Opinión

El “sacamantecas”

Alberto Larraín / Gabriel Boric.

No existen dos opiniones respecto a que la psiquiatría y el derecho se relacionan íntimamente. Desde luego, la integridad psíquica es un derecho humano, al punto que, de existir algún acto u omisión que lo amenace, perturbe o prive, es susceptible de inmediata protección por las Cortes superiores, quienes deben adoptar urgentemente las medidas necesarias para asegurarlo. El derecho a la salud mental se encuentra regulado en minuciosos tratados internacionales y en diversos cuerpos legales en Chile. La psiquiatría forense constituye, a su turno, un apoyo esencial a la hora de ilustrar a los jueces respecto a la capacidad de comparecer en juicio civil y penal, y de atribuir a un sujeto responsabilidad por su comportamiento. También las leyes tratan acerca de la negligencia médica que causa daño a una persona y que genera responsabilidad civil y penal. Ha transcurrido mucho tiempo desde que a las personas que sufrían trastornos mentales se les llamaba imbéciles o idiotas, relegándoseles a confinamientos inhumanos o eran sujetos a experimentos atroces e incluso eran consideradas poseídas por los demonios. Hoy, en cambio, son objeto de cuidados y tratamientos que reconocen plenamente su dignidad como todo ser humano. A quienes la naturaleza o el destino excluyen de la normalidad tienen la garantía de que serán asistidos y ojalá sanados por los mejores profesionales. Lo que en ellos se echa de menos en capacidad, inteligencia o cualidades, es hoy en día objeto de ayuda, respeto y consideración.

Pero, además, psiquiatría y derecho tienen otro vínculo indiscutido. Quienes ejercen esas profesiones adquieren sobre los pacientes un poder que no confieren otros títulos. Mientras el psiquiatra tiene la preparación para ejercer control e influencia sobre las conductas e incluso la integridad moral del paciente y cuenta para ello con herramientas farmacológicas apropiadas para sanar o controlar una afección mental, el abogado la tiene para proteger la honra, la libertad y el patrimonio de sus defendidos. De allí que cualquier desviación, cualquier aprovechamiento o abuso de tales poderes puede lesionar gravemente atributos esenciales de la personalidad y, hasta cierto punto, de la sociedad si resulta ser perjudicada por la intervención maliciosa de un profesional.

En este último tiempo hemos asistido a una grave representación de estas situaciones. Ellas han sido provocadas por un psiquiatra y, evidentemente, por los abogados que lo han asesorado, hoy ocultos. Hasta el momento, quien debía velar por la estabilidad emocional del Presidente y ayudarlo en una situación personal de primordial interés de él y del país, sería una persona que usó sus influencias para obtener lucro, poder y beneficios indebidos, llegando a comprometer la honorabilidad y decencia cívica de la máxima autoridad y configurar un riesgo para la sociedad. Esta verdadera desgracia que nos ronda trae a la memoria la triste fama de un sujeto desalmado llamado Juan Díaz de Garayo, cuyos abusos y el aprovechamiento de sus víctimas lo hicieron ser apodado como el “sacamantecas”. Como escribió Julio Corral San Román, se trata de un caso de “Locos que no lo parecen”.

Por Álvaro Ortúzar, abogado

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