Manfred Svensson: “Cultivar la tolerancia tiene poco que ver con una permanente celebración de la diversidad”
Para el filósofo e investigador del IES, la tolerancia implica un juicio negativo de aquello se tolera, pero nuestros actuales discursos sobre el pluralismo no soportan esa tensión. En esta entrevista intenta dar luces sobre un problema que exige paciencia, aunque la agota a diario: “Estamos todos enredados respecto de qué tipo de pluralidad hay que valorar y cómo tratarla”.
Los filósofos suelen quejarse de que las buenas respuestas se les vienen a la cabeza dos horas después de la entrevista. Svensson lamenta que, en su caso, eso ocurre recién a las dos semanas. Director de Filosofía en la U. de los Andes (cargo en el que sucedió a Daniel Mansuy), aristotélico y protestante, conservador que no rehúye de ese adjetivo, en los últimos años se ha dedicado a reflexionar sobre el problema de la tolerancia. En su ensayo Pluralismo (IES), publicado hace dos meses, propone que lo excepcional de nuestra época, más que la diversidad en sí, es la manera en que hablamos sobre ella.
“Siempre fue necesario practicar algún tipo de tolerancia –explica ahora–, pero no siempre fue un tema de reflexión. Eso surgió de a poco y se intensificó desde el siglo XVII. Nunca, sin embargo, palabras como tolerancia y diversidad habían tenido el peso que tienen hoy en nuestra autocomprensión. El discurso sobre la diversidad configura nuestras vidas, nos obliga a hacernos cargo de él. Ahora, no es un solo discurso. Son muchos y, en parte, se contradicen. La consecuencia es que estamos todos enredados respecto de qué tipo de pluralidad hay que valorar y cómo tratarla”.
Si algo desconcertó a la izquierda el año pasado, fue descubrir que la diversidad del país podía serle tan incomprensible como a la derecha. Cerrar el año con un libro titulado Pluralismo es como celebrarles el gol en la cara.
Pero sin intención [se ríe]. No es un libro de contingencia, pero sí le incumbe lo que pasó en el proceso constituyente: un discurso muy fuerte sobre la diversidad resultó no entroncar con la diversidad real que hay en la sociedad. Esta vez, fue la política identitaria de la izquierda. Pero todos nuestros discursos sobre la diversidad, académicos y populares, están metidos en este problema.
De hecho, es paradójico que el único modo de la derecha de tomar las banderas de la diversidad sea reivindicar al ciudadano común.
Y no es que la derecha tenga un contacto privilegiado con el ciudadano común. Creo que en este caso, simplemente, hubo un desvarío muy significativo de la izquierda, alimentado por el sesgo universitario con que su dirigencia actual comprende la diversidad. Pero aquí las tradiciones políticas tienen que irse con calma antes de atribuirse un triunfo, porque lo central es esto: la sociedad chilena demostró que su diversidad no puede ser tematizada desde un solo discurso. Parte del problema, de hecho, es la propia centralidad que ha ganado el pluralismo como idea fuerza, porque eso lleva a que otras ideas fuerza hagan exigencias en su nombre: las visiones individualistas exigen más respeto por el consentimiento individual; las identitarias, por sus criterios culturalistas; las más progresistas, por cierta visión de lo que debiera ser el futuro de la humanidad. Y yo creo que todas esas reducciones merecen ser cuestionadas.
Su crítica principal es que la noción predominante de pluralismo ha mezclado dos cosas que no pueden confundirse: identidad cultural y visión de mundo.
Sí. Mira, hay una famosa Declaración de Principios sobre la Tolerancia, hecha por la Unesco el año 95, que define la tolerancia –no estoy citando literal– como reconocimiento y respeto de la variedad de culturas del mundo y su riqueza. Eso es bien representativo de un discurso que luego se intensificó: una reducción de la vida humana a su dimensión cultural que sólo te permite responder a la diversidad por vías afirmativas, como son el respeto o el reconocimiento. Pero la tolerancia, como tradicionalmente ha sido entendida, no es una forma de afirmación.
¿Por qué no?
Porque es más bien un sí y un no simultáneos: al decir que tolero algo, digo que tengo un juicio negativo de ese algo, pero que al mismo tiempo hay razones por las cuales me abstengo de intervenir en contra de eso. La tolerancia, en ese sentido, es una disposición un poco tensa. El problema es que hoy nuestro discurso está siendo incapaz de vivir con esa tensión, y entonces cambia la actitud de sí y no por un puro sí. Uno de los riesgos es que esto termine en un puro no. Porque si tú sueltas esa tensión de la tolerancia, nada impide que la gente termine optando por el polo de la simple negación.
