Rompecabezas: un relato de Jaime Bayly

A medianoche, en su apartamento de San Isidro, rodeado de flores exuberantes que le ha enviado su madre Dorita, Barclays recibe su cumpleaños número cincuenta y ocho. Su esposa y su hija lo abrazan. Luego abre un sobre con emoción.


Barclays, su esposa Silvia y su hija Zoe llegan al aeropuerto de Lima poco antes de la medianoche. Los espera su chofer. Suben a una camioneta.

-Yo voy a manejar -le dice Barclays a su chofer.

Luego le da un dinero y le pide que tome un taxi a su casa. El chofer se llama Luis Enrique, pero Barclays le dice Juan Carlos.

-Ya estoy viejo -se disculpa-. Se me confunden los nombres.

Saliendo del aeropuerto, conduciendo a prudente velocidad, Barclays se sorprende de que una camioneta de la policía haga ulular su sirena y, desde un altavoz, lo conmine a detenerse.

-Buenas noches, oficial -le dice Barclays al agente policial que se le acerca-. ¿Qué infracción he cometido?

-Ninguna -dice el gendarme-. Solo queríamos tomarnos unas fotos con usted.

Barclays desciende del vehículo y se aviene a una breve sesión de fotos con tres policías ventrudos, aunque no tanto como él. Es famoso en esa ciudad porque ha hecho programas de televisión durante cuarenta años.

-¿Me permiten que les colabore con un efectivo? -les pregunta, bajando la voz.

-Mejor mándenos saludos en su programa -dice uno de los policías.

A medianoche, en su apartamento de San Isidro, rodeado de flores exuberantes que le ha enviado su madre Dorita, Barclays recibe su cumpleaños número cincuenta y ocho. Su esposa y su hija lo abrazan. Luego abre un sobre con emoción. De pronto tiene entre manos su nueva novela, titulada “Los genios”, que saldrá a la venta muy pronto. Barclays se conmueve. Lee la dedicatoria a su esposa y su hija. Esta última se emociona, derrama unas lágrimas.

El apartamento es grande. Tiene dos pisos, seis habitaciones, seis baños, dos cuartos de servicio. Barclays lo compró hace muchos años, cuando viajaba todos los fines de semana a esa ciudad. Ahora visita Lima una o dos veces al año, no más. Hacía casi un año que no llegaba a saludar a su madre Dorita. Está contento y, al mismo tiempo, asustado, preocupado. En Lima nunca se sabe lo que va a pasar. Puede ser un breve viaje feliz, o uno corto y desdichado. Barclays se ha propuesto visitar quince librerías, anunciando la salida de su novela. Aquella noche, recién llegados a la ciudad del polvo y la niebla, cada uno se refugia en su habitación. Hace un calor endemoniado. Barclays se sienta a la mesa de la cocina, lee su nueva novela, come plátanos y granadillas, se deleita con una gelatina amarilla con duraznos que le ha enviado su madre Dorita.

Al día siguiente, Silvia Barclays y su hija Zoe se levantan temprano y se dirigen al apartamento de Pía, la mejor amiga de Silvia. Allí las esperan Pía y su madre, Carmen Elena, quienes han preparado un desayuno opíparo. También las esperan los padres de Silvia: don Julián, un caballero taciturno, refinado, a la antigua, y doña Rosa, una mujer apasionada, elocuente, algo crispada de los nervios. Silvia, la esposa del escritor Barclays, hace el esfuerzo de desayunar con sus padres: adora a su padre, pero se lleva mal con su madre. Comen huevos y tamales, quesos y jamones, panes y frutas. ¿Qué hace Barclays, entretanto? Duerme. Duerme como un bebé. Duerme gracias a tres pastillas benditas. Duerme hasta mediodía, hasta la una de la tarde. Cuando despierta, le toma un momento discernir si está en Miami, en Lima, en Buenos Aires, en Madrid. Reconoce a Lima por la corneta distante de un heladero. Es febrero, verano en Lima. Los ricos y los esnobs se han marchado a las playas. Barclays detesta esas playas.

