“Desde el principio, creí que si hacíamos nuestro trabajo bien y de corazón, preparábamos el terreno y establecíamos el tono adecuado”, proclamó Michael Lang en sus memorias The Road to Woodstock (2009). “La gente revelaría su yo superior, y crearía algo increíble”, afirmó.

En el recién estrenado documental de Netflix Fiasco total: Woodstock 99, Lang evalúa aquella última edición como “una oportunidad perdida”, a tres meses de morir el pasado 8 de enero, a los 77 años. “Había idiotas en la multitud”, sintetiza con expresión de hastío propia del que responde muchas veces las mismas preguntas, respecto a las fallas organizativas que convirtieron aquella reunión entre el 22 y el 25 de julio de 1999 en una base aérea abandonada, en símbolo de caos y vandalismo.

Michael Lang. (Photo by Brad Barket / GETTY IMAGES NORTH AMERICA / AFP)

“No puedes elegir a quién vender boletos”, remata Lang, como una manera de zanjar la responsabilidad del desastre.

La masa revelando “su yo superior” en aquel tercer episodio del más famoso de los festivales musicales de todos los tiempos, reaccionó a un ambiente de componentes precisos para desatar un infierno: una larga pista de aterrizaje con escenarios separados a 2.4 kilómetros sin sombras para evadir una temperatura de 38º, servicios sanitarios desbordados desde el primer día, y precios astronómicos por agua -entre cuatro y doce dólares la botella-, y pizzas individuales a 12 dólares.

En el remate del siglo XX, Woodstock ‘99 congregó una ciudadela efímera de 400 mil personas en torno a una infraestructura y personal operando bajo recortes presupuestarios, a fin de conseguir ganancias.

Ninguna de las versiones previas había dejado dinero por venta de boletos. En el primer Woodstock la gran mayoría de los 450 mil asistentes no pagó la entrada de 18 dólares por tres días, mientras en la edición de 1994 menos de la mitad canceló,  sólo 164 mil tickets para una asistencia de 350 mil personas.

El gentío contaba además con la banda sonora perfecta para descargarse en clave disturbios, gracias al protagonismo en el cartel de una camada de rock blanco endurecido y enojado con actitud de niño con rabieta y gestos apropiados del hip hop, el andamiaje psicológico y estilístico que sostenía a la generación del nü metal.

Así, un evento que 30 años antes había encarnado el fin de una era fenomenal para la cultura de masas, como habían sido los 60 en un lema de paz y amor, se convirtió en furia contra la máquina. O, si se quiere, en una demostración masiva de usuarios descontentos con el servicio.

A pesar de los gigantescos incendios desatados el último día con el show de cierre de Red Hot Chili Peppers interpretando Fire de Jimi Hendrix, del saqueo de puestos gastronómicos arrasando con lo poco y nada que quedaba de comida, y la destrucción de una docena de gigantescos remolques, hubo apenas 31 detenidos. Toda la violencia fue dirigida en contra de la precaria infraestructura. No hubo mayores incidentes entre el propio público excepto las denuncias de violación en medio de los pogos, descartadas de plano por Lang tras asegurar que había revisado atentamente las grabaciones de los conciertos más provocativos, contando Limp Bizkit y Korn. Aún así, las imágenes reportaban decenas de manoseos a mujeres de torso desnudo, las cuales además eran replicadas por el sitio web del festival.

El documental de Netflix expone la mayoría de estos hechos, pero a cambio romantiza y atenúa lo sucedido en 1969, como tampoco ahonda en la versión de 1994, también a cargo de Michael Lang, acusada por su excesivo espíritu comercial.

Los hechos de cada una de las versiones de Woodstock a lo largo de 50 años, incluyendo la triste intentona de conmemoración de medio siglo en 2019, y unas reuniones a media máquina con artistas de segundo orden, coinciden que a nivel organizativo el festival siempre rondó la catástrofe con pérdidas y caos.

Aunque Woodstock sentó las bases de esta clase de reuniones musicales masivas, estableció con triste elocuencia el manual de lo que no se debe hacer.

