Mireya Dávila, politóloga: “Es difícil cambiar reglas que tienen el peso de la historia”

Mireya Dávila es doctora en ciencia política y académica del Instituto de Asuntos Públicos (INAP) de la U. de Chile. FOTO: Mario Téllez.

La docente de la U. de Chile y autora de Presidencialismo a la chilena -sobre coaliciones y cooperación política de 1990 a 2018 -cree en las definiciones “más allá de la ira” y en partidos más disciplinados.


Este semestre, Mireya Dávila está haciendo cuatro cursos universitarios, lo que entraña muchas horas semanales de Zoom. Así y todo, la docente del Instituto de Asuntos Públicos (Inap) de la U. de Chile se allanó a tener una videoconversación con La Tercera, complementaria de un cuestionario que había respondido por escrito.

Durante el gobierno de Ricardo Lagos formó parte del equipo asesor en Políticas Públicas de la Presidencia y del Ministerio Secretaría General de Gobierno. Su experiencia en el Segundo Piso, así como su formación de historiadora y su rol de consultora de la Comisión Asesora Presidencial de Derechos Humanos han contribuido a dar una mirada al sistema político que presta atención a sus continuidades, sus quiebres y sus excepcionalidades, ocupando entre estas últimas un lugar el discutido régimen presidencialista.

Exdirectora del Programa Gobernabilidad de Flacso Chile, esta doctora en ciencias políticas por la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill imparte, entre otros, un curso sobre instituciones políticas chilenas, que en más de un punto se emparenta con su libro de reciente aparición: Presidencialismo a la chilena. Coaliciones y cooperación política, 1990-2018 (prologado por el mencionado Lagos Escobar).

Lo del presidencialismo “a la chilena” ¿subraya la importancia de las reglas informales en la cooperación política? ¿O habla, más bien, de una “vía chilena al presidencialismo”?

Las dos cosas. El caso de la Concertación, y en menor medida de la Nueva Mayoría, fue desde el punto de vista comparado excepcional en términos de estabilidad de la coalición y de sus gabinetes. Ahora, titulé el libro pensando en la normalidad de la coalición, desde la historia chilena y de América Latina, pero también en la cooperación, sobre todo en el mundo original que creó la Concertación, la DC y el PS, que habían estado tan en contra entre sí. Lo interesante era entender por qué rivales anteriores habían decidido unirse y cooperar, y cómo lo hicieron para no volver a pelear, pensando además que la izquierda venía de una experiencia traumática en todos los sentidos. Por ahí va la especificidad de este presidencialismo.

¿Fue el miedo un aglutinador de la Concertación bajo Aylwin?

Eran miedo e incertidumbre respecto de cuáles eran los límites. Porque donde sí hubo acuerdo mayoritario, una vez zanjado que se aceptaría la Constitución del 80, fue en el tema de la democracia. Eso era un buen espacio de cooperación: estaban todos de acuerdo. Donde hubo siempre menos acuerdo fue en lo económico. Aylwin zanjó eso, y les fue bien con Aylwin.

Y no olvidemos que la Concertación fue una mayoría política y social varios años, con las luces y sombras que tienen todas las coaliciones. Exigirle purismo a una coalición o a un gobierno, ex post, es complejo. Con el tiempo, imagino que va a haber un mayor equilibrio para mirar esta época.

El libro da cuenta de las críticas al “hiperpresidencialismo” y de las ideas de cómo moderarlo. ¿Qué escenario ve hoy a este respecto?

La literatura politológica comparada tiende, en efecto, a calificar el presidencialismo chileno como hiperpresidencialista. Ahora bien, la demanda por mayor igualdad y equidad en todos los sentidos, incluida la política; la demanda por democratizar los espacios de poder que se observa en los programas de los constituyentes, por ejemplo, se encaminan a lograr acuerdos por algún tipo de moderación del presidencialismo. Por un presidencialismo atenuado. De todas maneras, hay que pensar en mayores atribuciones para el Congreso de cara al Ejecutivo. Como punto mínimo, la modernización de sus asesorías técnicas y mayores atribuciones de fiscalización de otras entidades públicas.

¿Qué ha frenado el “presidencialismo atenuado”?

Cada cierto tiempo hay intelectuales o políticos que lo plantean. Pero hay una inercia histórica: los actores en política compiten sobre ciertas reglas conocidas, y cambiar esas reglas, que además tienen el peso de la historia, es difícil. ¿Cómo se podría atenuar? Si uno mira las demandas de los constituyentes, salvo en la derecha, hay una demanda por descentralizar el poder en términos territoriales, lo que no tiene que ver necesariamente con el presidencialismo: es democratizar el poder. Y lo pienso también desde el punto de vista del Congreso: que tenga la capacidad técnica de ser un par frente al gobierno en términos de experticia, que tenga conocimiento experto para influir en las decisiones, por un lado. Y que tenga, por otro, capacidad de fiscalización en el propio Estado.

Sería bueno, también, que los partidos tuvieran más disciplina en las coaliciones. Ahora, la cultura política chilena es tan fuerte en términos del Presidente, que no sé si esas propuestas cambien algo. Hay gente que proponía, por ejemplo, que los ministros tuvieran la aprobación del Congreso, como en EE.UU. O que por una vez se pueda acusar al Presidente y sacarlo. Lo que debería haber son mecanismos que, para crisis como la que hemos vivido, permitan que el Presidente pueda democráticamente terminar antes. Porque no es llegar y decir “no nos gusta el Presidente”, y se va.

