Columna de Joaquín Trujillo: Jueces
Los jueces son un delicado logro de la especie humana. Las guerras, en buena medida, el resultado extremo de la insolvencia de jueces que pudieron haber arbitrado los conflictos antes de su escalada. Cierto es que será posible la negociación directa entre los contendientes, pero no menos que cuando ellas fracasen se requerirá de estos terceros imparciales para que diriman a quién dar la razón. Los de las altas cortes tendrán un papel aún más difícil, pues se les encomendará la sagrada última palabra.
Una de las tramas espectaculares de la tragedia griega fue la de la trilogía “Orestíada”, de Esquilo. Los miembros de la casa real de Micenas se matan entre sí y como resultado los persiguen las erinias, subterráneas entidades de la venganza. Finalmente, esos demonios se apaciguan cuando el príncipe Orestes recibe un juicio ante una especie de tribunal en Atenas, transformándose en criaturas amigables. La justicia por propia mano queda obsoleta y, con ella, las erinias domesticadas.
En el mundo carente de instituciones del bíblico “Libro de los jueces”, el juez será el equivalente a un libertador que Dios dispone. Y contra el más famoso de ellos, Sansón, los filisteos colocarán a Dalila. Porque a falta de tribunales conocidos, todo juicioso es un remanso.
Otros poderes han hecho peligrar el rol de los jueces. En la gran conflagración de la Modernidad entre el rey/presidente y los parlamentos, protagonista de guerras civiles en Occidente, el poder de los tribunales quedó muchas veces disminuido. Napoleón, por ejemplo, previniendo que no lo aplicaran, en su Código Civil los amenazó con procesarlos por delito en un artículo de ese cuerpo legal. Y, en Chile, el mismísimo Andrés Bello, siempre tan ponderado, declarándose enemigo de las “demoliciones”, escribió que en ningún otro tema era tan apropiado “emplear el hacha” como ante el funcionamiento incorrecto del poder al que se ha encomendado establecer lo justo en este mundo. Si no cumple la ley, la Justicia, decía, es “un vano simulacro”.
La incursión de la política en los dominios propiamente judiciales ha sido un polvorín junto a una fragua. Uno de los episodios más controvertidos de la historia de Estados Unidos fue cuando el Presidente Franklin D. Roosevelt quiso aumentar el número de jueces de la Suprema Corte para suavizar su hostilidad. Y desató a las erinias.
En el momento actual se abre la pregunta acerca del mejor diseño para nombrar los de la instancia cúlmine. Sea cual fuere la solución, la inmensa experiencia al respecto insiste en la respetabilidad y credibilidad de las magistraturas.
El Premio Nobel de Literatura podría servir de modelo: el impúdico que se ande promoviendo, pierde, queda automáticamente fuera de competencia. El honor de imprimir la justicia sobre el mundo queda reservada para quienes hagan su trabajo de manera excelente y silenciosa. Y digamos la verdad: todavía no hemos caído tan bajo como para no saber quiénes son los que saben hacer su trabajo, ejemplares, o sea, justos en lo que hacen. Y de esos tenemos muchos.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP