La rebelión moral de los insectos: un relato de Jaime Bayly

Dado que soy un hombre predecible de rutinas fijas, aquel sábado, como todos los sábados que no estoy viajando, me encontraba con mi esposa y nuestra hija de doce años en la mesa de siempre, adentro, en una esquina, yo de espaldas a la gente, evitando toda forma de comercio verbal con personas fuera de mi mesa.


Un sábado por la noche es improbable conseguir una mesa libre en el restaurante uruguayo de la isla en que vivimos, a menos que tengas una reserva: se come tan rico que suele estar lleno de bote a bote, tanto en la terraza como en el salón, y los comensales se agasajan con carnes, pastas, pizzas y empanadas.

Dado que soy un hombre predecible de rutinas fijas, aquel sábado, como todos los sábados que no estoy viajando, me encontraba con mi esposa y nuestra hija de doce años en la mesa de siempre, adentro, en una esquina, yo de espaldas a la gente, evitando toda forma de comercio verbal con personas fuera de mi mesa. Habíamos pedido lo de siempre: mi esposa, un lomo fino y una pasta; nuestra hija, una pizza; y yo, el pollo orgánico con zanahorias. A pesar de que me resigno a comer platos saludables y evito los postres, no consigo bajar de peso y sigo gordo como un manatí, vaca marina que no por ser herbívora baja de peso.

De pronto, desde una mesa vecina, dos señoras masivamente maquilladas y ampulosamente peinadas dieron un brinco, a los gritos de:

-¡Cucaracha, cucaracha!

No aludían a ningún humano sentado a su mesa al que querían insultar o rebajar, sino al insecto nocturno que goza de tan mala reputación y es experto en técnicas de supervivencia. Desde mi esquina, no alcancé a ver a la cucaracha, pero, por los gestos histéricos de las señoras, fue evidente que el insecto caminó en dirección a nuestra mesa y se acercó a las zapatillas blancas de nuestra hija, quien, al ver que la cucaracha rozaba su calzado y acaso se disponía a subir en él, dio un salto, aterrada, pegó un grito y salió corriendo como si la hubiese atacado un oso. A su turno, mi esposa se mantuvo sentada, aunque pálida, inmóvil, temblorosa, como si su vida estuviera en juego. Los gritos de nuestra hija conmocionaron al restaurante: tres camareras corrieron a asistirla. Víctima de una crisis nerviosa, la niña rompió a llorar, lejos de nosotros, sus padres. Entonces me puse de pie, me sentí un superhombre y me dispuse a matar de un pisotón a la cucaracha, que era grande y gorda, con domicilio en restaurante de lujo, probablemente sobrealimentada. Cuando iba a matarla, mi esposa dio un salto, protegiéndola, y gritó:

-¡No la mates!

En ese momento, la cucaracha se alejó de mis zapatos, se metió en un agujero o escondrijo y yo sentí las miradas reprobatorias de más de un comensal: ¿cómo se le ocurre al señorito de la televisión atreverse a matar a una pobre cucaracha?, ¿quién se ha creído este tontorrón?, ¡la vida en el reino animal se respeta! Es decir que, a juzgar por la reacción de mi esposa, que le salvó la vida a la cucaracha, ahora la cucaracha era yo mismo. Consciente de la repentina impopularidad que me había asaltado en ese restaurante, caminé hacia nuestra hija, que todavía sollozaba, la abracé y la consolé, pero ella me dijo:

-¡No tienes derecho a matar a la cucaracha, tu vida no es superior a la de esa cucaracha!

Las camareras y hasta los cocineros se deshicieron en disculpas, nos dijeron que el restaurante era fumigado con frecuencia, procuraron hallar en vano a la cucaracha del escándalo. Yo ni siquiera intenté defender mi reputación: el gran jurado de las señoras neuróticas me había condenado como asesino serial de insectos impertinentes.

Sin embargo, no me considero una persona que disfruta matando animales. Ciertamente, no soy como mi padre, que era un cazador de leones y tigres, de pumas y venados, de águilas y cóndores, de patos y palomas, incluso de picaflores y colibríes. Yo he aprendido de mi esposa y nuestra hija a respetar la vida animal, pero mi instinto de matar a la cucaracha de un pisotón tal vez se originó en el deseo de ser el héroe moral de aquella noche en el restaurante uruguayo: quizás deseaba que la gente dijera qué valiente es el periodista de la televisión, pisa cucarachas con la misma naturalidad con que pisa a los dictadores en su programa. Y por tratar de parecer el hombre valeroso que no soy, quedé como un hombre malo, insensible, cruel con esa cucaracha y con los animales en general.