Hacia las dos de la tarde, la cara embadurnada de unas cremas humectantes que le dan un aire espectral, afantasmado, Barclays llega a la casa de su madre Dorita, donde lo esperan su esposa Silvia y su hija Zoe. Han ordenado comida de un restaurante cercano: yucas fritas, queso fresco, choclo, papas rellenas, lomo saltado, ají de gallina, platos típicos de la ciudad. Dorita abraza a su hijo. Enseguida le dice que está gordo, que debería ir al gimnasio. Antes de probar los bocaditos que ofrece la servicial empleada Ana, la señora Dorita eleva unas plegarias de gratitud. Luego Barclays se dirige a su hermana Doris, que falleció hace un año:

-Si estás viéndonos, si estás oyéndonos, queremos decirte que vives en nuestros corazones.

Después comen sin apuro. Por suerte para Barclays, su madre no le habla de política, o casi no le habla de política. Hablan de chismecillos familiares. Se ríen. Se quieren. Todo está bien. La señora Dorita sufre al ver a su hijo subido de peso, pero al menos ahora está casado con una mujer, piensa, y no tiene un novio, un amante arribista que yo nunca quise conocer, menos mal, cuánta razón tenía, porque ese argentino resultó un trepador, se dice a sí misma Dorita.

Acabado el almuerzo, la empleada Ana trae una torta con velas, cantan feliz cumpleaños y luego Barclays abre sus regalos: un rompecabezas, otro rompecabezas, un tercer rompecabezas, ¡un cuarto rompecabezas! Todos los puzles son para niños mayores de seis años. Silvia y Zoe se desternillan de la risa. ¿Por qué Dorita le regala a su hijo de cincuenta y ocho años tantos rompecabezas para niños mayores de seis años? No se sabe bien. Es un misterio. Barclays ama a su madre. Todavía me ve como a un niño, piensa.

Esa noche, en su apartamento, los Barclays deliberan si desean salir a cenar los tres, o si deben invitar a los padres de Silvia. La niña Zoe prefiere ponerse pijama y quedarse en casa. Barclays insiste en que desea cenar con su esposa Silvia y sus suegros. Sabe que Silvia se lleva mal con su madre, pero subestima el peligro.

Acuden a un restaurante japonés. La madre de Silvia ha perdido peso. Barclays la elogia por eso.

-He dejado las pastillas para dormir -anuncia la señora Rosa.

Su esposo don Julián, su hija Silvia y su yerno Barclays se miran con mal disimulada preocupación. La señora Rosa bebe vino blanco con cierta premura. Se queja porque no la han felicitado por dejar las pastillas. Pero ¿será prudente haberlas dejado? Parece más nerviosa y deslenguada que de costumbre. Una y otra vez, le dice cosas insidiosas a su hija Silvia:

-No fuiste al matrimonio de tu prima. La hiciste llorar. Lloró todo un día por tu culpa.

-No le mandaste el vestido de primera comunión a tu sobrina. Ni siquiera le mandaste un regalito. Pobrecita la niña.

-Tu papá está muy deprimido. Pero no lo llamas nunca. No te preocupas por él.

-No respondes los mensajes del chat familiar. No te importa mi familia. Te burlas de mi familia.

Al escuchar a su madre, Silvia Barclays se repliega, se ensimisma, enmudece. Barclays sufre porque su esposa está siendo víctima de un abuso, una emboscada. Su madre Rosa todavía tiene poder sobre ella, sus palabras la hieren, la lastiman, la hacen llorar.

¿Por qué la señora Rosa, achispada de vino blanco, liberada de los sedantes, se ensaña con su hija, la escritora Silvia Barclays, agriando la cena de cumpleaños del escritor Barclays? Es algo que él no consigue entender. Una y otra vez, la señora Rosa encuentra la manera de decirle palabras mezquinas a su hija, y cuando esta se ríe, le dice, en tono reprobatorio:

-¿Te estás riendo de mi familia?

Luego encara a su esposo, don Julián:

-¿Tú también te ríes de mi familia?

-No, no, yo no me he reído -se disculpa don Julián, temeroso de las iras de su esposa.

