Peligrosa tolerancia a la violencia
Los graves hechos de vandalismo acaecidos en la nueva conmemoración del 18-0, son en buena medida la consecuencia inevitable de haber sostenido un doble estándar en materia de violencia, lo que es muy dañino para la democracia.
Los graves hechos de vandalismo que en la jornada del lunes afectaron a la capital y otros lugares del país -con motivo de una nueva conmemoración del “18-0″- han vuelto a poner en el centro del debate el problema de la violencia asociada a la protesta social y las capacidades del Estado para combatir este flagelo, que ya parece enquistado entre nosotros.
Es efectivo que la gran mayoría de las marchas que tuvieron lugar en esta jornada se llevaron a cabo en forma pacífica, pero esa demostración cívica se vio profundamente empañada por la acción de estos grupos descontrolados, que aunque no son mayoritarios, su alto poder destructivo y carácter antisistémico supone una fuerte amenaza para la democracia.
Es indispensable que se tome urgente conciencia sobre la necesidad de dar señales contundentes de que la violencia no puede ser validada como forma legítima de reivindicación social. Lamentablemente hay sectores que siguen viendo en ella la llave que permitió forzar los cambios sociales en el país, justificándola en un contexto de fuerte desigualdad y malestar ciudadano, sin dimensionar que con ello también se abría un peligroso derrotero, pues una vez que se tolera o justifica cierto grado de violencia, se desatan fuerzas que luego son imposibles de controlar.
En buena medida, lo vivido este 18-0 es la consecuencia de haber consentido que la violencia es legítima bajo el justificativo de la efervescencia social, ante lo cual resulta previsible que hechos como estos -o incluso de mayor gravedad- seguirán ocurriendo. De nada sirve condenar la violencia si a la par se mantiene un doble estándar que le brinda amparo y la alimenta. Es lo que ocurre con el proyecto que busca indultar a los “presos de la revuelta” -impulsado tanto por sectores de la Convención Constitucional como desde el propio Congreso-, el que equivocadamente se asimila a la paz social.
Se envía una señal muy equívoca a la sociedad cuando arbitrariamente se busca brindar amparo a quienes protagonizaron hechos de idéntica naturaleza a los que se vieron el lunes por la noche, bajo el justificativo de que los desmanes cometidos en el contexto de octubre de 2019 y los meses que siguieron están amparados porque lo que en el fondo se buscaba era provocar cambios sociales. En cambio, el vandalismo del lunes carecería ya de justificación, pues solo responde al afán de destruir. Es fácil advertir que esta caprichosa forma de apreciar la violencia es lo que ha causado profundas divisiones en la sociedad y ha expuesto a la democracia a tensiones muy riesgosas.
Esta grave confusión en los términos parece estar trasladándose también al campo de la deliberación constitucional, pues poco a poco ha venido ganando presencia la corriente que reconoce y promueve un derecho a protesta sin mayores límites, tal como ya se advierte en algunos foros internacionales. No puede estar en discusión que el derecho a reunión forma parte de las garantías fundamentales, a tal punto que sería difícil entender una democracia sin el derecho de la ciudadanía a manifestarse. Pero para que ello sea legítimo debe ser ejercido en forma pacífica, y el Estado debe tener las herramientas para asegurar que ello se cumpla. La Convención Constitucional debe ser especialmente cuidadosa que en el catálogo de garantías que propondrá al país el derecho a manifestación procure excluir cualquier forma que valide la violencia.
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