El mito nunca duerme
¡Es falso, un mito!
Pobres mitos, se los confunde con simples errores y mentiras.
La connotación de los mitos no reside en si son verdaderos o falsos, buenos o malos, bellos o feos. Su importancia radica en su capacidad de funcionar de forma autónoma. Para ilustrarlo con una metáfora comunicativa: son como centrales nucleares arcaicas que no pueden ser apagadas. La clave está en aprovechar la energía que producen. Dejarlos abandonados a su suerte, con la vana esperanza de que la indiferencia los extinga, es un error colosal. Por ello, exigen un operativo permanente que nunca puede cesar. Son, en definitiva, una condena, sí, pero una que puede ser bien gestionada.
Ellos no se limitan a los griegos, germánicos o mapuches. Existen mitos propiamente modernos con una intensidad aún mayor. Uno, según el brillante pensador Ernst Cassirer, es el Estado. Quizá por esto, otros autores, filósofos y poetas, lo concibieron como un monstruoso cachalote antropomorfo, un ectoplasma ético que habita los ministerios, un ogro filantrópico, un harén de horribles sirenas seductoras, un unicornio azulado que emprendió el vuelo al amanecer o un goloso cleptómano.
Las discusiones sobre reducir o expandir el Estado, o sobre si ello sería beneficioso o perjudicial, conveniente o no, son necesarias pero, hasta cierto punto, estériles. Este mito requiere un operativo constante que lo module o lo impulse, comprendiendo que es, de alguna manera, una fuente inagotable de energía. La tarea, bien pensada, será discernir sus futuras configuraciones y, ante ellas, articular una respuesta adecuada.
Lo mismo puede decirse de muchos mitos en nuestra República. Un ejemplo es la “educación pública” que abarca la “universidad pública”. Oponerse a ella o defenderla incondicionalmente es una equivocación. Su mito electrizante demanda un tratamiento inteligente. Una vía será participar en sus espacios de forma crítica y reflexiva, aportando ejemplos positivos a seguir.
Cuando el genial historiador Mario Góngora observó que, en Chile, la nación era una creación del Estado, y éste, a su vez, de los soldados, comprendió este asunto de manera ejemplar. Erróneamente, algunos interpretaron esa sucesión mitológica como una norma forzosa sobre el papel del Ejército y del Estado, cuando simplemente podría haberse leído como la descripción de las etapas formativas de un mito que, por su magnitud, siempre tendrá un núcleo más íntimo al que remontar su origen.
La propuesta de aplicar una terapia de choque al mito, bombardeándolo para que quede reducido a los escombros del propio mundo que ha producido, es pésima. Sin duda, al principio parece una solución para cortar de una vez por todas un nudo gordiano. Poco a poco las montañas de escombros comienzan a reverdecer, e incluso a precipitar el volcán que ruge en su interior.
Los mitos no son simples mentiras que palidecen ante la gloria de la luminosa verdad. Son las brasas de la estrella que pudo haber sido también nuestro planeta. Duermen en apariencia. Estatuas de leones guardianas que repentinamente cobran movimiento.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP, Universidad Adolfo Ibáñez
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