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Michael Lang tenía 26 años cuando se asoció con Artie Kornfeld, Joel Rosenman y John P. Roberts para organizar el primer Woodstock en 1969. No era un novato en el rubro. El año anterior había trabajado en el Miami Pop Festival con The Jimi Hendrix Experience como cabeza de cartel. La lluvia, convidado de piedra de estos eventos, obligó a suspender la segunda jornada.

El origen de Woodstock fue una combinación de espíritu hippie y negocios afinados en Manhattan. Michael Lang vivía en Woodstock a 175 kilómetros de la Gran Manzana, localidad de moda por ser la residencia de Bob Dylan. Allí conoció a Kornfeld, con quien compartía el origen judío de Brooklyn, en tanto Rosenman (también neoyorquino y judío) y Roberts eran “jóvenes con capital ilimitado” del Upper east side, según publicaron en The New York Times y The Wall Street Journal. Los cuatro dieron vida a Woodstock Ventures.

Desde un comienzo, Woodstock concita la paradoja de llevar el nombre de una localidad cuyos residentes rechazaron el festival inmediatamente. El evento peregrinó por varias zonas periféricas de Nueva York, hasta que lograron convencer a medias a las autoridades de Bethel, a pesar de la negativa de la comunidad. Debido al retraso en la locación, el montaje del festival debió sacrificar el cercado. Como consecuencia, a un par de días del inicio, ya había 50 mil personas instaladas gratis en el predio.

El ambiente de hermandad que ha persistido como sinónimo de Woodstock no fue exactamente así. Circulaba LSD de dudosa procedencia y el público se enfrascaba en acaloradas discusiones entre los que estaban de pie cerca del escenario, y quienes permanecían sentados más atrás. Los elevados precios de la comida cabrearon a la gente, pero la comunidad hippie Hog Farm se comprometió a repartir raciones básicas.

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A 10 años del primer Woodstock, se celebró un show en una sala secundaria del Madison Square Garden con artistas que se habían quedado pegados en los 60, como Country Joe and the Fish. En 1989 surgió una reunión espontánea donde se había realizado el festival, hasta donde llegó el padre de Jimi Hendrix.

Cuando se conmemoraron los 40 años, se montó una gira titulada pomposamente Heroes of Woodstock. Sobrevivían apenas uno que otro miembro original de bandas como Canned Heat y Jefferson Airplane (bajo el nombre Jefferson Starship).

En 2014, Michael Lang anunció planes para conmemorar los 50 años en 2019.

Tal como había sucedido medio siglo antes, el productor terminó trabajando contra el tiempo, en tanto declaraba a la prensa estar acostumbrado al “legado de Woodstock”.

Pero las cosas ya no eran como en los días del hippismo, cuando las dificultades enfrentadas previamente por el festival obraron como publicidad. Ahora no. A fines de abril de 2019, cuando la venta de entradas llevaba apenas una semana y el panorama de una nueva versión de Woodstock sembraba más indiferencia que atención, el principal inversor, la firma japonesa Dentsu Aegis, se retiró del negocio llevándose 17.8 millones de dólares.

Lo que siguió fue una penosa debacle entre artistas ya pagados desmarcándose del evento y Lang buscando nuevas localidades que, tal como había ocurrido en 1969, rechazaron recibir el festival como sucedió con la pequeña Vernon, donde se recordaba perfectamente el desastre de Woodstock 99 en Rome, donde estaba la base aérea, vecina a sólo 22.5 kilómetros.

Aunque Michael Lang prometió un parque infantil y un sector VIP exclusivo para los vecinos en reuniones donde las bebidas corrían por cuenta de la producción, hubo cuatro rechazos a la solicitud de realizar el evento.

Entre las últimas instancias, Lang apeló a los artistas a realizar un show gratuito. Sólo John Fogerty, el ex líder de Creedence Clearwater Revival, presentes en Woodstock 69, dijo estar dispuesto. “Soy de la América antigua”, declaró a Rolling Stone. “Odio que me paguen por no hacer nada. Así que me imagino que lo donaría a una buena causa. Ese sería el mejor uso de los fondos”.

Nunca ocurrió.

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