Elecciones y textura democrática
No se puede y quizás no se debe esperar que los procesos electorales en democracia sean un largo río tranquilo.
Al fin y al cabo, son una competencia donde se trata de ganar y quienes aspiran a la Presidencia deben mostrar que tienen mejores pergaminos y talentos que el adversario para darle un mejor gobierno al país y al mismo tiempo mostrar las insuficiencias de su competidor.
El problema surge cuando en vez de priorizar los aspectos propositivos de gobierno, predomina la riña y la pendencia, olvidando que en democracia el ganador debe ser capaz de unir a la gente tras sus objetivos y establecer un denominador común que los haga vivibles aún para los perdedores, pudiendo así lograr una gobernabilidad que permita que el país funcione bien.
Cuando se pierde ese espíritu se desgarra la textura democrática y el proceso electoral se transforma en una batalla donde en el centro no están las propuestas ni las ideas sino la denuncia del peligro que representa el adversario que se vuelve la encarnación del mal y pasa a transformarse en un enemigo. Si eso sucede, y me temo que algo de eso estamos viviendo, desaparecen los consensos básicos de una democracia.
Tienden naturalmente, en ese caso, a predominar emociones negativas. Se cultiva el malestar y la cólera, desaparecen los matices, todo es blanco o negro, se desarrollan las posiciones extremas tanto de izquierda como de derecha, más aún cuando la base comunicacional tecnológica que hoy poseemos genera una rearticulación del conflicto político, llevándolo a niveles rupturistas y debilitando la democracia.
Frente a las dificultades de la realidad, la dialéctica democrática puede degradarse hacia una realidad alternativa a la que no le importan los datos objetivos surgidos del conocimiento científico, las estadísticas, las cifras, la necesidad del crecimiento económico y la obligación de pensar el largo plazo para definir los intereses del país y tener un progreso sólido y sustentable.
En dicha realidad alternativa cualquier afirmación tiene el mismo valor, la afirmación comprobable cuenta tanto como el eslogan, la mentira repetida puede transformarse en verdad.
La realidad alternativa de los diferentes ideologismos tiende a ser construida solo en base a percepciones y sentimientos las más de las veces negativos, de resentimiento, de espíritu complotista, de respuestas simples y autoritarias frente a lo complejo. Para la frase demagógica todo es simple de resolver, si algo no se resuelve es porque falta voluntad política. Ya no se trata de convencer, basta con vencer. Por ello, cobra fuerza la idea que se necesita un hombre o una mujer providencial rodeado de un núcleo dispuesto a todo.
Como ya los golpes de Estado dejaron de ser eficientes se trata de desarticular la democracia desde su interior. Eso es lo que ha llevado al poder a los Chávez y los Maduro, a los Ortega, los Bukele y los Milei, los Putin y los Orban, a Erdogan, al propio Netanyahu y, lo más grave, a Trump a través de procesos electorales, algunas veces turbios. Como país estamos todavía muy lejos de todo eso, pero no incontaminados.
En nuestro proceso electoral hay candidatas de vocación democrática tanto en la izquierda como en la derecha. Una de ellas encarna un progresismo reformador, la otra una derecha abierta al centro, que pretende responder a los problemas que existen con eficiencia, pero respetando las reglas democráticas. Por ello, su método electoral debería buscar una expansión centrípeta de su apoyo atrayendo votos para un consenso mayoritario en sectores moderados.
Pero también en ambos sectores, particularmente en la extrema derecha, hay candidaturas que están más cerca de los populismos autoritarios y refundacionales, a quienes los valores de la democracia liberal no les resultan atractivos. Ellos buscan agrupar diversos resentimientos y miedos que tienen en común el descreimiento y la ignorancia de la complejidad del funcionamiento democrático. Buscan una extensión centrífuga hacia los extremos, que unan las diversas intolerancias y desazones en torno a propuestas zafias, rústicas y simplonas.
Por ello, la actual elección es peligrosa para la democracia pues el estado de ánimo cívico está alterado por lo sucedido en los últimos años, por el aumento de la criminalidad, la decadencia moral y la corrupción, la lentitud del avance económico y la pobre regulación de la migración. No son tiempos buenos ni en Chile ni en el mundo, aun cuando tampoco de catástrofe y caos en nuestro país como algunos señalan.
El gobierno actual debería jugar un rol estabilizador. Ya pasó su cuarto de hora, debería mejorar en estos meses que le quedan su gestión y evitar conflictos, olvidar de una vez la refundación que ya no fue. La cuenta del presidente naturalmente fue más que generosa con sus logros y demasiado distraída con sus errores, algunos de sus anuncios sabemos todos que no verán la luz, pero su tono mostró un apreciable aprendizaje cívico que es alentador.
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