Sushi y champaña en el bandejón central de la Alameda para año nuevo

Sushi y champaña en el bandejón central de la Alameda para año nuevo

Aún recuerdo mirar hacia arriba y ver a la gente en los balcones de los edificios celebrando. Me sentí tan cómodo, tan feliz con el plan que había armado por mi cuenta, que decidí repetirlo por ocho años.




Tenía 20 años y era el tercer Año Nuevo que pasaba fuera de mi casa. A los 18 me había propuesto pasar los siguientes 18 años sin la clásica celebración en familia, que más que una tradición, se sentía obligación. Así, a mis 36 años, he pasado más de 8 de ellos comiendo sushi y bebiendo champaña en el bandejón central de la Alameda.

La tradición empezó en 2007. Les había propuesto a mis amigos pasar Año Nuevo juntos, haciendo algo distinto. Todos engancharon con la idea súper rápido, y con la misma rapidez se restaron del panorama. La única que se mantuvo fiel a nuestro propósito de hacer algo “fuera de la dinámica familiar” fue mi amiga Sol. Ella estaba pasando por un momento no muy agradable en su casa, así que salir era una alternativa más que perfecta.

Recuerdo que vi alguna vez en un álbum de fotos gente en Valparaíso comiendo en la calle con tal de tener la vista perfecta a los fuegos artificiales. Me dijeron que eso también se hacía en Santiago, con los fuegos de la Torre Entel, así que ese año quisimos verlos de cerca. Pensé en el menú y se me ocurrió algo que no se comía todos los días, algo que fuera digno de una ocasión especial: el sushi. Justo estaba en su mayor auge, y también resultaba ser sumamente cómodo al venir en una bandeja, con palillos incluidos y soya en pocillos.

Ese día llegamos cerca de las 11 de la noche al metro Los Héroes. Al salir, me impactó el ruido. Los vendedores ambulantes, la gente conversando. La efervescencia del término del año se escuchaba y se notaba. Caminamos unos metros por el centro de la Alameda y nos instalamos en un espacio en el bandejón central, sobre una pequeña porción de pasto que encontramos. Me impresionó ver a tanta gente en el mismo plan, había familias completas que estaban cenando. Algunas tenían abierto el maletero del auto para usar como mesa y otras habían llevado sets de camping. Comimos el sushi y cuando fueron las 12 nos abrazamos, abrimos una botella de champaña de la que bebimos directo y disfrutamos el show.

Esa vez también me di cuenta de lo largos que son los fuegos artificiales. Duran entre 15 y 20 minutos, y en los primeros cinco minutos uno se dedica a abrazar a la gente, pero después hay una especie de “silencio” entre las personas, porque el ruido es tan fuerte que no se puede hablar. Yo veo esos minutos como un tiempo de introspección: viene un nuevo año y se cierra un ciclo y creo que es momento para preguntarnos qué queremos y qué esperamos de este nuevo ciclo.

Después de dar y recibir abrazos de extraños, empezamos a caminar hacia una fiesta. A esa hora casi no hay locomoción y si quieres moverte de un lugar a otro lo mejor es caminar. Y la gente camina por el medio de la Alameda en medio de la noche. En ese momento, se sentía un lugar seguro, porque todos van celebrando, nadie está en otra. Ese día me di cuenta de que hay una pequeña subcultura, porque en la tele te muestran a la gente esperando los fuegos artificiales, pero no sabes cómo llega, cómo se va, qué pasa entremedio ni qué pasa después. Es como descubrir cosas que no tienes idea que son verdad hasta que las vives.

Aún recuerdo mirar hacia arriba y ver a la gente en los balcones de los edificios celebrando. Me sentí tan cómodo, tan feliz con el plan que había armado por mi cuenta, que decidí repetirlo por ocho años.

