Columna de Pablo Ortúzar: Escucha, Israel



“Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. La historia del pueblo judío es la historia de la lucha con este mandamiento: la lucha por entenderlo, por tratar de cumplirlo o por intentar liberarse de él. En palabras de Eric Voegelin, “la relación entre la vida del espíritu y la vida en el mundo es el problema que yace irresuelto en el fondo de las dificultades israelitas”. La orden citada es la del Dios que es, a la vez, Rey supremo de Israel y señor del universo, pero su pueblo elegido parece condenado a sufrir lo indecible mientras espera la venida definitiva del Reino. Sufrimiento que, cada cierto tiempo, lleva al pueblo de Israel a buscar caminos alternativos para construir con sus propias manos la felicidad en este mundo, con resultados cada vez peores. Una monarquía temporal que colapsa bajo el enemigo extranjero y la voz de los profetas; el esfuerzo rebelde de los macabeos que termina en la ignominia dinástica, y las tres grandes revueltas judías contra el Imperio Romano entre el año 66 y el año 136, que acaban con el templo demolido, la ciudad de Jerusalén destruida y renombrada como “Aelia Capitolina”, y los judíos expulsados de ella para siempre (hasta que Juliano “el apóstata”, cuyo reino sólo duró entre el 361 y el 363, permitió a los judíos volver a pisar Jerusalén e incluso ideó reconstruir el templo de la ciudad).

Después de estos episodios es que triunfa la visión farisea del judaísmo del segundo templo, que será la base del movimiento rabínico. Ellos adoptan una forma estricta de comunidad religiosa compatible con la diáspora, en la espera de ser devueltos a una forma política sólo por la voluntad y la acción directa de Dios. Esta visión es afín a las ideas de Flavio Josefo (Yosef ben Matityahu), el general judío de la primera revuelta convertido en romano y en historiador de su pueblo, y compatible con el cosmopolitismo de Filón de Alejandría. El etnonacionalismo judío, entonces, es condenado y sumergido por centenares de años.

Obligados a vivir como huéspedes de otras naciones, los judíos se vuelven el chivo expiatorio preferido de otros pueblos. Tolerados en principio por los cristianos como “testigos de la fe”, prácticamente cada crisis social importante terminaba con ataques o expulsiones en su contra. Separados en guetos, marcados, sometidos a un régimen legal diferente y luego caricaturizados por vivir bajo esas reglas (por ejemplo, siendo un pueblo de agricultores, se les prohibió ser dueños de tierra, por lo que se dedicaron al comercio y a la banca, para luego ser estigmatizados como usureros y amantes del dinero). Todo soportado repitiendo “Shemá Israel…”.

Los distintos movimientos sionistas del siglo XIX nacen en una coyuntura en que el antisemitismo europeo nuevamente iba al alza (la que culminó en el horror de la Shoah). Sus exponentes más radicales son judíos ateos y ven en el nacionalismo una forma de liberarse de la carga religiosa del pasado. Para ellos la casa de David, los macabeos, los zelotes y Simon bar Kochba son héroes nacionales, mientras que muchos profetas, así como Filón y Josefo, son traidores. Otros, como Martin Buber, son creyentes que sueñan con Eretz-Israel como un lugar donde los judíos podrían florecer en amistad y comunidad con su entorno.

El sueño de Buber, por cierto, yace ahora reducido a cenizas en una región donde los nacionalismos y las teologías políticas campean. Tal como en la serie Attack on Titan, todas las furias se tocan y empujan mutuamente, soñando con borrar por completo al “tú” que el viejo filósofo consideraba -acertadamente- inseparable del “yo”. El que agrede más allá de la defensa también se ataca a sí mismo. Y aunque logre algún triunfo temporal, la historia y las biblias enseñan que siempre será borrado por las arenas cambiantes del desierto donde las tribus escucharon por primera vez la voz de Dios. Mattanyah de la tribu de Leví, un recaudador de impuestos judío que dejó todo para seguir a Yeshúa de Nazaret, cita a este último preguntándose, de acuerdo a la tradición de los profetas, de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma.

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