Es un mal momento para todos. Silvia Barclays ha sido despellejada por su madre, una vez más. Barclays se arrepiente de haber invitado a sus suegros. Olvidé que mi suegra era un peligro, se dice a sí mismo.

Aquella noche, de regreso en el apartamento familiar, Silvia Barclays es colmada de unos besos y unos abrazos que le prodigan su esposo y su hija. Lloran los tres, se ríen los tres, Silvia duerme en la cama con su hija de once años: necesita sentirse querida.

Los días siguientes, Silvia Barclays no responde las llamadas ni los mensajes de su madre Rosa. Está dolida. No quiere verla, no quiere hablar con ella, no quiere que Zoe se reúna con su abuela materna. Desde luego, Barclays tampoco quiere ver a su suegra. Todas las familias son risibles, piensa. Reírse de la familia no debería ser una cosa abominable, se dice a sí mismo, recordando la escena que montó su suegra.

Mientras Barclays cumple su agenda visitando numerosas librerías, su esposa Silvia se refugia en la compañía juiciosa y leal de Pía, su amiga de toda la vida, y su hija Zoe visita la casa de su abuela Dorita, quien, a sus ochenta y dos años, se ríe de todo y de todos.

Cumplidos cinco días en Lima, es hora de partir. Barclays compra helados de lúcuma y chocolate y visita a su madre Dorita. Ella le pide que baje de peso, que haga deportes, que vuelva pronto. Barclays la invita a Miami.

-Yo soy feliz acá, en mi casa -dice Dorita, rodeada del amor de sus empleadas domésticas, ahora Emma acudiendo presurosa a servirla, tan pronto como hace tintinar la campanilla.

Luego le pregunta a su hijo mayor:

-¿Vas a venir a mi cumpleaños en Punta Sal?

-No lo sé -dice Barclays-. No hay vuelos directos de Miami a Punta Sal.

-No seas flojo -le dice Dorita, acariciándole la mejilla-. Te espero en Punta Sal.

-Pero Zoe no tiene vacaciones del colegio esa semana, mamá.

-¿No le dan vacaciones en Semana Santa?

-No, mamá.

-Mal, muy mal -dice Dorita.

Caminando hacia la puerta de calle, Dorita le pide a su hijo Barclays que se quede una hora más, pero él dice que correría el riesgo de perder el vuelo.

-No camines arrastrando los pies, gordinflón -le dice ella, y se ataca de risa, y Barclays se ríe con su madre, convencido de que las familias felices son aquellas que se permiten reírse de sí mismas, de sus defectos y miserias, de sus vicios y pecadillos.

Manejando de noche rumbo al aeropuerto, a pocos kilómetros de llegar, una moto de la policía enciende su sirena y detiene a los Barclays.

-¡No puede ser! -se sorprende el escritor-. ¡De nuevo la policía!

Un agente malhumorado le pide a Barclays su licencia de conducir, los papeles del vehículo. De pronto, el oficial descubre que uno de esos papeles, la revisión técnica, ha expirado hace apenas cuatro días.

-Tengo que llevarlos al depósito -dice.

No dice tengo que llevar la camioneta al depósito: dice tengo que llevarlos al depósito. Barclays le ruega que sea comprensivo, le explica que el papel ha vencido hace solo cuatro días, le promete que su chofer lo renovará al día siguiente. Terco, obstinado, el policía insiste en ir al depósito.

-¿Qué puedo hacer para zanjar amigablemente este entredicho, oficial? -pregunta Barclays.

-Si lo llevo al depósito, va a tener que pagar dos mil soles -dice, amenazante, el policía-. Pero si me paga trescientos soles, puede irse.

-No tengo soles, oficial -dice Barclays-. Solo tengo dólares. ¿Le parece bien si le doy cien dólares?

-Sí -dice el policía.

Abochornado, Barclays le entrega el billete y siente una profunda tristeza por ese individuo, ese cuerpo policial, ese país en que nació y del que huyó hace tantos años. Luego Zoe dice:

-El Perú no es Tercer Mundo, es Cuarto Mundo.

Y Barclays, ofuscado, piensa que su hija, por desgracia, tiene razón.

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