“Cuando supe que estaba esperando a Lucas, mi segundo hijo, entendí que no sería una experiencia fácil. A diferencia de mi primer embarazo hace 4 años, al ver el test positivo el contexto era muy diferente: era mediados de 2020 y estábamos en plena pandemia por Covid-19, una situación tremendamente incierta que hizo que durante el embarazo mi foco estuviese puesto principalmente en no contagiarme. Y aunque los meses pasaron sin complicaciones, sí tuve aprensiones relacionadas a cómo podía afectar el virus a los bebés en gestación. Por eso nos cuidamos mucho y fuimos muy estrictos con el acceso a la casa. Yo seguí trabajando fuera pero mi rutina constante consistía en desechar mascarillas, desinfectar todo, meter la ropa en bolsas al llegar a la casa. Más allá de eso, no sentí ningún temor por mi embarazo. Lucas iba creciendo y todo estaba bien.
Mi hija Violeta venía hace varios meses hablando de que yo esperaba una guagua y confirmé la noticia con un examen de sangre. Ella estaba muy feliz porque anhelaba ser la hermana mayor. Fue la primera nieta por el lado materno y hace poco habíamos recibido a una nueva sobrina, así que aunque tenía la experiencia de una prima menor, su sueño máximo era ser hermana mayor.
La cesárea estaba fijada para el 5 de marzo de 2021 y, con 39 semanas ya cumplidas, yo me sentía muy cansada y notaba que Lucas era una guagua mucho más grande de lo que me decían los médicos. La respuesta a mis inquietudes siempre fue que no había ninguna razón médica para adelantar el parto. En su último control se movía, se veía bien y estaba todo perfecto. Pero un jueves en la madrugada —un día antes de la cesárea— empecé a sentir mucho dolor. Como si mi cuerpo fuese a explotar. Empezaron las contracciones y estuvimos dos horas en conversaciones con la matrona para decidir si era necesario ir a la clínica antes de lo previsto.
Llegó un minuto en que sentí que me iba a morir con las contracciones porque eran demasiado fuertes, así que decidimos ir a Urgencias. Ahí nos enteramos por primera vez que algo no estaba bien. Yo estaba sola en la pieza cuando me dijeron que Lucas no tenía latidos. No sabíamos en qué momento había fallecido así que quedó como su hora de muerte el momento del parto. Hubo una complicación durante la anestesia y recuerdo que me movían muy bruscamente y de forma súper agresiva algunas de las personas del equipo médico. Ahí me desconecté por completo. Solo desperté cuando sentí el peso de Lucas en mi pecho.
Lo pudimos tener con nosotros en la habitación un tiempo e incluso el médico a cargo me ayudó para que pudiese entrar mi hija Violeta a conocerlo, a pesar de todas las precauciones por Covid-19 que habían en ese entonces en los recintos de salud. Recuerdo que le dije que por favor la trajeran porque ella me esperaba de vuelta con un bebé y yo solo tengo un bebé fallecido en los brazos. Necesitaba conocerlo y cerrar ese proceso también ella a sus 4 años.
Sin embargo, conocer a Lucas y despedirlo fue solo el principio. Después de eso iniciamos un proceso terapéutico online producto de las restricciones de la pandemia, pero sentía que ese no era el camino. No habían respuestas certeras y desde la medicina nadie podía explicar qué era lo que había pasado. Así que comencé a explorar terapias holísticas y también participé en distintas campañas de apoyo de la Ley Dominga. Me di cuenta de lo importante que era visibilizar y sensibilizar el duelo perinatal. Porque a pesar de trabajar como kinesióloga con adultos mayores y haber vivido la experiencia de duelo de muchos pacientes, como sociedad estamos en deuda respecto al tema de la muerte. Se habla mucho de cuidar la vida, pero poco del hecho que todos vamos a morir.
Siento que la muerte de mi guagua no fue una posibilidad que pude vislumbrar durante el embarazo de Lucas en parte porque como sociedad quedamos perplejos frente a alguien que llora y todavía más frente a una muerte. Queremos simplemente que pase rápido. Incluso como profesionales podemos estar al otro lado de la vereda y cuando nos enfrentamos a la muerte tratamos de evadirla. Pero puede ser un evento traumático para cualquiera y, en el caso del duelo perinatal, se ve afectada toda la familia. Por eso creo que es muy importante transparentarlo como un evento devastador frente al que hay que reconstruirse.
Hoy veo que frente a la muerte hay dos caminos: elaborar ese duelo o evadirlo. Para mí Lucas ha sido mi gran maestro y, a pesar de que su muerte ha sido dolorosa y me dolió mucho aprender a vivir sin él, nos dió una oportunidad para ser mejores. Desde lo desconocido y la poca información sabía que tenía que incluir a mi hija en este proceso de sanación y, sin tener más datos, empezamos a trabajar con muchos cuentos e ilustraciones para hacer el camino más ameno. Así, finalmente llegamos a publicar un cuento propio sobre nuestra experiencia con el duelo gestacional que se llama Mi hermano astronauta. El libro es una forma de comunicar a otras familias que, a pesar de la muerte, se puede seguir amando a un hijo y que podemos seguir conectando y teniéndolo presente siempre. Aún cuando no lo veamos.
Como familia quisimos dejar una huella de Lucas para que su vida y su muerte trascendieran y mostrarles a otros que no son los únicos. Somos muchos los papás con hijos fallecidos, todos niños muy amados que tuvieron un trayecto más corto. Eso es necesario conversarlo”.
Francisca tiene 34 años.