Lejos de casa

En mi familia soy el menor de tres hermanos. El mayor me pasa por once años y la del medio por nueve. La mayoría de los años recuerdo esperar con mi familia que fueran las 12, darnos el abrazo y luego encender la radio para escuchar la canción nacional seguido de un bello mensaje de Sergio Campos. Luego de eso mis hermanos se iban a sus respectivas fiestas y yo me quedaba con mis papás con la puerta de la casa abierta para que vecinos y otros familiares nos fueran a saludar. Nosotros hacíamos lo mismo: dábamos una vuelta en aquella villa de Macul, donde todos nos recibían con un abrazo y los mejores deseos para el año entrante. No recuerdo en qué, pero hacía hora hasta la una de la mañana, aproximadamente, y me dormía. Esa fue mi celebración de Año Nuevo hasta que cumplí 18.

El 31 de diciembre de 2005 estaba en la casa de mi mejor amigo del colegio. Habíamos salido de cuarto medio y nos creíamos grandes porque teníamos 18 y éramos legalmente adultos. Me había quedado a dormir la noche anterior y alrededor del mediodía ya me preparaba para irme a mi casa a pasar el Año Nuevo con mi familia, como era costumbre. Pero mi amigo me invitó a pasarlo con él, su papá y sus hermanos. En ese momento sentí extraño preguntarles eso a mis papás, porque yo daba por hecho que era una festividad familiar, pero les pregunté y me dijeron que sí, aunque noté un poco de inconformidad en su respuesta.

Fui a mi casa a cambiarme de ropa y me puse la polera más bonita que tenía en ese entonces: una negra con el logo de Superman en plateado. Me estaba dejando crecer el pelo, así que me sentía súper arreglado y súper bien conmigo mismo. Nos fuimos con su papá a una parcela fuera de Santiago donde había más familiares de él. No recuerdo mucho qué comimos ni cuánta gente había, pero sí me acuerdo que una de las canciones que sonó después a la hora del baile fue Hung Up, de Madonna. Para mí y mi amigo ese momento lo fue todo.

Al día siguiente, ya en mi casa, me di cuenta de que lo había pasado tan bien que quería repetir la emoción de hacer algo que a mí me gustara, que a mí me hiciera sentido, cada año para Año Nuevo. Así todos los años trataba de que mis amigos se sumaran a la iniciativa e hiciéramos un plan donde nos sintiéramos acogidos en la burbuja que construiríamos esa noche.

Si bien estos 18 años que he pasado alejado de la tradición familiar no han sido todos perfectamente planeados, me he preocupado de que cada uno tenga el toque especial que me propuse a mis 18 años. Por mucho tiempo esta festividad fue el segundo día más importante del año para mí, después de mi cumpleaños. Trabajo en un diario y el primer año de pandemia me tocó turno de noche el 31. Me resultaba difícil trasladarme a algún lado para festejar, así que me quedé en mi departamento súper bien vestido, pero para no ir a ninguna parte. A las 12 me tomé una copa de champaña, porque, aunque estuviera solo y trabajando, era un día especial.

Recuerdo con mucho cariño el Año Nuevo de 2008, que fue también con mi amiga Sol y una de sus amigas. Fuimos a su departamento en el centro y antes de las 12 me dediqué a tomarme fotos con una cámara digital, porque mi look merecía ser inmortalizado: una amiga que estudiaba peluquería me había hecho un jopo y una cola de caballo bien alta, muy de la moda de los 2000. Me puse unos jeans con bolsillos blancos que compré en Estación Central especialmente para esa fecha, y los combiné con una polera de rayas celestes y grises.

O esa vez que subí cerro San Cristóbal con mi pololo y varios amigos. Éramos seis en total, la convocatoria más alta que he logrado. Algunos de ellos eran desconocidos para mí, pero todos nos hicimos cercanos cuando llegamos a la virgen y nos instalamos para hacer nuestro picnic con sushi. El plan del cerro lo repetí un par de veces, y en una de ellas me acompañó mi familia. Querían hacer algo fuera de lo común, algo que no fuera estar en la casa. Ahora tenía sobrinos, así que llevamos cosas para picar y vimos los fuegos artificiales de la Torre Entel, que se veían bastante más lejanos que desde el bandejón central, pero ahí estaban, reventando en el cielo a lo lejos.

Ahora que hago el recuento, me doy cuenta de que varios de esos años los he pasado con personas desconocidas, de quienes no recuerdo ni sus nombres ni sus rostros, pero que también buscaban un espacio fuera de lo común, y que muchas veces les sirvió de contención para sentirse acompañados en un día especial.

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