Hay quien observó que desde los tiempos de la UP que un gobernante no había estado tan “abandonado” por los partidos como hoy lo está Piñera…

Me parece que es al revés. El Presidente es quien ha gobernado -en sus dos períodos- prescindiendo de los partidos. Sus gabinetes y nombramientos de subsecretarios dan cuenta de ello: cerca de la mitad de estos cargos han sido independientes, sin militancia. En los sistemas presidenciales el Presidente es jefe de Estado, de gobierno y de coalición, y me parece que el Presidente Piñera no ha conducido a su coalición de manera de generar gobernabilidad interna. Además, la ha tensionado con sus decisiones de política pública, llevando a sus partidos a optar por no ser leales. La influencia del Segundo Piso, como estructura de poder paralelo, también ha afectado la relación con los partidos. Y me parece justo también decir que el Presidente ha debido conciliar posturas al interior de la coalición respecto, por ejemplo, del orden público.

Cuando se habla del gobierno de Lagos, el libro toma nota de su “llamado al orden”: los partidos deben obedecer los acuerdos, más allá de que él mismo “no formó un gobierno cercano a los partidos”. ¿Qué relevancia ve en el “discolaje” de los 2000 y después?

Los políticos que toman estas decisiones afectan el colectivo. Su decisión se basa en que piensan que ya no necesitan a los partidos, que están en desacuerdo con sus decisiones y que los costos de romper no son tan altos. Habría que pensar en los propios partidos, su democracia interna y las reglas que fomentan la participación y la disciplina. El financiamiento de la política podría ser una alternativa. Si no, habría que pensar qué organizaciones deben existir en democracias representativas que puedan reemplazar a los partidos.

¿Qué puede reemplazar a los partidos?

Si yo supiera... Entiendo lo de “que se vayan todos”, que haya una tensión entre la élite y el resto. Está bien. Pero no puede no haber forma alternativa. La lógica de la democracia directa no me parece viable. Sigo pensando en que la representación es la forma, ¿pero cuál? El partido tiene que ser un espacio de representación de ciertos temas supra, que tienen que ver con ideales y con lógicas programáticas. Pero hay temas y necesidades particulares, y quizá hay que pensar en darles más aire a los partidos de regiones, por ejemplo.

Ahora, si va a haber nuevos partidos, pensemos reglas más allá de la ira y del enojo. Reglas que nos ayuden a incentivar la cooperación política, a tener mayor coherencia programática, democracia interna en los partidos, representación territorial, que mejoren la calidad de la democracia. Si miro hoy la democracia chilena, la gente quiere participar. Si no, no habría la cantidad de listas y candidatos constituyentes. No quieren este tipo de política, pero no es que no quieran política.

¿Después del Segundo Piso de Lagos, en el que usted participó, se ha subestimado su importancia?

Gobernar siempre ha sido complejo. Hoy, con la abundancia de información y la complejidad de las sociedades, lo es más. Se hace necesario que los presidentes tengan equipos que los asesoren en la toma de decisiones. La Presidencia chilena ha sido muy fuerte en términos de facultades, pero débil en términos de organización de la asesoría al presidente. El Segundo Piso de Lagos fue un paso en este sentido. Sería bueno también pensar en un diseño estable de asesores en combinación con los de directa confianza del Presidente.

Una aproximación al 18-0 consistió en ver a la política y a los políticos como un bloque corrupto y abusivo a lo largo de 30 años. ¿Qué significado les asigna a las posturas antipolítica y antipolíticos tal como se han venido dando desde entonces?

Me preocupan. Atravesamos un periodo especialmente crítico de los políticos y los partidos. Estamos, no sólo en Chile, en un fin de ciclo en que los cambios y procesos no se ven totalmente nítidos aún. Hay un cuestionamiento global a la actividad política, pero eso no significa que se vaya a acabar. La política es consustancial al poder, a las sociedades. Va a existir siempre. El problema es cómo vuelve a legitimarse y ganar la confianza de la ciudadanía para que siga siendo el espacio en que se discuten los temas públicos y se solucionan los inevitables conflictos que surgen de la convivencia.

Me preocupa, eso sí, el discurso antipolítico de muchos: contribuye a la percepción -muchas veces basada en evidencia- de que los políticos son los peores ciudadanos. Ahora, los candidatos a constituyentes demuestran el interés por participar de la discusión pública para establecer nuevas reglas de distribución del poder: es una crítica a los actores, más que a la política en sí misma. Creo que la convención debería ser un espacio para esta distribución del poder. Si se logra, creo que la política habrá hecho su tarea. Pero eso depende también de que los elegidos valoren el proceso constituyente y su debate como la actividad política con mayúsculas que es.

¿Ahí es donde asoma la idea de la negociación como traición?

O sea, si la democracia no es negociar y no es acordar...

Y ahí aparece Pamela Jiles denunciando “la cocina de Yasna”...

Eso tiene que ver más con lógicas de corto plazo, cuando escuchas al “circo”, a los que demandan no negociar más, no transar. Esa visión le hace daño en el mediano o en el largo plazo a la política. La política implica sentarse a conversar, llegar a acuerdo, aceptar que no vas a ganar todo, y uno tendría que aspirar a que hubiera más espacios de igualdad para quienes se sienta a conversar. Eso tiene que ver con la distribución del Congreso y del Ejecutivo. Ahora, como dijo hace poco Carlos Montes, una cosa es sentarse con el Presidente a conversar, que es lo que hizo Yasna Provoste -y qué más va a hacer, si son poderes de la República-, y otra cosa es no conversar y no poner los puntos y aceptar que el Presidente, en el fondo, lo use como estrategia política para no salir tan perjudicado, y en el fondo no se logre nada. Se precisa siempre sentarse a conversar; si no, no habría habido transición. No habría habido nada.

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