Columna de Javier Sajuria: ¿Seguridad o democracia?

Aton Chile


Uno de los principales problemas de la democracia es que su defensa no es obvia. Hace 25 años, en pleno proceso de la tercera ola de democratización, Amartya Sen hacía una apología del crecimiento de la democracia en el mundo durante el siglo XX. Su argumento es que la democracia como valor universal era algo relativamente nuevo, y que incluso en ese entonces había quienes se preguntaban si los países tenían las condiciones para ser democráticos. Sen, por cierto, estaba muy alejado de la visión churchiliana de la democracia como un mal menor. A 25 años de sus palabras, y en medio de una crisis de seguridad, nuestro país vuelve a hacerse preguntas que parecían superadas.

Durante la discusión de las reglas del uso de la fuerza, un proyecto que obedece a los anhelos de Carabineros y las FF.AA. de contar con una regulación clara sobre lo que pueden hacer, hubo un intento por reponer la jurisdicción de los tribunales militares en una serie de circunstancias especiales. Se hizo, supuestamente, en nombre de la protección de las fuerzas policiales en su labor de control del crimen, aun cuando sus altos mandos no han pedido nunca una medida de ese tipo. Se apoyó esa medida, principalmente, por la molestia que le genera, a algunos sectores políticos, la independencia con que actúa el Ministerio Público y el Poder Judicial. De hecho, hubo quienes justificaron su voto hablando de la desconfianza en jueces y fiscales.

Ese discurso que propone remover avances democráticos en nombre de la seguridad no es novedoso ni innovador. La molestia con un Poder Judicial independiente es uno de los síntomas más claros de los retrocesos democráticos, ya sea en Israel, Venezuela o El Salvador. Hacerlo en nombre de una supuesta protección de las policías no es más que una excusa para evitar el control que debe existir sobre la política en una democracia. No es coincidencia, entonces, que el líder de la ultraderecha criolla se pasee por El Salvador o Hungría, ambos países con severos retrocesos democráticos en los últimos años, buscando “aprender” de sus experiencias.

Por otro lado, la culpa de estos retrocesos democráticos no puede recaer únicamente en quienes votan o prefieren estas opciones. Cuando la política y los estados son incapaces de responder a sus necesidades o, peor aún, cuando el cortoplacismo de los dirigentes políticos explota este déficit para promover el miedo a cambio de un par de votos en la próxima elección, es difícil evitar que la ciudadanía no se enfrente a una decisión brutal: más seguridad o más democracia. En esa dicotomía falsa que algunos promueven, ganan unos pocos en el corto plazo, pero perdemos todos el final del camino.

Si algo hemos aprendido en lo que va del siglo XXI es que la democracia no es un sistema que se promueva a sí mismo ni que se encuentre a salvo de ataques. Todos los días vemos cómo crece un ánimo autoritario en diversos países del mundo, incluso en aquellos donde la experiencia de las dictaduras está cargada de violencia y muerte, como en Chile. Lo que uno esperaría de políticos demócratas es que promuevan medida efectivas y basadas en evidencia; no que caigan en el peligroso juego de poner en riesgo las instituciones a cambio de fomentar pasiones de corto plazo. Quizás es mucho pedir.

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