Así lo formula en el libro: “Quizás esto de ser pluralista acabe siendo una carga que no todo el mundo quiera o pueda llevar”.
Es que la cultivar la tolerancia tiene poco que ver con una permanente celebración de la diversidad. Cuando el pluralismo se nos presenta como un deber de afirmar toda manifestación de lo diverso, a la larga eso hastía. Y puede hastiar de un modo tal que uno acabe diciendo “al diablo con esto del pluralismo y la tolerancia”. Por eso me parece tan central mostrar que hay todo un rango de disposiciones para responder a la diferencia: hay cosas que merecen reconocimiento, hay cosas que merecen objeción, hay cosas que merecen tolerancia. Y ese es el rango que inhabilitan los discursos identitarios cuando practican la reducción a lo cultural de un modo tan fuerte. Porque ante la dimensión cultural, las objeciones son absurdas. Si me dices que perteneces a tal cultura, no te puedo a decir que eso me parece mal. Pero si me dices que eres libertario, me estás describiendo su visión de mundo, y ahí sí puedo reaccionar con objeciones.
Objeciones tolerantes.
Claro, pero no tolerantes porque yo valore que seas libertario. O sea, tenemos que aceptar que las visiones de mundo, ahí donde se contradicen, son rivales, no son pura diferencia valiosa. El socialista y el conservador no se miran diciendo “mira cómo tu visión enriquece mi mundo”. El otro es un rival, en algún sentido, y tengo que reconocer eso para que el problema de la tolerancia emerja siquiera. También hay visiones religiosas rivales, filosofías de vida rivales, etc. Y hay que admitirlo porque son cosas que tocan la vida entera, pero de un modo distinto que pertenecer a una historia, una cultura o una lengua. A mí me importa mucho ser chileno, por ejemplo, pero eso no me arroja ninguna luz sobre cómo quiero orientar mi vida. En ese sentido, cuando se habla de una cosmovisión mapuche, o indígena en general, se pisa territorio bastante riesgoso. Se está suponiendo una cosmovisión unificada, una esencia de ese pueblo que debe orientarlo como conjunto. Y eso pasó en la Convención: dos o tres artículos protegían su cosmovisión en tanto pueblos. Y la respuesta de la misma población mapuche fue desmentir eso. El CEP hizo un estudio muy interesante en la región, poco antes del plebiscito. Al preguntarles qué importancia confieren a la lengua, al conocimiento de su historia, eso recibía respuestas muy entusiastas. Sin embargo, participar en sus ritos religiosos no les parecía fundamental para entenderse como mapuches. ¿Qué quiere decir eso? Algo muy sensato: no creen que cultura y visión de mundo estén indisolublemente unidas. Alguna vez lo estuvieron, como en todas las culturas. Pero ya no.
Se permite, entonces, imponer un criterio de modernidad que hace inviable esa reivindicación.
Podría decirse. Yo creo que la distinción entre cultura y visión de mundo no sólo es inevitable una vez que entraste en contacto con la modernidad, sino que incluso es una herencia premoderna muy profunda. Desde el momento en que hubo individuos capaces de mirar su cultura como desde afuera, ya se acabó la unidad indisoluble. Jaspers le llamaba a esto la era axial: cuando en Grecia, en China, en India, desde el siglo VIII a. C., aparece un creciente número de personas que somete su cultura a un estándar de evaluación transcultural, una nueva era comienza. En ese sentido, no es que yo imponga un estrecho criterio moderno, sino que hay algo en el espíritu humano que hace que eso ocurra antes o después. Y no veo por qué debiera entusiasmarnos dar un paso atrás en eso.
O sea que algo de progresismo hay en usted.
Digámoslo así: creo en un progreso sin progresismo. No creo que haya una dirección necesaria de la historia que nos lleve a tal o cual lugar, pero sí que algunos cambios son para bien. Y este sería un caso. Además, amarrar una cultura a una visión de mundo conspira contra la propia preservación de esa cultura, porque quienes no adhieren a esa visión de mundo empiezan a desconfiar del discurso cultural. Una vez que uno separa esas cosas, puede decir “bueno, al margen de cómo usted piense sobre el desarrollo económico de la Araucanía, tenemos una historia y una cultura que cuidar”.
