaciona con un rasgo común en muchas personas prácticas y de acción: un realismo ingenuo. Es decir, la idea de que los seres humanos tenemos un acceso espontáneo y directo al mundo. Piñera siempre me pareció un apasionado por la realidad que asumía que todos la percibían igual a él. Y esta pasión por la realidad era, a su vez, la raíz de su moderación y su compromiso democrático. Parecía pensar que la potencia de los hechos era mucho más eficaz para generar consensos entre las personas que los discursos. Por lo mismo, era competitivo (los hechos juzgan) y poco rencoroso (la realidad se encarga). También desconfiaba de intelectuales y teóricos.

Fue este realismo ingenuo, que lo hacía eficaz frente a las tragedias naturales, también, en mi opinión, su talón de Aquiles. Tendía a rodearse de gente que estaba de acuerdo con él. Y descuidar la dimensión ideológica, simbólica y comunicacional de la actividad política lo llevó a grandes errores. Para empezar, los logros se lucían poco, pues se esperaba que hablaran por sí mismos (“hechos, no palabras”). Luego, el destino de sus dos gobiernos fue sellado por frases inoportunas suyas y de sus ministros amigos (que ni ahora cesaron). ”La educación es un bien de consumo”, “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. Fue su silencio, de hecho, lo que salvó la democracia en 2019 vía acuerdo de noviembre. También sus gobiernos sufrieron “falta de relato” (falta de sustancia ideológica). Nunca se delineó bien su horizonte (“las ideas ya están”), lo que facilitó, junto con las medidas a cuentagotas, la constante pérdida de control de la agenda. En política, cada torpeza en el plano del sentido conduce a otra: quien no lo domina puede ser un gran servidor público, pero no un actor político eficaz. La presente desarticulación política de la centroderecha lo confirma, por valiosa que sea su renovación democrática.

Esa convicción de que la realidad social era transparente y obvia, y que faltaba actuar no más (“no más diagnóstico”) dibujó los momentos arrogantes de su mandato (“gobierno de los mejores”, “hicimos más en 20 días que en 20 años”, “Chile es un oasis”). Y en mí, y otros como yo, generaba una gran distancia respecto a su liderazgo, aún reconociendo sus logros. La premisa de la transparencia de lo social parte aguas.

Hoy pienso que muchos de estos defectos y errores podrían haber sido morigerados por oposiciones leales a la República, capaces tanto de apoyar como de reprochar. Pero no hubo casi nada de eso. Piñera enfrentó actores políticos cada vez más convencidos de la ilegitimidad de facto de cualquier gobierno de derecha, por democrático que fuera. Opositores que, parapetados en un idealismo subjetivo faccioso, nunca le reconocieron nada y, al final, se tentaron directamente con dejar que la calle lo derrocara. Me parece imposible evaluar la figura histórica de Piñera sin considerar ese factor, y celebro con cautela que el Presidente Boric, que sólo ayer amenazaba, hoy comience a reconocerlo. Quizás la trágica muerte del exmandatario le haya legado al gobierno actual un extremo del hilo de Ariadna. Ya veremos.

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