De Yungay a Versalles
Gabriel Boric, el Presidente que nos prometió vivir como la gente común, se va a San Miguel. Pero no a un departamento modesto cerca del metro, ni a una casa pareada con reja blanca y jardín de suculentas. Se muda a una millonaria mansión de 1939, de casi 800 metros cuadrados de terreno, ubicada en un barrio tranquilo, con historia, con un torreón ornamental y que, desde 2026, tendrá un perímetro de seguridad presidencial. Traducido al español: un castillo progresista, con escoltas, cerco fiscal y todas las comodidades que un chileno promedio ni siquiera puede imaginar pagar.
El joven Boric, que en 2022 jugaba a ser de barrio, que se paseaba por Yungay tomando café en tazas de loza vintage y compraba marraquetas con escolta en la Plaza Brasil, hoy revela su verdadera casta: la nueva aristocracia del Estado. Porque esa es la paradoja perfecta del progresismo posmoderno: mientras predican humildad y “austeridad”, viven como si fueran condes en retiro. Venden su biografía como si fuera un acto de virtud, pero la historia real siempre termina en un palacio. Lo de Yungay fue puro Instagram, un decorado para las fotos. Lo de San Miguel, en cambio, es el desenlace inevitable: una burbuja de élite camuflada en comuna popular.
Y no solo se trata de la casa. Se trata del personaje. Boric podrá posar con la polera desteñida y la barba desordenada, pero el relato de la sencillez no se lo compra nadie. Tiene 39 años, jamás trabajó fuera de la política, y se prepara para vivir como ex Presidente vitalicio por al menos las próximas cinco décadas. Sin cotizar. Sin arriesgar. Sin haber hecho nunca una boleta. Un “jubilado dorado”, financiado por el mismo Estado que les dice a los jóvenes que se aprieten el cinturón y que esperen, que la vivienda llegará, algún día.
Porque esta no es “la casa de un ciudadano más”. Es una propiedad de élite, con fachada de discurso y fondo de privilegio. No solo cuesta más de 500 millones de pesos, sino que su reparación costará otros 200 millones adicionales. ¿Y quién lo financia? El suculento cheque que recibirá, todos los meses del resto de sus vida, con cargo los impuestos de millones de chilenos. Con esa garantía, no hay hipotecario que se resista.
¿Y qué dirán ahora sus defensores? Que “al menos no se fue a Las Condes”, que San Miguel es más “popular”, que tiene sentido político. Que la coherencia se mantiene. Que la izquierda sigue siendo izquierda aunque compre castillos. Pero la verdad es otra: da igual la comuna, si la casa tiene blindaje, guardia y financiamiento garantizado por el Estado.
Mientras tanto, millones de chilenos siguen atrapados entre el arriendo, la frustración y las tasas de interés. Los subsidios no alcanzan, los trámites se eternizan, y los jóvenes —esos que creyeron que Boric era “uno de ellos”— se estrellan contra un muro de frustración inmobiliaria. El Estado, en vez de resolver la emergencia habitacional, se dedica a refaccionar mansiones presidenciales. Prioridades progresistas.
Y para coronar el absurdo, los vecinos de Yungay están felices de que se vaya. No por odio, sino por cansancio: “la delincuencia se ha mantenido y nadie ha hecho nada”, dicen. Es decir, ni su presencia sirvió para algo. Su paso por Yungay fue como su gobierno: pura expectativa y poesía, cero resultados.
El cambio de casa de Boric no es solo una mudanza. Es una señal de época. La imagen perfecta de una izquierda que llegó prometiendo derribar los privilegios y terminó habitándolos con total naturalidad. Puede estar en San Miguel, en Yungay o en Santiago Centro, pero cuando el relato se cae, lo que queda es lo de siempre: una clase política cómoda, asegurada de por vida, que hace tiempo dejó de parecerse al país que dice representar.
No nos vendan la pomada.
Por Cristián Valenzuela, abogado
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