Columna de Ascanio Cavallo: El último salto

El presidente del Consejo Directivo del Servicio Electoral, Andrés Tagle, exhibiendo el facsímil del voto para el plebiscito constitucional del próximo domingo 17 de diciembre.
El presidente del Consejo Directivo del Servicio Electoral, Andrés Tagle, exhibiendo el facsímil del voto para el plebiscito constitucional de este domingo 17 de diciembre. Foto: Sebastián Beltrán Gaete / Agencia Uno.


La primera de las muchas rarezas que tiene el plebiscito de hoy es el hablante. ¿Quién pregunta a los chilenos por el nuevo proyecto de Constitución? Por lo general, un plebiscito es una interpelación del gobernante al pueblo: el que dirige el Estado es quien asume la facultad de interrogar a la ciudadanía su opinión sobre un asunto. Y esa idea se refuerza porque, por razones de obvia economía, los plebiscitos son vinculantes, producen efectos, no dejan las cosas como estaban. En el caso de Chile, hoy, no es el gobierno quien habla. El hablante, el interpelador, es un Consejo Constitucional que, para agrandar la paradoja, ha estado controlado por la oposición.

La segunda rareza es la materia. ¿Qué se pregunta? Si el pueblo de Chile está a favor o en contra del proyecto elaborado por este Consejo. Ese texto tiene 216 artículos permanentes y 62 transitorios, lo que lo convertiría, aún sin los últimos, en la Constitución más larga de la historia de Chile. Como todas las constituciones (el sitio constitute.org permite comparar 203 de todo el mundo), puede ser enrevesada, pero no inocua: imagina a un lector y a un país, entrevé un mundo posible. Tiene un destinatario.

La tercera rareza es el tiempo. El texto que se vota hoy fue elaborado durante seis meses. Pero en realidad es el último paso después de cuatro años de debates en torno a no una, sino cuatro constituciones. Esto puede ser un récord mundial. Algunos abogados lo llaman “momento constituyente”. Se refieren a algo más breve, por supuesto, pero la realidad social lo estiró por alguna razón. Se negó a zanjarlo antes, a riesgo de producir frustración, hastío e indiferencia. Habrá que preguntarse por qué.

El “momento” se ha tomado casi la mitad del gobierno de Boric, sólo si se hace el cómputo temporal. Si se escoge un cómputo espiritual, lo ha ocupado por entero; será recordado por el imperio abrumador de la obsesión constitucional. Los historiadores del futuro dirán, tal vez, que el gobierno elegido sobre la ola de las convulsiones del fin del 2019 ligó su programa a un cambio constitucional “estructural” y antes de cumplir seis meses lo vio derrumbarse en una contraola, inesperada, pero no impredecible. Fue, acaso, el momento en que el gobierno descubrió que no gobernaba al pueblo que creía.

Otra rareza: una campaña electoral casi en sordina, que bien podría ser recordada también como una de las más sucias de la historia. Por lo general, se denomina “sucia” a una campaña con ataques personales; en este caso no ha sido eso, sino una frondosa proliferación de malentendidos y mentiras. Los lingüistas llaman a esto “falsa identificación”, semiosis e intencionalidad orientadas para embolinar la interpretación. La Convención Constitucional del año pasado atribuyó su resonante derrota a la “desinformación” (y de paso obsesionó al gobierno), pero ese fue un juego de niños comparado con lo que ha circulado en estos días. De todos modos, el resultado no será atribuible a tales maniobras. No se debe maltratar de esa manera la conciencia de la ciudadanía.

Lo que se resuelve hoy es la Constitución que regirá por los próximos años: la que propone el Consejo Constitucional o la que está vigente, firmada por el presidente Lagos en el 2005. Sigue siendo un enigma por qué Lagos no plebiscitó esas reformas aquel año. Pero más llamativo ha sido el silencio de sus autores frente a la sistemática denigración de que ha sido objeto ese texto, a pesar de todo lo que costó concordarlo en el Congreso. Ahora, sardónicamente, es la línea de retroceso para los que votarán en contra del nuevo proyecto.

Luego están los efectos políticos. Si el proyecto del Consejo Constitucional es aprobado, se tratará de la tercera derrota consecutiva del oficialismo, lo que tendría que redundar en una reorganización del gobierno. La profundidad de esa revisión es muy dudosa, porque hasta ahora han sido los partidos los que lo determinan, mientras que el Presidente ha concentrado sus esfuerzos en arbitrar algunos equilibrios entre ellos.

Algo más: el proyecto obliga al gobierno a dictar una treintena de leyes, varias de ellas con plazos perentorios, para crear o ajustar órganos estatales, las que tendrán que añadirse a la ya urgida agenda de seguridad. Es trabajo suficiente como para copar completamente la última mitad del cuatrienio.

Otra cosa es la dimensión estratégica. Los incentivos de los partidos para mantener su lealtad con el gobierno son decrecientes si suma otra derrota y hay unas elecciones -las municipales y de gobernadores de octubre- que se aproximan a toda velocidad. Uno de los partidos pivotales del Frente Amplio está tocado de muerte y el proyecto de la fusión se sigue demorando. Es muy prematuro para apostar, pero no lo es para preguntarse qué hará el Socialismo Democrático entre el 2024 y el 2025.

Si el proyecto del Consejo es rechazado, el gobierno tendrá un alivio. Las cosas quedarán, al menos, como están. El mayor esfuerzo de la derecha en muchos años se verá truncado. La oposición tendrá que refrenarse y quizás reordenarse. Es difícil -no imposible- que el gobierno lo quiera tratar como una victoria, porque eso sería aceptar que la Constitución vigente es perfectamente buena para mantener su gestión. Sería mutilarse de la posibilidad de seguir intentando el cambio de esa Constitución. Sería un contrasentido con todo lo que han dicho sus dirigentes. Sería impresentable.

Pero sería un respiro.

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