Columna de Héctor Soto: Días de juventud



GRAN RESCATE. Lo que más sorprende en Dos -novela de Irene Némirovsky del año 36, recién traducida al español y publicada por De Salamandra- es su mirada desenfadada sobre la juventud francesa de los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Aunque han pasado cien años desde entonces, el horizonte que describe no parece muy diferente del de hoy: frivolidad, derroche, hedonismo, horror al compromiso y una pesada mochila de anomia y traumas personales asociados en ese entonces a la experiencia bélica. Por más que al comienzo de esta narración todo parezca dispuesto para el desarrollo de una gran e idílica historia de amor, entre una joven bonita, elegante y un tanto ansiosa, y un joven que todavía no encuentra su destino, pero que va de fiesta en fiesta porque la situación de su familia se lo permite, lo cierto es que las expectativas se frustran. De partida, no es el flirteo clásico entre chica y chico bien. La relación es más bien neurótica (“en los jóvenes, el deseo se disfraza primero de juego y después de batalla”) y, de hecho, contraen matrimonio cuando ya el amor que los embriagó va en caída libre. Lo que viene después obviamente no es fácil. Una vida conyugal gélida, con más rencores que fuego y más silencios que mutua comprensión. No es un despropósito recordar que la autora nunca se hizo muchas ilusiones de la vida. Conocía la fragilidad de los sentimientos, había tenido mala relación con su madre, desconfiaba de las máscaras y fue muy crítica de la desidia de hombres y mujeres para reconocer lo que son y lo que quieren. Peor aún: ella misma fue víctima de dos de los más infames episodios de la historia política del siglo XX, como exiliada de su patria por la revolución rusa, primero, y como miserable tributo del régimen de Vichy, después, a las deportaciones de Auschwitz. Murió a los 39 años, en 1942, en ese campo de concentración, cuando ya su prestigio literario parecía instalado para siempre, al menos en Francia. Algo ocurrió, sin embargo, que no fue así. Un extraño manto de olvido forzoso cayó sobre su obra (quizás porque tuvo una mirada bastante crítica sobre el mundo judío, que era el suyo y del cual jamás renegó, o porque se convirtió al cristianismo o porque algún poder fáctico intervino para cancelarla), lo concreto es que fue solo en 2004, luego de que una de sus hijas encontrara el manuscrito de su obra maestra, Suite francesa, que da cuenta de las bajezas de la Francia de Vichy, cuando su nombre vuelve a transformarse en un acontecimiento editorial. Al morir, Irene Némirovsky ya había escrito 18 novelas y unos 50 relatos. Una superdotada.

PURA DISPERSIÓN. Truffaut, el director de Los 400 golpes, pensaba que todas las películas que realmente importan estaban basadas en una idea profunda que siempre puede resumirse en una palabra. Lola Montes, decía, es una cinta sobre el adulterio; Elena y los hombres, sobre la ambición y la carne; Un rey en NY, sobre la traición; Sed de mal, sobre la nobleza; Hiroshima, mon amour, sobre el pecado original. Es un ejercicio muy clarificador. Más de la mitad de las películas que vemos no tienen la menor idea de qué tratan ni para dónde van. Son pura dispersión. Es sano recordar a Truffaut frente a una cinta como Winter boy, ante la cual un sector importante de la crítica ha decidido rendirse, quizás si para mostrar empatía y buena onda. No es el primero y tampoco será el último triunfo del buenismo. Winter boy, que fue muy aplaudida en Toronto y San Sebastián y que ha estrenado Mubi, es una cinta que combina el duelo (la muerte del padre), el coming-of-age (un chico de 17 obligado por las circunstancias a crecer) y el tema de la identidad sexual (puesto que, al margen de su relación con un compañero del colegio, el protagonista se enamora cuando va a París de un amigo de su hermano mayor). Christophe Honoré, el director, ha advertido que todo esto es muy autobiográfico. Y si eso no bastara, el propio protagonista dice al comienzo: “Mi vida se convirtió en un animal salvaje, al que no puedo acercarme sin que me muerda”. ¡Bravo! Pero es complicado que las películas no hablen por sí mismas. Por de pronto ese “animal salvaje” aquí nunca aparece. Es más: como película de duelo el resultado es tibio (nada que ver con títulos potentes como La habitación del hijo o Manchester frente al mar, por decir algo); como tránsito a la madurez, errático y, como tributo a la identidad, bueno, todo parece muy resuelto y complaciente. Entonces, ¿de qué va la película? Mejor ni preguntar. Digamos que simplemente va. El chico es simpático. La historia se deja ver. Juliette Binoche, en el rol de la madre, es convincente, lo cual no es ninguna novedad. Está bien, cumple, zafa. Listo, que pase la siguiente.

QUÉ MARAVILLA. Según la nota inicial del editor de las portentosas y recientes versiones de estos clásicos, nunca sabremos si Homero, el autor de la Odisea y la Ilíada, existió o no. ¿Fue un solo poeta o fueron muchos? Se lo asocia a un viejo rapsoda que recorrió las ciudades griegas cantando las gestas de los héroes de antaño. ¿En qué momento habría quedado ciego? Nada está muy claro. Lo que sí es indiscutible es que las ediciones de la catalana Blackie Book son espléndidas y se basan en las traducciones que hizo Samuel Butler de los originales griegos a mediados del siglo XIX, según Borges la más fiel de las versiones homéricas. Son libros preciosos, bellamente ilustrados por Calpurnio y complementados por textos referenciales de autores como Eurípides, Dorothy Parker, Augusto Monterroso, Margaret Atwood, Alessandro Baricco o Nick Cave, entre otros. A no perdérselas.

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