Y ustedes, la derecha comunitarista, digamos, ¿no confunden esos planos cuando reclaman más atención por las raíces culturales vivas del pueblo chileno, y en virtud de eso critican el cosmopolitismo de la izquierda?
Yo creo que la posibilidad de confundirse ahí existe, es real. Si tú asumes, por ejemplo, un discurso nacional católico, efectivamente te confundiste. Pero constatar que la dimensión cultural de la vida, de la cual una expresión es la idea de nación, tiene alguna importancia, que ese arraigo no les es indiferente a las personas, no me parece un caso de confusión. Hasta ahí, no he identificado esa cultura con una visión de mundo.
Pero ustedes usan el argumento de ese arraigo para defender contenidos que sí son propios de una visión de mundo.
A ver, es obvio que, por distintas que sean cultura y visión de mundo, todas las culturas están marcadas fuertemente por visiones de mundo. Con distintos grados de intensidad, ¿no? Y me parece que el caso chileno es ese: una cultura marcada por un conjunto de visiones de mundo –ojo, no por una sola– que han estado presentes en este país por muchísimo tiempo. Y pensar que, entonces, esas visiones de mundo merecen ser consideradas al pensar el futuro de la vida en común, creo que no revela confusión.
¿Cree en la “batalla cultural” que desde distintas corrientes de la derecha se llama a retomar, alegando que ese terreno se le cedió a la izquierda por demasiado tiempo?
Tal vez podría partir respondiendo que nadie que sea padre puede desconocer que algo de eso hay, porque cuando empiezas a preguntarte “bueno, ¿qué cosas aprenderán mis hijos?”, por algún lado llegas a esos debates. Pero dicho eso, el lenguaje de la guerra cultural me parece tremendamente improductivo. Y en el mundo que lo usa, por lo demás, uno siempre encuentra más batalla que cultura. Ahora, este es uno de los tantos modos en que cierto tipo de derecha y de izquierda se mimetizan. Si uno empieza a fijarse, comparten tantos rasgos… La centralidad de la performance, por ejemplo. O el victimismo. Cuando Acción Republicana lanzó su movimiento en 2018, uno de sus eslóganes era “No dejes que nunca más te pasen a llevar”. Un eslogan victimista que podría haber escrito cualquier partido del Frente Amplio. Y lo que impiden estas culturas mimetizadas es que los desacuerdos propios de esa “guerra cultural” se traten de un modo civilizado. O sea, tomándonos en serio que queremos seguir siendo parte de una misma comunidad política. Que podemos pelear sobre educación sexual, eutanasia o lo que sea, pero siempre pensando en cómo seguimos viviendo juntos con los que están del otro lado. Ese punto tan sencillo, pero no tan sencillo, al final hace la diferencia entre tratar de construir algo o seguir degradándonos.
En ese sentido, podría decirse que la derecha intelectual gasta mucho tiempo y cabeza en acusar las intolerancias culturales de izquierda, pero poco en contrapesar la reacción identitaria de su propio lado.
Es posible. Y uno podría acometer esa tarea de dos modos: con la crítica directa a esa derecha identitaria –y puede ser necesario algo más de eso– o recogiendo sus preocupaciones de otra manera. ¿Cuál sería esa otra manera? Por ejemplo, una derecha que se caracterice igual de fuerte por su compromiso democrático y por sus preocupaciones conservadoras. El mundo de posguerra ofrecía muchos ejemplos de esa doble convicción. El mundo de hoy, hay que admitirlo, no ofrece ejemplos muy colosales. Ni en el plano político ni en el intelectual.
Según la derecha liberal que pelea con el IES, ustedes no tienen un camino intermedio entre el conservadurismo cultural y el liberalismo político. Y por eso viven buscando una alquimia que siempre se les escapa.
Claro, nos dicen que somos liberales no confesos. Pero si alguien cree que uno, por ser conservador, debiera ofrecer un orden político distinto de la democracia liberal, parte equivocado. Nuestra crítica del liberalismo como tradición filosófica nunca ha sido una crítica del orden político liberal. Y ese orden político tampoco es pura creación del liberalismo, sino de una multitud de tradiciones intelectuales. Y si eso es así, bueno, tendrá que ser capaz de seguir albergando a las filosofías que lo defienden –como quedó claro en el proceso constituyente– y al mismo tiempo son críticas de, digámoslo así, la antropología liberal. O de aspectos centrales de ella, ¿no? Por ejemplo, de su falta de instrumentos para hablar de las comunidades a las que no pertenecemos por decisión voluntaria, como una familia, un país o la iglesia en la que te criaron sin preguntarte. Y del riesgo, entonces, de terminar imaginando que esas instituciones son de suyo opresoras. No todo liberal va a pensar así, por supuesto. Pero es la patología posible, y a veces real, de una tradición que pone tan en el centro el consentimiento individual. El punto es que ver ahí un problema profundo no me lleva a buscar soluciones por fuera del orden político liberal. Son dos cosas radicalmente distintas.
