Columna de Óscar Contardo: Caídos del cielo

TÁR TODD FIELD CATE BLANCHETT 3
Cate Blanchett como Lydia Tár


Vi Tár, la película. Antes de verla tenía en mente los artículos de prensa publicados sobre la trama, en donde se suele destacar que la historia de la directora de orquesta, interpretada de manera brillante por Cate Blanchet, es una especie de crítica a los patrones morales de la sociedad actual y al escurridizo concepto de “cultura de la cancelación”. Algo de eso hay, pero no es lo principal. El relato incluye elementos que resultan familiares en los tiempos que corren, como las exigencias de purga sobre grandes artistas admirados por su obra, pero con comportamientos impropios o tiránicos en su vida privada; aparecen, además, los discursos de una generación que se enfrenta a las biografías incómodas de genios reputados como si se tratara de habitaciones contaminadas que exigen desinfección. No creo, sin embargo, que esos elementos sean el eje en la historia de Lydia Tár, el personaje de ficción cuyo apellido le da nombre a la cinta. Cada uno de esos aspectos, como la tecnología de los teléfonos inteligentes, cumplen el rol de ambientación de época, un decorado para un fenómeno universal muchísimo más fascinante, para el que no se me ocurre una palabra precisa, pero que podría ser descrito como el momento en el que alguien que ha logrado acumular un enorme prestigio y poder, lo pierde de manera repentina y traumática. El instante en el que todo se vacía. El eje de la historia para mí es ese instante.

El derrumbe repentino, un desplome veloz, una caída libre en desgracia, es decir, pasar de estar en el centro de un círculo social más o menos importante, a ser considerado un paria por quienes lo habitan. Lydia Tár se mueve en el marco de costumbres de una sociedad culta y cosmopolita que tiene ciertas exigencias sobre el ejercicio del poder. Para mantener el estatus logrado ya no basta con un abrumador talento pulido por un trabajo exigente, sino también ceñirse al disimulo de ciertas pasiones. Ella no cumple con ese compromiso y cae en desgracia.

En la versión cinematográfica de la novela epistolar Relaciones peligrosas, Stephen Frears sitúa ese instante en que el orden habitual se trastoca, en la escena en que la encantadoramente manipuladora marquesa de Merteuil, interpretada por Glenn Close, llega a ocupar su asiento en el palco del teatro y, en lugar de la admiración habitual, recibe primero la mirada reprobatoria de la audiencia y luego el abucheo. La marquesa admirada repentinamente era el símbolo de la decadencia y la traición. Una ilustración local televisada de ese momento fue el cambio de gabinete del segundo gobierno de la Presidenta Bachelet, cuando Rodrigo Peñailillo, ministro del Interior, abandonó La Moneda salpicado por el escándalo del financiamiento ilegal de campañas. Peñailillo, quien fuera mano derecha de la mandataria y promesa generacional, pasó en cuestión de horas a vivir en un destierro político del que nunca volvió.

Momentos como ese cumplen una función dentro de la comunidad, son una señal que ondea sobre las cabezas de la muchedumbre, de que no todo está permitido, que las transgresiones a las reglas de convivencia -como el engaño, el abuso, la manipulación de los más débiles y la traición- deben ser castigadas de algún modo por el grupo y que quien las cometa, aunque no siempre infrinja la legalidad, sufrirá alguna consecuencia. Tár se trata de esa necesidad de restablecer el orden de un modo sacrificial, ejemplar, justamente aquello que escasea de modo abrumador en los círculos de poder actual y, sobre todo, en la política.

La alarma de ciertos sectores sobre los efectos de la llamada “cultura de la cancelación”, de la que tanto se habla sin especificar definición precisa, resulta un sinsentido cuando lo que a todas luces se ve en la realidad como problema concreto es la impunidad. Lo que campea es la total falta de escrúpulos de figuras que, aun incurriendo en hechos ilegales, esquivando o burlando normas, permanecen arropadas por seguidores, correligionarios o superiores y totalmente acunadas por sus círculos de referencia social. Si hay algo que no ocurre en nuestro país es que quienes han mentido o defraudado la fe pública desde un lugar de responsabilidad social o política, sufran alguna consecuencia por sus actos. Salvo rarísimas excepciones, siempre estarán a salvo si forman parte del grupo de pertenencia adecuado.

Es ridículo hacer foco en los perjuicios de la corrección política cuando lo que campea es la sensación de impunidad, no solo en el discurso, sino en los hechos. Los límites han sido desdibujados hasta el absurdo de que tuvimos un candidato a la presidencia que no podía ingresar al país, porque de haberlo hecho, habría sufrido la detención policial por las deudas de pensión alimenticia que acumulaba. El sentido de la ética se ha degradado tanto, que una persona morosa, irresponsable, acusada de conductas impropias, pero crítica de la élite, para demasiada gente ha llegado a representar la figura del héroe, o peor que eso, el papel de salvador.

La impresión final para el ciudadano desprevenido es que en Chile nunca nadie cae en desgracia. A lo más aquellos que son sorprendidos in fraganti se sumergen por un tiempo, para después volver a aparecer como si estuvieran libres de polvo y paja, apostando siempre a la mala memoria colectiva o a ganar un espacio en medio del río revuelto con tanta denuncia a la que es difícil seguirle la pista. Un guion conocido y reconocido de actos de corrupción que nunca se mencionan como tales, sino como irregularidades o desvíos. Montos millonarios defraudados, una fiscalía débil investigando peces gordos, un proceso que se extiende por años, una justicia a paso de tortuga que rara vez impone un castigo que sirva de escarmiento, más bien todo lo contrario. Transgredir las normas, traicionar la confianza pública, defraudar de cuello y corbata no solo se está acercando peligrosamente a tener un costo cero en el plano judicial, sino también en el ámbito de la convivencia social. Si hace tres décadas en lugar de hablar de hacer justicia se prefería hablar de “reconciliación”, y así evitar los bochornos de dar con los responsables de tanto crimen perpetrado en dictadura, ahora lo más cómodo es hablar de los peligros de la cancelación, en lugar de concentrarse en buscar responsabilidades entre quienes han saqueado los recursos públicos y han hecho estallar la confianza en las instituciones democráticas con trampas y mentiras.

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