Gracias a las camareras, nos movieron de mesa y seguimos cenando sin más sobresaltos. Pero el incidente me dejó pensativo: ¿por qué quise pisar a la cucaracha, por qué no dudé en que merecía morir?

-Qué asco pisar una cucaracha con mis zapatos nuevos -me dijo mi esposa.

-Qué inmundo aplastar una cucaracha con mis zapatillas nuevas -dijo nuestra hija.

Pero yo uso unos zapatos cómodos y baratos que no he cambiado en años, pues detesto comprar ropa y calzado, y no me parecía demasiado inmundo pisar a la cucaracha con esos portaaviones negros que son mis zapatos multiuso: viajo con ellos, trabajo con ellos y hasta duermo con ellos, porque, en efecto, soy un hombre que duerme con medias y zapatos.

Cuando vivía solo en esta isla en la que llevo viviendo treinta años, mi casa estaba llena de cucarachas, arañas, lagartijas y hormigas. Me sentía gratamente acompañado por tantos insectos y no mataba a ninguno e incluso les dejaba comida por las noches, en la cocina: pequeños pedazos de salmón y jamón que las hormigas principalmente rodeaban y cargaban en ordenados regimientos. No era infrecuente, al encender la luz de la cocina, que varias cucarachas corrieran a sus escondrijos, pero yo no hacía el menor intento por emboscarlas o matarlas. En cuanto a las arañas, ellas preferían los dormitorios: cierta vez una araña se descolgó sigilosamente desde la lámpara del techo y se posó en los pechos desnudos de una mujer con la que acababa de hacer el amor: esa escena dio origen a una novela que escribí hace veinte años, titulada “Y de repente, un ángel”. Yo vivía solo, nadie limpiaba mi casa, yo no advertía el polvo ni la suciedad que me rodeaban, pero cuando mis hijas y su madre venían de visita, preferían no quedarse a dormir en mi casa, porque veían arañas por todas partes y un batallón de cucarachas en la cocina, además de hileras de hormigas transportando minúsculos trozos de salmón ahumado.

Es decir que no he sido históricamente un enemigo de las cucarachas, ni de las arañas, y menos de las hormigas, pero mi reputación ya quedó tiznada o desdorada en el restaurante uruguayo de la otra noche, ya me ven como a un digno hijo de su padre, o más bien indigno: su padre al menos mataba animales salvajes, comentan a mis espaldas, pero el pusilánime de Baylys se cree valiente porque anda pisando cucarachas en las esquinas de los restaurantes.

Con las hormigas sigo cultivando una amistad furtiva, a hurtadillas a mi esposa. Nunca aplasto a una hormiga porque pienso que el punto de vista de ese insecto debe de ser tremendamente sufrido, vulnerable, disminuido. Mi esposa tolera de mala gana que yo les deje comida en las afueras de la casa, donde hay grandes concentraciones de hormigas cargando pequeñísimos restos de los atunes o los pollos que no han querido comer nuestra gata ni los gatos de los vecinos que vienen a alimentarse a nuestra casa porque saben que servimos buena comida para todos, sin distinción, una suerte de “all-you-can-eat-buffet” para los gatos del barrio.

Pero las hormigas que más quiero son las que viven en mi mesa de noche: no son más de cuatro y suelen pasárselo en grande paseando por la mesa de noche y subiendo a unos tapones de goma color naranja que me introduzco en los oídos antes de dormir. Es decir que cada noche, antes de coger los tapones de goma, me aseguro de que las hormigas desciendan de ellos y se alejen haciendo zigzags y recién entonces los meto delicadamente en mis oídos. Lo que me lleva a pensar en una escena para comenzar una novela: una mujer entra en el dormitorio de su esposo y ve que hay dos filas de hormigas penetrando en las orejas de su marido para presumiblemente alimentarse a sus anchas en aquellas cavidades impregnadas de cera humana. Entonces la mujer piensa que su esposo no está dormido sino muerto y que las hormigas se lo están comiendo de a pocos. Pero se acerca a él, lo mueve a tientas y su marido está vivo, aunque rodeado de unas hormigas diminutas que han colonizado sus orejas y están dándose un festín con la sustancia crasa que él ha segregado en sus conductos auditivos. No sé qué pasa después, pero es probable que ella lo deje, por sucio.

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