Crimen organizado en las instituciones: cuando el enemigo se disfraza de guardián
Cuando quienes deben cuidarnos se vuelven cómplices del crimen, no enfrentamos solo inseguridad, sino una amenaza profunda desde el corazón del Estado. Ya no se trata solo de delincuentes al acecho en las calles, sino de fiscales o jueces que pierden imparcialidad, militares que convierten aviones en rutas de droga y uniformados que traicionan su juramento.
Nada de esto es una serie de ficción, está pasando en Chile.
Aunque ya éramos conscientes del avance del crimen organizado, verlo infiltrado en nuestras instituciones abre una dimensión mucho más crítica. Y conocer diversos casos en tan poco tiempo demuestra que esto no es solo un hecho aislado, sino un posible patrón que expone profundas grietas en el sistema.
En cuestión de días se conocieron tres episodios inquietantes. Primero, la detención de funcionarios del Ejército por traficar $3.000 millones en droga usando un vehículo adaptado; luego, cinco funcionarios de la FACh arrestados al intentar trasladar ketamina en un vuelo militar, y, por último, el hallazgo de 400 gramos de pasta base en una unidad militar en Colchane.
Y como si todo esto no fuera suficiente, un reciente informe de la Contraloría encendió nuevas alarmas, tras señalar que durante fiscalizaciones rutinarias entre 2023 y 2024, Carabineros permitió que 626 vehículos con encargo por robo y 144 personas con órdenes de captura activa -por delitos que iban desde el abuso sexual hasta el narcotráfico-, siguieran circulando sin ser detenidos. Es decir, aun teniendo a la vista el delito y a sus responsables, no se hizo nada. Si bien este comportamiento está siendo investigado, resulta difícil interpretarlo como un error ocasional, y más bien sugiere una preocupante falta de diligencia, o incluso una decisión deliberada de no cumplir con el deber.
¿Cómo llegamos hasta aquí? El avance del crimen organizado no solo se explica por su capacidad para corromper. Su infiltración revela la fragilidad de nuestras instituciones y una cultura de impunidad que ha imperado, mostrándonos un mundo al revés, donde quienes deben defendernos del crimen y perseguir la droga terminan facilitando el delito, aumentando el poder de las bandas y convirtiéndose, ellos mismos, en objeto de investigación. El resultado es la profundización de la crisis de confianza pública.
No es la primera vez que instituciones como las Fuerzas Armadas están bajo escrutinio. Los megafraudes en Carabineros y el Ejército a través de malversación de miles de millones por contratos irregulares, sobreprecios, facturas falsas y uso indebido de gastos reservados, ya habían dejado a la vista graves deficiencias. Con ese antecedente, se esperaría un sistema de controles más robusto, capaz de detectar irregularidades con eficacia. Pero los casos recientes siguen exhibiendo esas vulnerabilidades, y lo que es aún más preocupante, el problema no se limita a fraudes institucionales, sino que implica también la infiltración del crimen organizado.
Por eso es clave distinguir que no estamos frente a errores individuales, sino ante síntomas de un sistema que ha fallado en prevenir, fiscalizar y sancionar. Cuando las instituciones fallan en cadena, el Estado pierde su capacidad de protección y su legitimidad ante la ciudadanía. Así de grave es la situación.
Pero no todo está perdido. Por un lado, una buena noticia es que estos casos fueron detectados por los propios mecanismos internos de las instituciones involucradas. Otra noticia esperanzadora es la autocrítica del comandante en jefe del Ejército, general Javier Iturriaga, quien reconoció que están “expuestos al accionar del crimen organizado”. Que una autoridad de alto rango admita esta vulnerabilidad no solo rompe con la negación institucional que muchas veces predomina, sino que abre la puerta a reformas necesarias. Porque el primer paso para recuperar la confianza ciudadana es reconocer el problema; el segundo, actuar con decisión para enfrentarlo y erradicarlo.
Ahora es momento de asumir los desafíos urgentes que plantea este escenario y avanzar hacia un sistema robusto, tal como se le exige al sector privado mediante la implementación de programas de compliance, es decir, un conjunto de políticas, procedimientos y prácticas para prevenir riesgos, asegurar el cumplimiento de regulaciones y estándares éticos, que reducen la posibilidad de prácticas corruptas.
Estos programas de compliance deben estar bien diseñados para asegurar su efectividad, por lo cual debe incluir controles cruzados, promover una mayor transparencia e implementar canales de denuncia seguros y accesibles, esenciales para conocer posibles irregularidades. También es importante un mayor involucramiento y compromiso de parte de los altos mandos, así como asegurar sanciones eficaces. Además, se deben monitorear señales de alerta, como cambios inusuales en los hábitos de los funcionarios, por ejemplo, gastos que no se condicen con su nivel de ingresos.
Ya no basta con reaccionar con respuestas aisladas a hechos que no lo son. Se requieren soluciones que ataquen el problema de raíz y transformen estos casos en un punto de quiebre hacia cambios estructurales reales. Porque si se sigue solo reaccionando, se seguirá llegando tarde, y lo que es peor, la ciudadanía se cuestionará si quien la protege es realmente un guardián que está del lado correcto de la ley.
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