Cómo jugar polo con caballos enanos: un relato de Jaime Bayly
Resignado entonces a pagar por la segunda fiesta matrimonial o secuela nupcial de mi hija recién casada, no me quedó más remedio que negociar avariciosamente con ella, tratando de rebajar todo lo posible la cantidad exorbitante que me había pedido.
Cuando nos retiramos del hotel en Nueva York, me enviaron por correo electrónico la cuenta de la suite que ocuparon mi esposa y nuestra hija adolescente, pero no la factura de la suite en que yo dormí a solas, roncando como un oso en invierno. Mientras esperábamos en el aeropuerto el vuelo de regreso a casa, le dije a mi esposa: Estos bobos del hotel me han cobrado tu suite, pero no la mía, qué maravilla, qué suerte tengo. Estaba ilusionado porque los abultados gastos en restaurantes, bares, peluquerías y masajes del hotel los había cargado a mi suite. Si por error los recepcionistas del hotel omitían cobrarme esa suite, ahorraría un dinero no menor. Soy tan tonto que pensaba: es un regalo de los dioses por haberme portado bien en la boda de mi hija, celebrada esos días de otoño en aquella ciudad. Una semana después, llamé a la tarjeta de crédito y pregunté por mis gastos recientes en Nueva York. Por supuesto, el hotel me había cobrado las dos suites, todo, incluyendo los banquetes y los saraos, las ostras y el caviar, la champaña y el vino, los peinados en forma de suflé y los masajes. Aunque estaba en pleno derecho de cobrarme por esos servicios correctamente prestados, yo sentí que el hotel había sido descomedido al cargarme una cuenta que, de pronto maravillado por mi buena fortuna, ya pensaba no pagar.
Antes de irnos de Nueva York, me reuní en el bar del hotel, en un ambiente privado, con mi hija recién casada, a solas los dos. Ella pidió champaña. Como yo no debo beber alcohol, me desquité comiendo: ordené un pan con queso a la plancha y sopa de tomate. Bajando la voz, en tono conspirativo, le pregunté a mi hija cuánto nos costaría la fiesta de casamiento que dará en unos meses, en Lima, la ciudad del polvo y la niebla, donde yo nací, pero ella no, pues vino al mundo en Miami, hace treinta años. Con buenos modales, me dijo que de eso podíamos hablar más adelante. Insistí en que me diera una cifra aproximada, tentativa. Cuando mencionó el monto, quedé mudo, empalidecí, me asaltaron espasmos y temblores. Es lo que gano en medio año en la televisión, pensé, con mezquindad, pero no se lo dije, porque no hallaba palabras para salir del mareo moral que me embargaba. Una vez que recuperé la voz, alcancé a decirle que si ya se había casado tan dichosamente en Nueva York, y todo había salido tan lindo, tan perfecto, tal vez no convenía casarse también en Lima, y no para ahorrarnos el dinero, qué ocurrencia, sino porque parecía imposible que la fiesta adicional en Lima fuese tan hermosa como la de Nueva York, una celebración preciosa, bella, insuperable, no solo porque reinó el amor y tuvo lugar en el hotel más refinado de la ciudad, sino porque, enhorabuena, yo no pagué nada. Mi hija me dijo que ya era tarde para cancelar las celebraciones suplementarias en Lima, pues las invitaciones se habían cursado y los convidados internacionales habían comprado sus boletos aéreos, y además le hacía ilusión esa segunda fiesta matrimonial o ese repechaje nupcial porque allá, en la ciudad del polvo y la niebla, tenía muchas amigas que no habían asistido a la boda en Nueva York. Le sugerí: por qué no les mandas fotos del evento en Nueva York y así se sienten en cierto modo invitadas, aunque sea tarde. Añadí: las segundas partes nunca fueron buenas. Con una sonrisa, ella dijo que de todas maneras se casaría en Lima, aunque no en una iglesia, sino en un club ecuestre del que, faltaba más, no soy socio.