Usted es protestante, ¿no?
Sí.
¿Tiene alguna visión particular sobre la participación de los evangélicos en la política latinoamericana? Son un factor cada vez más fuerte.
Vengo escuchando hace tanto tiempo que eso es así, que soy un poco escéptico.
Juan Pablo Luna dice que ese escepticismo, según sus trabajos de campo, estaría mal informado.
Sí. Dame un segundo, porque se me abren muchas preguntas a la vez… Por lo pronto, hay que ser cautelosos con las comparaciones entre países. El discurso sobre la entrada de los evangélicos en política, desde los años 90, siempre tuvo dos ingredientes: el gran crecimiento evangélico en nuestro continente y el discurso de la salida del anonimato, que en el mundo evangélico se usaba mucho. Sin embargo, en Chile, el crecimiento que sostenía ese discurso se frenó después de los 90. Entonces, ¿por qué esperar un fenómeno político semejante al de países donde siguieron creciendo? Otro punto: el voto evangélico, por décadas, se distribuyó a lo ancho del espectro político como el del resto de la población. En la medida en que la discusión política ponga en el centro cosas sensibles para esa comunidad, bueno, ella se alineará también en respuesta. Cuando la gente levanta esta preocupación por los evangélicos en política, y su eventual afiliación con posiciones más duras en la derecha, bueno, pregúntense por qué está ocurriendo eso, ¿no? Y qué tan abierto está el conjunto de los partidos a que los cristianos puedan participar en ellos de un modo consistente con su fe. Pero creo que el temor con que algunos miran esto se debe a lo gruesa de su mirada: imaginan una derecha chilena bolsonarista, y entonces imaginan un mundo evangélico que se va a comportar como el brasileño. Eso no es lo que uno ve en Chile.
Pero sí hay una diferencia, respecto del mundo católico, en los lenguajes y las formas de intervenir en los debates. Para ser directos, se les ha atribuido un comportamiento fanático.
Efectivamente.
¿Cree que ahí opera un prejuicio o que hay algo verosímil?
Las dos cosas. Las convicciones muy fuertes, expresadas con el lenguaje y con el cuidado que sea, hoy son muy fácilmente etiquetadas como fanatismo. Y eso revela muchas veces prejuicios. Pero también está el otro ingrediente: una cultura cívica más bien menor, explicable tal vez por una entrada muy tardía en la esfera pública. Ya sea porque antes predominaban visiones religiosas que alejaban de la preocupación por la vida en común, o porque ahora en esa vida en común ocurren cosas que te llaman mucho más intensamente, hubo una entrada acelerada, sin que mediara la preparación –estas siempre son generalizaciones– o el hábito de deliberación que este tipo de espacios necesita.
Los perdedores
Más allá de los errores atribuibles a la falta de oficio, ¿qué echa de menos en el gobierno actual?
Creo que una explicación. Porque los cambios que han tenido en temas de primera importancia son colosales. La asistencia a clases, los retiros del 10%, el respaldo a Carabineros, en fin, la lista es muy larga. Ahora, esos cambios han sido para bien, lo cual en algún punto debe ser celebrado. Pero claman por una explicación para poder completar este ciclo: ¿qué los llevó a eso? Si no existe esa explicación, pueden ocurrir dos cosas: que se refuerce la impresión de que todo lo previo fue puro maquiavelismo para llegar al poder, o que todos quedemos con la duda sobre cuán creíble es ese cambio.
¿Pero ahí no pesa más la pica por lo que dijeron antes que el interés en que gobiernen bien ahora?
No creo. Gobernar, de partida, es algo que se hace con la palabra. Y la construcción de cualquier futuro pasa por poder concebir a los que te gobiernan de un modo coherente, creíble. Y para sostener esa credibilidad, aquí hay una palabra que falta.
Ha habido gestos de retractación no tan habituales de parte de un gobierno. ¿Cuál podría ser la explicación satisfactoria? ¿Que eran demasiado inmaduros, que fueron malas personas?
