Columna de Ian Bremmer: La política disfuncional de Estados Unidos

Un video de Trump se reproduce mientras Cassidy Hutchinson, quien fue asistente del exjefe de gabinete de la Casa Blanca Mark Meadows, testifica ante un comité del Congreso que investiga el ataque del 6 de enero de 2021 al Capitolio. Foto: Reuters

Por Ian Bremmer, presidente de Eurasia Group y de GZero Media.

Hace 30 años, el imperio soviético se derrumbó, en gran parte porque muchos en su órbita creían que la democracia y el Estado de Derecho de estilo occidental eran superiores al comunismo soviético. La apertura y las sólidas instituciones políticas de Estados Unidos se ganaron la admiración de millones de personas que querían vivir en un sistema político en el que la legitimidad de un líder dependiera de ganar unas elecciones realmente competitivas, libres y justas.

En muchos sentidos, Estados Unidos sigue siendo la potencia dominante del mundo. Ha sido bendecido con recursos naturales, su economía sigue siendo dinámica, su sistema financiero es fuerte, sus tecnologías establecen estándares globales, su cultura popular sigue inspirando y su Ejército puede proyectar poder en todas las regiones del mundo. En todos estos aspectos, las ventajas estadounidenses son mayores incluso que en 1990.

Pero la democracia de Estados Unidos se ha convertido en un triste espectáculo, y los aliados de Estados Unidos no pueden sino estar horrorizados. No se trata simplemente de que el actual presidente estadounidense sea profundamente impopular. Una media de encuestas recientes sitúa el índice de aprobación de Joe Biden en torno al 39%, por debajo del nivel de Donald Trump en el mismo momento de su presidencia. Tampoco es la paliza que puede esperar su partido en las elecciones de mitad de mandato de noviembre, gracias a los aumentos de la inflación, la delincuencia y la agitación en la frontera entre Estados Unidos y México.

El problema tampoco es el estancamiento del Congreso. La legislación sigue avanzando. La aprobación bipartidista de una (muy) modesta ley de reforma de las armas y los posibles avances en un plan reducido para gastar miles de millones más en infraestructuras muestran que los legisladores no han agotado toda esperanza de progreso legislativo.

Un partidario de Trump asiste a un mitin organizado en la elipse de la Casa Blanca para impugnar la certificación de los resultados de las elecciones presidenciales de 2020. Foto: Reuters

Pero hay dos noticias importantes que están exacerbando las amargas divisiones políticas de Estados Unidos, socavando la integridad de las instituciones políticas estadounidenses, encendiendo la furia en todo el país y haciendo saltar las alarmas de los conflictos que se avecinan.

En primer lugar, hay nuevas revelaciones sobre los últimos días de Donald Trump como presidente y las acciones de muchos de sus leales. Un comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos encargado de investigar los disturbios en los alrededores y dentro del edificio del Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, ha descubierto pruebas claras, proporcionadas y corroboradas en muchos casos por personas de la administración Trump, de que el expresidente Trump intentó diseñar un golpe violento tras las últimas elecciones presidenciales. Lo que no pudo lograr por medio del fraude, trató de lograrlo por la fuerza.

Sin embargo, nadie en Washington confía en que Trump o sus facilitadores rindan cuentas legalmente por esta insurrección a la vista de todos, y las encuestas actuales sugieren que Trump sigue siendo el favorito para ganar la nominación del Partido Republicano a la presidencia en 2024. ¿Cómo pueden los estadounidenses esperar que el resto del mundo se tome en serio su democracia cuando el 70 % de los votantes republicanos no aceptan a Joe Biden como presidente legítimamente elegido, y muchos de ellos dicen estar dispuestos a respaldar a un hombre que trató de urdir un golpe de Estado en la televisión en directo?

Hay buenas razones para temer que las elecciones presidenciales de 2024 provoquen una violencia mortal en Estados Unidos, y hay un gran número de estadounidenses que rechazarán la legitimidad de las elecciones independientemente de quién gane. Otra derrota de Trump, o de un candidato respaldado por Trump, provocará gritos de fraude aún más fuertes, y quizás incluso esfuerzos por parte de los funcionarios electorales de los estados afines a Trump para revertir el resultado de las elecciones. Si Trump gana, los votantes que le odian insistirán en que ha ganado manipulando el proceso electoral y mintiendo repetidamente al pueblo estadounidense. Los votantes de ambos lados acusarán a los del otro de elegir vivir en una realidad alternativa. Incluso si los votantes de las elecciones primarias apartan tanto a Trump como a Biden en favor de caras nuevas, el problema de la legitimidad de las elecciones persistirá.

Pero mientras que los presidentes son elegidos solo para mandatos de cuatro años, y sus críticos siempre pueden mirar hacia las siguientes elecciones, los jueces que se sientan en el Tribunal Supremo de Estados Unidos son nominados y confirmados para mandatos vitalicios, y hace al menos medio siglo que el alto tribunal estadounidense no levanta pasiones partidistas como lo ha hecho el actual tribunal en las últimas semanas.

Tras la controvertida (e históricamente inusual) filtración a la prensa de un borrador de opinión inacabado, el Tribunal Supremo de EE.UU. votó el mes pasado para dar un giro a los precedentes y anular un caso de hace 50 años que garantizaba el derecho al aborto de las mujeres estadounidenses. No hemos visto a tantos estadounidenses perder un derecho garantizado por el tribunal de esta magnitud en 150 años. Dos tercios de los estadounidenses se oponen a la decisión. Y lo que es más importante, esta decisión supone una sacudida política sísmica que dividirá la opinión en todo el país, y en cada uno de los 50 estados de EE.UU., sobre uno de los temas más emotivos de la vida estadounidense.

Las encuestas sugieren que esta decisión socava aún más la confianza en la integridad del más alto tribunal de la nación, una institución que durante mucho tiempo ha gozado de un apoyo público mucho más amplio que el de los presidentes o el Congreso de Estados Unidos. Incluso aquí, la amenaza de violencia es real. En junio, un hombre de California fue acusado de intentar asesinar al juez del Tribunal Supremo Brett Kavanaugh. Los fiscales dicen que el hombre estaba enojado porque se le negaría el derecho al aborto. El propio hombre dijo que temía que Kavanaugh flexibilizara las leyes de armas.

Sea como fuere, los disturbios del 6 de enero ya han puesto de manifiesto el riesgo de que quienes cuestionan la legitimidad de las instituciones políticas estadounidenses recurran a la violencia. El Departamento de Seguridad Nacional ha alertado a la policía local y a las agencias de inteligencia sobre los niveles sin precedentes de extremismo doméstico, tanto de grupos de derecha como de izquierda, y un estudio reciente encontró que el apoyo doméstico para “participar en una revolución política, incluso si es violenta en sus fines” es históricamente alto entre los jóvenes estadounidenses, casi el 40%.

Con los dos principales partidos liderados por hombres profundamente impopulares, y con tantas cuestiones políticas candentes que desencadenan tanta ira pública y tantos desafíos a la legitimidad de las instituciones políticas de Estados Unidos, el mundo tiene razón al temer que la democracia estadounidense, que Ronald Reagan describió una vez como una “ciudad brillante en una colina”, esté ahora asediada desde dentro.

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