Lavín: el ilusionista



El principal diccionario de nuestro idioma define al ilusionista como la persona que, por juego o por profesión, practica el ilusionismo. Esta actividad, a su vez, es caracterizada como el arte de producir fenómenos que parecen contradecir los hechos naturales. Un ilusionista nos hará creer que tiene el poder de hacer llover o que, sin necesidad de tocar los intereses de los poderosos, puede solucionar -mágicamente- los problemas de la pobreza.

Wikipedia, a la que no hay que desdeñar, plantea que el ilusionista debe ser "…un buen comunicador para transmitir entusiasmo e ilusión a sus espectadores. En este sentido, en ocasiones llegan a tomar clases de arte dramático. Además, debe tener sentido escénico para dotar a sus trucos de gran espectacularidad y causar la mayor sorpresa posible entre los espectadores. El ilusionista tiene que tener también dotes de psicólogo para descubrir la mejor manera de engañar al público desviando su atención mediante sus gestos y palabras, haciendo que miren donde él desea, identificando al líder del grupo o provocando que recuerden algunas informaciones relevantes".

Con su último truco, Lavín se ha superado a sí mismo. Todos hablan de él. Ha logrado lo imposible. Carlos Peña le dedica una columna (con cita a Heidegger incluida). También se han sentido obligados a comentarlo Pablo Allard (que lo eleva a la categoría de Mesías), Alfredo Jocelyn-Holt, Luis Larraín, Carlos Correa, etc. Es, sin duda, un gran éxito para el ilusionista Lavín.

Comentaristas "progresistas" aplauden su "compromiso" con la inclusión. Los escucho en la radio y los leo en la prensa escrita. No saben, parece, que las políticas de inclusión son parte de la acción del Estado desde hace muchos años y que son muchos los municipios que participan de ese esfuerzo (por supuesto, sin la repercusión mediática de Las Condes). Estos "Lavín lovers", como los llama The Clinic, parecen desconocer que la inclusión en serio supone políticas públicas sobre urbanismo, tributos y municipios. Lo triste, sin embargo es que en el mundo del "abracadabra", un puro gesto obra milagros. ¿Qué diría de todo este "show" un campeón de la verdadera inclusión social, como Fernando Castillo Velasco?

En 1987 Lavín convenció a muchos que era un Chicago Boy de tomo y lomo (con sus columnas en El Mercurio y su libro La revolución silenciosa). En 1989 se presentó como un pinochetista a ultranza ("el gallo de pelea"). En 1992 apareció, sin embargo, como el alcalde de la conciliación. En los años siguientes supimos que era un católico del Opus Dei. Después vendría el pragmático "cosismo". Luego, en 1999, nos sorprendió con gestos a Cuba y Gladys Marín. Luego, para seguir con el factor sorpresa, se declaró "bacheletista-aliancista". En su frustrada campaña senatorial por Valparaíso vuelve a ubicarse, no obstante, en la derecha más dura. A continuación vendría el episodio del (breve) ministro de Educación partidario del lucro. Ahora, nos enteramos que es liberal en temas valóricos. Se trata, sin duda, de un hombre de mil rostros. El verdadero Stefan Kramer de la política chilena.

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