Los aranceles son algo más que impuestos: son una herramienta geopolítica

Los aranceles iniciales del expresidente Donald Trump protegieron a algunas industrias al mismo tiempo que presionaron a Canadá, México, Japón y Corea del Sur para que revisaran sus relaciones comerciales con EE.UU. FOTO: QILAI SHEN/BLOOMBERG NEWS

Los aranceles a las importaciones chinas pueden perjudicar a los consumidores de bajos ingresos, pero está en juego algo mayor: la seguridad económica de Estados Unidos.


Cuando el entonces presidente Donald Trump comenzó sus guerras comerciales en 2018, los críticos lanzaron una acusación de tres palabras: los aranceles son impuestos.

Con el Presidente Biden manteniendo muchos de esos aranceles y Trump prometiendo más si es reelegido, las críticas han aumentado. Dos nuevos estudios muestran que los aranceles son regresivos, lo que significa que recaen más en las familias de menores ingresos que tienden a gastar más de estos en productos importados baratos.

Sin embargo, aunque el debate sobre quién paga los aranceles es acalorado, puede que no sea lo más importante. Los aranceles a China no pretenden recaudar dinero, sino reducir la dependencia estadounidense de un adversario potencial. En ese sentido, no son como otros impuestos, ni siquiera como los aranceles de épocas anteriores.

En su obra definitiva “Clashing Over Commerce: A History of U.S. Trade Policy”, el economista del Dartmouth College, Douglas Irwin, muestra que la política arancelaria ha pasado por tres fases distintas desde el siglo XVIII.

Ingresos, restricciones, reciprocidad...

Desde la independencia hasta la Guerra Civil, escribe Irwin, el propósito de los aranceles era principalmente recaudatorio: representaban el 90% de los ingresos federales. Desde la Guerra de Secesión hasta la Gran Depresión, el objetivo fue la restricción: proteger de las importaciones a los fabricantes del norte, representados entonces por el partido republicano, recientemente dominante.

Una tercera era comenzó con la aprobación de la Ley de Acuerdos Comerciales Recíprocos en 1934, que facultaba al Presidente para negociar aranceles más bajos si otros países hacían lo mismo. La reciprocidad siguió siendo el paradigma dominante después de la Segunda Guerra Mundial, ya que los presidentes de ambos partidos trataron de derribar las barreras comerciales de otros países mediante una mezcla de zanahorias (acuerdos comerciales) y garrotes (aranceles y cuotas específicas).

Los aranceles iniciales de Trump sobre paneles solares, lavadoras, acero y aluminio mezclaban restricción y reciprocidad, protegiendo a algunas industrias al tiempo que presionaban a Canadá, México, Japón y Corea del Sur para que revisaran sus relaciones comerciales con Estados Unidos.

...ahora realineamiento

Los aranceles que impuso a China y a los que acaba de sumarse el Presidente Biden, son un animal completamente distinto. En parte tienen que ver con la restricción y la reciprocidad, protegiendo a las industrias nacientes e incitando a China a cambiar su forma de actuar. Pero el objetivo más fundamental es la realineación: diversificar el comercio estadounidense lejos de China. Los funcionarios temen que su dominio en numerosos productos manufacturados y minerales procesados otorgue a China demasiada influencia sobre las economías de Estados Unidos y sus aliados y, en última instancia, sobre su seguridad. Ese temor ha aumentado con la amenaza de un nuevo “choque chino” de exportaciones de productos manufacturados baratos.

La oficina de Katherine Tai, embajadora comercial de Biden, lo dejó claro al explicar la semana pasada por qué muchos importadores, tras solicitar prórrogas a sus exclusiones de los aranceles, estas fueron denegadas. Muchos “simplemente afirmaron que no había productos (alternativos) disponibles, porque China seguía siendo la fuente de menor costo”, comentó. Ampliar sus exclusiones simplemente retrasaría el cambio a “fuentes de suministro alternativas y continuaría su dependencia de los proveedores y productos chinos, lo que socava el objetivo de” cambiar el comportamiento de China.