Resignado entonces a pagar por la segunda fiesta matrimonial o secuela nupcial de mi hija recién casada, no me quedó más remedio que negociar avariciosamente con ella, tratando de rebajar todo lo posible la cantidad exorbitante que me había pedido. Le dije: bien sabes, hija mía, que no bebo alcohol, y que mi padre fue alcohólico, y que detesto a los borrachos, y por eso pienso que, si yo pagaré esa fiesta, prefiero no ofrecer alcohol, porque las bebidas espirituosas sacan lo peor de la gente, así que mejor ofrecemos limonadas, chicha morada, bebidas gaseosas y jugos de frutas. Mi hija me miró, perpleja, desconcertada, pensando que yo bromeaba. A continuación, le dije: lo que nos están cobrando por la comida es un abuso, mi amor, déjame que yo me ocupe de eso, tengo una amiga que trabajaba conmigo en la televisión y ahora se gana la vida haciendo bocaditos para fiestas de cumpleaños, no sabes lo ricos que son, puedo pedirle que nos haga panecillos con jamón y queso, pan con huevo frito, pan con chicharrón, y pan con palta, ¿qué te parece? Y que nos prepare, como en los santos infantiles, gelatinas rojas y amarillas, cancha dulce y salada, picarones y bizcochos de chocolate con una mínima adición de cannabis para que la gente esté bien contenta. Mi hija dijo entonces que ya había contratado a un amigo de la familia que organiza las fiestas más elegantes de la ciudad y prefería seguir tramando los detalles con él.
Por último, tratando de recortar los gastos, opiné que el banquete de bodas no debía celebrarse en el club hípico, sino en la casa señorial de mi madre. Ya hablé con mamá, está muy ilusionada, recuerda que no la invitaron a la boda en Nueva York, no quisiera romperle el corazón de nuevo, dije. Luego me permití añadir: además, mamá consigue a unos curas amigables que no nos cobran porque ella los mantiene por lo bajo, y también nos ofrece orquestas de cumbias y bandas de mariachis que ella contrata con frecuencia para sus fiestas. Levemente contrariada, mi hija me aclaró: no quiero un cura, papá, porque no nos casaremos por la religión, y no quiero cumbias ni mariachis, esa no es la música que vamos a bailar. Luego argumentó: además, en el club habrá un partido de polo, porque mi novio y sus amigos son polistas, y mis primos también. Derrotado, me replegué: ahí sí estoy frito, mi amor, porque en el jardín de mi madre no podemos jugar polo, pero mamá puede conseguir unos ponys y jugamos mini-polo, ¿te parece? Y así nos ahorramos el club, que nos está cobrando una fortuna.
Al final de cuentas, mi hija recién casada me dijo: Papá, es mi matrimonio, es mi fiesta, yo quiero dirigir todo, aunque sea más caro, y si no quieres pagar nada, no te preocupes, mi esposo y yo pagaremos la fiesta. Tocado en mi honor, di un respingo y exclamé: ¡No, hija mía, qué ocurrencia, yo pagaré todo! Luego, con gestos ampulosos, y tomando aire como si fuese a saltar en paracaídas, saqué mi billetera, extraje un cheque, escribí el nombre de mi hija, anoté el monto que me había pedido y lo firmé con aire triunfal, como si fuera un hombre rico que podía solventar aquella fiesta sin despeinarse. Mi hija me agradeció, me abrazó y me pidió que confiara en ella, que todo saldría de maravillas. Me sentí un buen padre, un padre generoso a pesar de todo. Había negociado de buena fe, procurando rebajar el costo de la parranda, pero ella había ganado, así que, al escribir el cheque para solventar la juerga bulliciosa en nombre del amor, firmé mi rendición, mi honrosa capitulación.
Sin embargo, en el vuelo de regreso a casa, le dije a mi esposa, bajando la voz, en tono conspirativo: Estoy tranquilo porque el cheque que le di a mi hija va a rebotar. Mi esposa se sorprendió: ¿No tiene fondos? Le dije: Sí tiene fondos, pero cuando el cheque es por una cantidad tan elevada, el banco me consulta, por seguridad, si apruebo o desapruebo que se realice la transacción. Le dije: Cuando el banco me pregunte, pulsaré la tecla roja de emergencia, marcaré NO, no apruebo la transacción, no apruebo el matrimonio en dos ciudades, no apruebo los gastos onerosos en bebidas alcohólicas, no apruebo el partido de polo, no apruebo nada, joder. Pero vas a quedar fatal con tu hija, no puedes hacerle eso, me dijo mi esposa. Le diré que fue un error del banco y que pronto le mandaré un nuevo cheque, me defendí. ¿Pero vas a pagarle la fiesta o no?, preguntó mi esposa. Respondí: Solo pagaré la fiesta si es en casa de mi madre, con curas amigos, orquestas de cumbia y mariachis, panes con huevo frito y chicharrón, y partidos de polo con caballos enanos.
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