Nos dieron nuevos caramelos pero todo sigue igual
Recuerdo leer el libro de Spotorno, "La patrulla de Stalingrado" en algún patio y haber escuchado el disco de los Fiskales. Como todos, ya los conocía, ya los había visto en vivo. Como todos, las canciones me habían llegado grabadas a la mala, sacadas de algún recital donde la voz de Alvaro España era un eco lejano y destemplado entre medio del ruido, los gritos de la gente y los acoples de los instrumento
Recordé esto: alguna vez escuché el primer disco de los Fiskales Ad-Hok mientras leía "La patrulla de Stalingrado" de Radomiro Spotorno. Estaba en la universidad y alrededor pasaban muchas más cosas pero por un momento la banda y el libro se juntaron porque parecieron ser lo mismo, compartir el mismo nervio rabioso y la misma mirada sin esperanza. Debió ser el 94, tanto la novela como el disco habían salido hace poco. Eran los años de Frei Ruiz- Tagle, uno de esos momentos aburridos y llenos de miedo y donde todo debate público parecía existir entre el falso éxito, la voz baja y esos comerciales de multitienda llenos de gente en zancos y mimos y tragafuegos y pierrots de toda laya; ese carnaval de Venecia pobre que resumía sin querer todas las aspiraciones del país.
El libro de Spotorno era feroz, una novela que nunca he entendido por qué no se ha reeditado. En ella, un grupo de amigos se iba de juerga para despedir a uno de los suyos, un abogado de derechos humanos que había asesinado a su novia para luego suicidarse en un motel. Nada tenía sentido y esos amigos vivos -sus pobres deudos, al fin y al cabo- eran unos cuantos varones solos, puros viejos miembros de una izquierda averiada; todos hechos bolsa, perdidos, heridos, asustados del presente. La noche los engullía para exhibirlos en su obsolescencia y patetismo, algo que la novel contaba por medio de casi puro diálogo, de pura conversación insomne. Spotorno los narraba sin darles demasiado aire para que no se percatasen nunca que quizás ellos también estaban muertos. Entonces comían, bebían, aspiraban coca, entraban y salían de boïtes y hablaban y hablaban sin parar para mantener la ilusión de que estaban en movimiento aunque estaban atados a un mismo paisaje de derrota. Ir hacia adelante les permitía la sostener a duras penas la dignidad de su duelo mientras mantenían la fantasía de que no eran caricaturas de sí mismos.
Recuerdo leer el libro de Spotorno en algún patio y haber escuchado el disco de los Fiskales. Como todos, ya los conocía, ya los había visto en vivo. Como todos, las canciones me habían llegado grabadas a la mala, sacadas de algún recital donde la voz de Alvaro España era un eco lejano y destemplado entre medio del ruido, los gritos de la gente y los acoples de los instrumentos. El disco no mejoraba mucho el sonido de la banda pero ordenaba un poco las cosas, sobre todo las canciones que lo cerraban: "Papapa", "El cóndor" y "Borracho", tres temas donde el humor y el vacío adolescente desaparecían para hablar de esos días extraños. "Te dieron nuevos caramelos pero todo sigue igual", decían en medio de la brutalidad policíaca de "Borracho", esa brutalidad que estaba hecha del misma mueca retorcida en que España entonaba "Papapa" de Los Prisioneros; sacudiéndola para exhibirla en su perversidad. Entre ellas, "El cóndor" hacía una lectura radical del paisaje: Hasbún, Renovación Nacional y el ejército aparecían ahí desplegados en un paisaje escatológico de símbolos degradados. Así, el arte de los Fiskales explicaba al país desde la violencia que se callaba porque había elegido no mirarla; algo que volvía entonces como un espasmo o un grito: "Esta es la historia de Alicia en el país de las mentiras /mordida, violada por perros capitalistas, / la historia de mi patria usada y manoseada, /la historia de Alicia en el país de las mentiras".
Recuerdo que el libro y el disco se parecían aunque los separasen una o dos generaciones, la experiencia del exilio y la electricidad del punk de los ochenta. De hecho la semana pasada, cuando volví a ver el show de los Fiskales en Lollapalooza me acordé de la novela de Spotorno y me di cuenta que apenas habían envejecido. De este modo, si los Fiskales seguían sonando como hace veinticinco años (acunados por el ruido, vivos y reales), las dudas de los personajes de "La patrulla de Stalingrado" estaban hechas del mismo horror vacuo de las dudas de la política chilena actual, la misma sensación de espectáculo revenido, de épica averiada. "Hablamos de lo mismo que hablamos el otro día, / seguíamos tan tristes cuando llegó la alegría,/ agitación en la nación, /civismo y policía, siempre /te ofrecen nueva vida, pero todo sigue igual", cantaba Álvaro España. Chile se presentaba ahí como una colección de fantasías improbables y acuerdos bajo la mesa, de símbolos y promesas rotas. En ambos ,el relato nacional solo podía ser narrado con un gesto escatológico, acaso como una parodia que apenas insensibilizaba el dolor, presentándose como el decorado de una película de terror que seguía en pie luego que el estudio se hubiese derrumbado: un pedazo de la pared de una casa donde aún colgaba el retrato de una familia.
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