Columna de Marcelo Contreras: El caso Cris MJ: la violencia y la ira

Relacionar el crimen con una determinada música popular es cuento viejo. Las iniciativas que de tanto en tanto pretenden prohibir la música urbana yerran el análisis.



El video de Cris MJ (21) blandiendo un arma mientras balbucea en contra de un productor que lo acusó de no reconsiderar la tarifa de un show con baja venta, resulta triste antes que amenazante. “Agradezcan que hice el evento c****o”, desafió el joven artista, como si su presencia en vivo fuera un favor hacia el público y el organizador del concierto. Luego, entre amenazas, exhibe lo que parece ser una Glock 19, favorita global de militares, policías y agencias de seguridad. La bravuconada duró hasta que el intérprete de Una Noche en Medellín se presentó voluntariamente a la PDI. La pistola -una versión de aire comprimido con proyectiles plásticos-, fue requisada.

El orgullo callejero, la pandilla, la ostentación de armamento y lujos de dudoso gusto, unidos a manifestaciones hedonistas narcóticas y sexuales, configuran la genética urbana proveniente del rap nacido en las barriadas negras estadounidenses hace medio siglo, en una mezcla de realidad y aspiración concentrada en lo material.

Es una cotidianidad musicalizada, destinada a calar hondo en zonas densamente pobladas de vida cuesta arriba, mucho más identitaria que las ínfulas intelectuales y estéticas del rock, relevado por la cultura hip hop de su posición dominante en el mercado juvenil a partir de los 90.

La música urbana, acusada de pólvora de la delincuencia, propone el soundtrack pero difícilmente origina y dictamina una compleja problemática, gatillada en la desigualdad y la falta de oportunidades.

Relacionar el crimen con una determinada música popular es cuento viejo. En los 50, el establishment estadounidense declaró un auge de la delincuencia juvenil por culpa del rock & roll. Los medios se engolosinaron con la detención de Elvis por golpear al dueño de una gasolinera. Qué mejor ejemplo de lo nocivo del rock si su rey resolvía los problemas a puñetazos.

Las iniciativas que de tanto en tanto pretenden prohibir la música urbana yerran el análisis. La delincuencia no va a descender mediante la censura de una expresión artística, bien lo dijo esta semana Marcianeke en Culto. “(...) si yo dejo de cantar de violencia”, planteó, “¿va a parar la delincuencia?”.

Los artistas chilenos del género llevan un tiempo luciendo armas en videos. Según los partidarios, reportan su realidad. Puede ser, como presumir es parte del juego.

El video de Cris Mj, el descontrol de Pailita en el Festival de Viña, o los roces de Pablo Chill-E con la ley, exponen otro flanco, un bache del negocio en Chile, como es la necesidad de management profesional guiando y puliendo a esta camada, aún de reparto en el estrellato latinoamericano, muy por detrás de Argentina y Colombia.

Los artistas no se construyen sólo por cifras de reproducciones o convocatoria, sino por la definición de un personaje público capaz de verbalizar su arte e intenciones. Varias de estas figuras muestran enormes dificultades para expresarse, en tanto manejan la exposición con reacciones infantiles y gratuitas, desbordados por el estatus de estrella pop, en un mundo que ya no banca las salidas de madre.

Pablo Chill-E

Esta clase de trayectorias no difiere de un futbolista humilde convertido en crack. En el deporte algunos aprenden y mejoran sin dejar de encarnar el barrio con orgullo, mientras en el urbano local, en particular las figuras masculinas (las artistas femeninas resaltan más articuladas), batallan y pierden con las ideas y las palabras.

La calle y la cuna pueden seguir alimentando el imaginario musical, sin necesidad de que el personaje público se exprese y reaccione como un pandillero propenso a la violencia y la ira.

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