No, no… [se ríe]. Cual sea la explicación, tienen que darla ellos. Pero cuando incentivaron los retiros, no había duda sobre el efecto que eso tendría. ¿Se mitiga eso porque Mario Marcel sea nombrado ministro? Yo creo que no. Creo que queremos escuchar por qué ignoraron la voz de él en ese momento, cuando era tan crítico escucharlo. Y lo mismo en muchas otras materias.
Si 2022 fue el año en que la izquierda se moderó por necesidad, ¿podrá ser 2023 el año en que la derecha se radicalice por conveniencia?
Puede ser, porque hay incentivos de corto plazo y no hay nadie en nuestra clase política muy caracterizado por tener la mirada en el largo plazo. Pero los riesgos de esa mirada cortoplacista debieran alertar un poco más a los que están sacando cálculos. Hoy decimos de Trump o Bolsonaro: “Mira, son malos perdedores”. Bueno, pero ahí lo más importante es que: ¡son perdedores! En algún momento captaron el favor del público porque no había otras voces respondiendo a ciertos problemas, pero no lograron capitalizar eso, fue un destello. Acá también podría haber un destello, pero hay buenas razones para pensar que ahí no hay nada promisorio a mediano ni largo plazo.
Pero el temor de verse desfondados por el Partido Republicano es una olla a presión adentro de Chile Vamos.
Sí, hay un tironeo muy fuerte por debajo. Pero no creo que competir por quién es el más duro sea lo que más rinda hoy. Porque hubo una apuesta en ese sentido, por el lado izquierdo, y no rindió.
Según reclama la derecha, rindió escandalosamente.
Ganaron el gobierno, sí. Pero una vez instalados, no sólo tuvieron la mayor derrota de sus vidas en el plebiscito, sino que han tenido que ir renunciando una a una a sus banderas. El mayor triunfo de la derecha hoy es ese. Vimos al gobierno luchando por sacar adelante el proyecto de infraestructura crítica de Piñera, eso ya dice mucho. Bueno, ¿cuál sería la gracia de una derecha que sigue una ruta así? ¿Por qué creer que a ella sí va a rendirle? En todo caso, yo no veo a la derecha no republicana –que en rigor es la sí republicana – rendida ante Republicanos. Se comprometió a sacar adelante un proceso constituyente y cumplió con eso. Tampoco hay punto de comparación con el modo en que Apruebo Dignidad trató al gobierno anterior. Por favor, con esto no quiero presentar una imagen muy entusiasta de la derecha. Pero si estuviera siguiendo el instinto del Partido Republicano, estaríamos en escenarios muy distintos.
Y volviendo al principio, ¿qué conexión puede faltarle a la derecha con la diversidad del país para que economía y delincuencia no sean sus únicos canales de diálogo?
Evidentemente, en la dirigencia política de la derecha lo que más falta es diversidad de origen social. No tengo nada nuevo que decir al respecto.
¿O sea que el problema es de identidad cultural más que de visiones de mundo?
Es no tener una dirigencia suficientemente expuesta a los problemas ordinarios de la vida. No tengo idea si eso es una identidad, supongo que no, pero es una experiencia común. Ahora, la derecha no se conecta cuando habla sobre delincuencia y economía por tener un discurso muy sofisticado, sino porque demuestra conocer los problemas que tienen las personas. O sea, ese vínculo es bastante concreto. Pero además de conocer esas realidades, me parece que hay que buscar un equilibrio bien delicado: hay que tomar conciencia de cómo los problemas del país conectan con una pérdida general de sentido, pero no hay que creer que la política es la llamada a dotar de ese sentido.
¿La política no está llamada a deliberar sobre lo que es una vida buena?
Eso enseñaba Aristóteles, y creo que en una medida importante tenía razón. Los humanos somos más que bienestar y entretención. Pero la pregunta es cómo traduces eso a una sociedad pluralista, donde además existe ese gigantesco agente que es el Estado. Hay ingredientes de una vida buena que el Estado puede promover sin riesgo, como el interés por el conocimiento o cierta decencia común. ¿Se puede ser más ambicioso? La Constitución alemana protege el domingo como día de descanso y elevación espiritual. ¿Va eso muy lejos? No es una línea fácil de trazar. Pero un Estado que “reconoce y promueve el buen vivir”, como lo definía la propuesta de la Convención, me parece que cruza una línea peligrosa. Porque ese rol del Estado, más temprano que tarde, tiene que ser indirecto: asegurar las condiciones para que sea la sociedad civil –en toda su variedad– la que pueda buscar esa vida buena.
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