Quién paga los aranceles depende de múltiples factores. Según varios estudios, los importadores estadounidenses pagan más por los aranceles, pero esos costos no repercuten necesariamente en los consumidores. Sin embargo, algunos investigadores concluyeron que el aumento de las importaciones procedentes de China tras su entrada en la Organización Mundial del Comercio en 2001, aunque desplazó a millones de trabajadores estadounidenses, benefició a la mayoría de los consumidores gracias a unos precios más bajos. Lógicamente, los aranceles perjudicarían a esos mismos consumidores.

Los pobres pagan aranceles

Los economistas Amit Khandelwal, de la Universidad de Yale, y Pablo Fajgelbaum, de la Universidad de California en Los Ángeles, lo ilustran nítidamente estudiando el aumento de la exención “de minimis”, por debajo de la cual los paquetes pequeños pueden entrar en Estados Unidos libres de aranceles, de US$ 200 en 2016 a US$ 800.

Los autores descubrieron que el 74% de los envíos directos recibidos en el código postal más pobre eran de minimis, frente al 52% de los más ricos. El de minimis es controvertido: muchos importadores lo utilizan para eludir los aranceles a China. Los gigantes del comercio electrónico Shein y Temu lo utilizan para realizar envíos de China a Estados Unidos.

Algunos congresistas y asesores de Trump quieren suprimirla. Según los autores, eso perjudicaría a los pobres: los habitantes de los códigos postales de ingresos más bajos perderían US$ 45 al año, frente a los US$ 35 de los códigos postales de ingresos medios y los US$ 81 de los más ricos.

En la actualidad, los aranceles representan el 2% del valor de las importaciones. Esa cifra se dispararía a casi el 17%, la más alta desde la aprobación del arancel Smoot-Hawley en 1930, si Trump es reelegido y lleva a cabo su amenaza de aumentar los aranceles hasta el 60% o más respecto de China y hasta el 10% del resto del mundo, según Sarah Bianchi y Matthew Aks de Evercore ISI, una empresa de corretaje.

“Eso sí que afectaría, sobre todo, a los hogares con rentas más bajas”, señalan Kimberly Clausing y Mary Lovely, del Instituto Peterson de Economía Internacional, que calculan que el poder adquisitivo del 20% de los hogares más pobres se reduciría un 4,2%, pero el del 1% de los más pudientes sólo un 0,9%. Esto no refleja todos los costos, que incluyen a los productores menos eficientes que ganan ventas a expensas de los consumidores y las interrupciones derivadas de la reorganización de las cadenas de suministro.

Los aranceles como impuestos “pigouvianos”

Que estas desventajas acaben con los argumentos a favor de los aranceles depende de lo que consigan. Los aranceles a China pueden considerarse un impuesto “pigouviano”. Llamado así por el economista británico Arthur Pigou, este tipo de impuesto compensa algunos daños sociales colaterales, del mismo modo que un impuesto sobre el carbono ayuda a reducir el calentamiento global. Los consumidores soportan un costo directo de los aranceles a China, pero Estados Unidos en su conjunto obtiene una base de suministro menos vulnerable y más diversificada. Acabar con la excepción de minimis elimina una laguna jurídica utilizada para evitar esos aranceles.

No obstante, las consecuencias distributivas son reales. Una respuesta podría ser devolver parte de los ingresos de los aranceles a los más afectados, como hace Canadá con su impuesto sobre el carbono. Pero como señalan Clausing y Lovely, el plan de los republicanos de prorrogar su recorte fiscal de 2017, gran parte del cual expira en 2025, haría lo contrario, proporcionando beneficios desproporcionadamente grandes al 1% más rico y poco al 20% más pobre.

Los aranceles son más que impuestos. También son un instrumento de competencia geopolítica. No obstante, como todos los impuestos, imponen costos que deben sopesarse frente a sus beneficios. No está claro qué beneficio podría justificar golpear a todo el mundo con un arancel del 10%, especialmente si el mundo toma represalias.

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