Columna de Diana Aurenque: Trump, nacionalismos y el “placer” moral

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Foto: Donald Trump.


La elección de Trump impacta y preocupa. Como señaló el politólogo Fernando Vallespín: “Con él (Trump) gana la masculinidad más rancia y casposa, el desprecio hacia las minorías, el supremacismo blanco, la apología del dinero y el vituperio de la solidaridad y la igualdad”. La victoria del “make America great again” se enmarca en el “actual reverdecimiento del nacionalismo más rancio” que observamos en distintas partes del mundo.

¿Cómo se explica este aumento de tendencias nacionalistas sin “ningunear”, culpar a la desinformación o ignorancia de los votantes? El auge de corrientes nacionalistas, como en Estados Unidos, se basa quizás en que a nivel del ordenamiento político seguir una moral liberal, humanitaria y/o progresista se ha vuelto fatigoso. Así, la “migración humanitaria”, si bien puede considerarse un ideal social, este pierde fuerza al ser contrastado con otras demandas cotidianas de los votantes. La sensación de que, con sus impuestos, terceros, migrantes (que quizás ni siquiera comparten una lengua o cultura común) están mejor, e incluso, mejor que los “propios nacionales”, no despierta buenas emociones.

Supongamos que una persona podría sentir gran satisfacción de que sus impuestos, si bien no irán a su propio e inmediato beneficio -por ej. mejores luminarias, mejor acceso a servicios de salud o más áreas verdes-, se invertirán en la integración de inmigrantes (clases de castellano, albergues, acceso a la salud, etc.). Ahora bien, aquella satisfacción, sentir ese “placer” moral no puede ser exigido a otros; es decir, solo yo puedo poner en segundo lugar mi bienestar directo, mis intereses concretos y necesidades, por razones morales. Sin ese reconocimiento libre e individual pareciera ser que nos pasan a llevar; si no se experimenta desde una genuina satisfacción -ayudar, compartir, etc.-, se vive como una tiranía, como un mandato injusto que sitúa intereses de otros, por el hecho de estar “peor” que yo (inmigrantes o refugiados), por encima de los míos.

Objetivamente hablando, un inmigrante puede estar muchísimo más vulnerado que nosotros, los nacionales (más si trata de mujeres, pobres, indígenas, etc.), pero en la práctica se trata de terceros “abstractos” que no me son más cercanos que mis vecinos, familia -mi grupo cercano de interés-. Así, no es una abstracción moral, sino una emoción moral la que predomina: la sensación de que “yo”, mi individualidad subjetiva e histórica, la de mi esfuerzo y el de los míos, no vale tanto ni pesa tanto como la condición de “víctima” o “vulnerado” de otros que me son lejanos. Esa sensación produce resentimiento, es decir, la inversión de ver en la víctima a un victimario; de esto emerge el combustible resentido ideal para el reverdecimiento de nacionalismos rancios -resumimos en clave psicopolítica-. La política debe reconocer, pues, las emociones resentidas y disonantes ante discursos “buenistas” o “moralistas” que no notan el desgano de la población ante exigencias que no le dan placer alguno -o hacer la moral más sabrosa.

Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile