Columna de Ernesto Ottone: El estallido de las urnas

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El sábado 3 de septiembre fue un día extraño, calmo y nervioso a la vez, a fin de cuentas, el plebiscito del domingo pasado no era algo banal. Aun cuando no ponía un punto final a nuestro camino constitucional, era un hito cristalizador de tres años irritados y revueltos, donde el ritmo sereno de nuestra convivencia se había perdido.

Desde octubre del año 2019 se había roto una cierta normalidad en el procesamiento de la conflictualidad propia de una democracia. Después de 20 años de impulso propulsivo con resultados bastante más buenos que malos para Chile, en los últimos 10 años las cosas habían desmejorado lentamente y había comenzado a desarrollarse una convivencia áspera y agria.

Los logros alcanzados parecían pocos, la paz social algo aburrida, los enojos se habían vuelto desmesurados, todo se volvió sospechoso y la desconfianza aumentó. Las adhesiones a identidades reales o doctrinarias se manifestaron con una expresividad agresiva, florecieron las posiciones radicales intratables en sus principios y enemigas de los compromisos.

Surgió una violencia vandálica que las buenas almas no compartían, pero comprendían. Se realizaron manifestaciones sociales enormes de quienes habían mejorado sus vidas, pero que se sentían todavía muy lejos de la tierra prometida. La percepción de abusos, muchos reales y algunos menos, se volvió retroactiva y la vida cambió en Chile.

La seguridad ciudadana se desmoronó, el insulto y la funa transformaron a las redes sociales en extendidas cloacas, el valor del esfuerzo en el estudio fue reemplazado por un victimismo peleón, todo ello envuelto en una inesperada pandemia, que curiosamente nos mantuvo unidos, pero a la vez psicológicamente afectados y económicamente empobrecidos.

Ello cambió el cuadro político, la izquierda radical cabalgó con éxito el tigre del descontento, sin percibir lo peligroso que es cabalgar un tigre, en particular si uno se llega a caer.

La derecha complaciente y conservadora continuó mezquinando los cambios, quedando estupefacta ante el agudo malestar que se manifestaba sin saber qué hacer, salvo horrorizarse.

La centroizquierda estructurada en sus partidos desertó la reforma gradual, hizo un mea culpa de sus errores, pero sobre todo de sus aciertos, y con desenfadada frivolidad abrazó una radicalidad discursiva que le permitiera sentarse en algunas butacas secundarias en el teatro de la izquierda radical.

En esa atmósfera se conformó la Convención Constitucional, enarbolando las banderas de una reconstrucción total, de refundarlo todo, dejando las menores huellas posibles del impulso reformador que la precedía y elaborando un texto que si bien tiene aciertos que deben ser rescatados, contiene errores peligrosos que el país rechazó secamente.

También en ese ambiente se eligió un gobierno de programa maximalista, con votos moderados, para evitar la extrema derecha. Su grupo dirigente, con contadas excepciones, resultó naturalmente inexperto, pero privado de la modestia necesaria para reconocerlo e informarse de cómo funciona el Estado moderno. Es cierto que le han tocado tiempos duros, pero sus confusiones doctrinarias no han ayudado a que los enfrente con éxito.

Pareciera que el Presidente es una persona de excelentes intenciones, que procura ampliar su mirada y alargarla en bien del país, pero de pronto su intención aparece cercenada en los hechos por su formación político-cultural, por el mesianismo de quienes lo rodean, por la doble falta de mundo y de país que tiene un grupo generacionalmente homogéneo, audaz y decidido, pero de ambiciones largas y de lecturas cortas.

¿Qué sucedió el domingo pasado?

Sucedió un ejercicio democrático imposible de manipular por su extensión, de no escuchar por lo atronador del ruido que produjo, de no ver por su tamaño mastodóntico.

Hubo un nuevo estallido social, esta vez a través de las urnas, que nos dejó a todos con un palmo de narices. Pero como se realizó con lápiz y papel, en este estallido ninguna nariz sangró.

Votaron más de 13 millones de personas, casi todos los ciudadanos habilitados, quienes dijeron a través de una mayoría, que se ve muy pocas veces en una sociedad moderna, que rechazaban el proyecto constitucional que el gobierno, con el Presidente a la cabeza, había declarado hasta el cansancio que constituía algo así como la viga maestra del gobierno.

Aun cuando se quedó sin viga, el Presidente realizó esa noche un buen discurso. El cambio de gabinete realizado dos días después tuvo algo de ópera bufa, pero modificó su composición en un sentido más moderado y experimentado, aun cuando no amplió sus fronteras más allá de las fuerzas que lo apoyaban que están hoy en minoría. Veremos qué sucederá.

Ahora se deberá pensar sin atarantamientos en una nueva Convención con una fórmula verdaderamente representativa, que sea capaz de elaborar una Constitución para el siglo XXI, democrática y social, en torno a la cual se pueda generar un sólido acuerdo.

La votación del domingo 5 tiene que ser estudiada con seriedad, basta de interpretaciones doctrinarias, volubles y a la moda, basta de decirnos que la plurinacionalidad es un reclamo urgente de los pueblos originarios, cuando observamos la enorme mayoría del Rechazo en las comunas con los niveles más altos de población mapuche.

Todo indica que, tras tres años de exaltación, crispación, soberbia y ensoñaciones, resurge en la mayoría de los ciudadanos la sensación de que el método de cambio en democracia es la reforma que conjuga tranquilidad, libertad y bienestar, no es la refundación ni la revolución en cualquiera de sus formas.

Nadie tiene las llaves de la historia, ni tampoco una estrella en la frente como decía Violeta Parra. Llega un momento en el que la gente quiere vivir sus vidas serenamente, proteger sus mundos más íntimos, seguir siendo parte de un “nosotros”, con historia, con bandera y también con justicia social y con progreso, mejorando su existencia paso a paso ininterrumpidamente.

La búsqueda ríspida y conflictiva del paraíso terrenal termina produciendo cansancio. Y cuando eso aparece surge la energía para un decidido estallido de las urnas.

El Presidente de la República tiene una gran ventana de oportunidades para convencer a los suyos de emprender un camino diferente, sustentado en una plena convicción democrática, aunque ello aleje a aquellos fanáticos que son irreformables.

La derecha podría concluir que una actuación modernizadora que no deseche debatir sobre cambios necesarios puede rendirle mejores frutos que la presencia nostálgica de energúmenos reaccionarios en sus filas.

Aquellos movimientos novedosos de centroizquierda, como Amarillos por Chile, mostraron que el deseo de reformismo existe en muchos electores. Hay un mundo progresista que parecía huérfano, que encontró quién le escribiera. Las estructuras partidarias de centroizquierda, que apoyan y participan del gobierno, deben repensar cómo jugar un rol sustantivo que ayude a un curso político reformador.

De lo sucedido hace una semana se desprende la necesidad de rebarajar las cartas de la política, de mejorar y adecuar la calidad de la política para resolver los problemas concretos de la gente y construir un bienestar colectivo.

El voto obligatorio contribuyó enormemente para la participación masiva de la ciudadanía. Sin duda, deberá mantenerse y esto elevará la importancia del elemento distintivo de la democracia, “que las personas sean sujetos políticos capaces de gobernarse y gobernar”, como nos señala con acierto el filósofo español Fernando Savater.

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