Cuestionable forma de ejercer las acusaciones constitucionales
No ayuda al buen funcionamiento institucional que los parlamentarios se precipiten en acusar a tres jueces sin esperar que la Corte Suprema concluya sus propios procesos de investigación, trasluciendo un afán de aprovechamiento político.
Tal como había sido anticipado por distintas fuerzas políticas, a comienzos de esta semana se presentaron las acusaciones constitucionales en contra de tres ministros de la Corte Suprema, un hecho que por sus implicancias ha provocado un profundo impacto. Así, mientras el oficialismo acusó a Ángela Vivanco y Jean Pierre Matus, la oposición -en un solo libelo- acusó a Vivanco y a Sergio Muñoz, el presidente de la Tercera Sala.
No cabe duda de que los diputados están ejerciendo facultades que la propia Constitución les provee, en este caso destituir e inhabilitar del ejercicio de cargos públicos a magistrados del máximo tribunal que hayan incurrido en un notable abandono de deberes. En tal sentido, si bien se podría argumentar que con este proceder se está actuando dentro del marco institucional -y que estas acusaciones no serían un mero capricho, en atención a los comprometedores antecedentes que involucran a dichos jueces-, resulta cuestionable que los parlamentarios estén actuando de una forma tan apresurada, cuando la propia Corte Suprema ha abierto procesos en contra de todos estos magistrados en el marco de su Comisión de Ética, y la jueza Vivanco incluso fue suspendida de sus funciones, abriéndose respecto de ella un cuaderno de remoción, además de una investigación penal por parte de la Fiscalía. Se genera así un cuadro evidentemente anómalo, que además de poder afectar las garantías de quienes aparecen inculpados, desnaturaliza la lógica que subyace a una acusación constitucional, que ante todo debería ser una instancia de control a otros poderes del Estado.
En la base de nuestro sistema institucional subyace el principio del contrapeso entre los poderes del Estado, y es así como al Congreso se le ha dado la potestad de destituir a una serie de autoridades ante graves o reiterados incumplimientos de sus funciones. Con todo, lo razonable sería permitir que frente a denuncias de irregularidades que comprometan a sus integrantes sean primero las instituciones afectadas las que adopten medidas disciplinarias, y una vez conocidas sus conclusiones los otros poderes del Estado evalúen actuar en función de sus atribuciones. Así, difícilmente podría sostenerse que la Corte Suprema no está actuando frente a las denuncias conocidas, por lo que desde ya es discutible que en esta fase se pueda justificar una acusación constitucional bajo el pretexto de controlar a un Poder del Estado que sí está tomando medidas.
Si el Congreso estima que hay mérito para que estos jueces sean destituidos e inhabilitados del ejercicio de cualquier función pública por un plazo de cinco años, cuando menos se debería esperar el pronunciamiento de la propia Corte Suprema, porque no cabe descartar que el propio pleno pueda optar finalmente por remover a los jueces, sin perjuicio de que ello no es excluyente de que posteriormente además sean inhabilitados por el Congreso para ejercer cargos públicos, considerando que en el caso de los magistrados de los tribunales superiores de justicia la acusación constitucional se puede presentar hasta tres meses después de expirar en sus cargos. También parece poco prudente no esperar que concluya íntegramente el proceso en el máximo tribunal, pues existe la posibilidad de que se puedan abrir nuevas aristas penales y que permitirían una mejor apreciación de la causal de notable abandono de deberes.
En estas mismas páginas se ha insistido reiteradamente sobre la necesidad de utilizar apropiadamente la facultad de la acusación constitucional, y más allá de que tenga una dimensión de juicio político, su función primordial es asegurar el buen funcionamiento institucional. La destemplada forma en que dicha facultad ha sido ejercida en los últimos años -tanto por fuerzas de izquierda como de derecha-, en que ha sido notorio el afán por causar el máximo daño a los gobiernos antes que atender a los méritos del proceso, parece otra vez estar repitiéndose al examinar la forma como las distintas fuerzas políticas están abordando las acusaciones contra los jueces. Además de superponerse al proceso que lleva la propia Corte, queda la incómoda impresión de que la principal motivación pareciera ser la competencia por quién aparece acusando primero, o por infligir un daño político al bando contrario.
Así, por ejemplo, llama la atención que en el texto de las acusaciones presentadas por el oficialismo se señale al exministro del Interior Andrés Chadwick como un “motor del tráfico de influencias” -ante lo cual el aludido anunció la presentación de querellas en contra de los parlamentarios-, en circunstancias que con ello se están mezclando apreciaciones políticas en un libelo que debería circunscribirse a la actuación de los jueces. También fue llamativo que la oposición incluyera recién ahora una acusación en contra del juez Muñoz, considerando que uno de los cargos que se le reprochan -haber filtrado información privilegiada a su hija- se conoce desde fines de 2022. Más allá de que poner a Vivanco y Muñoz en un mismo libelo puede ser una jugada políticamente astuta, el que los parlamentarios no hayan ejercido antes sus facultades respecto de Muñoz -sin que queden claras las razones de tal inhibición- y lo hagan en este momento, denota que se está actuando con lógicas de empate.
No cabe duda de que frente a las irregularidades que se han conocido, y tratándose de la máxima instancia judicial del país, es fundamental aclararlas con total transparencia y aplicar las sanciones que contempla nuestro ordenamiento jurídico si el caso así lo amerita. Pero ello en ningún caso justifica que los parlamentarios actúen con tal nivel de precipitación y se haga un aprovechamiento político de facultades que están pensadas ante todo con lógicas de contrapeso.