Funerales narco: síntoma del debilitamiento del Estado
El crimen organizado no necesita tomar las instituciones por la fuerza, le basta con infiltrarse, exhibirse, apropiarse de los símbolos para demostrar su influencia y alcance.
En días recientes, Chile ha sido nuevamente testigo de un “espectáculo” que debería alarmar profundamente: el funeral de un líder narco. Esta vez en Quilicura, realizado con despliegue ostentoso, una carroza de lujo, cortejo acompañado por (pretendidos) “hinchas” organizados, y una presencia policial reforzada. Entorpeció el desarrollo de la vida normal de los vecinos, incluyendo el cierre de establecimientos educacionales y un consultorio. No se trató, pues, de una simple despedida familiar, sino de una demostración de fuerza del crimen organizado, convertida en acto público y sin oposición efectiva del Estado.
Todavía más inquietante es que este tipo de ceremonias se desarrollan no solo con permisividad, sino bajo resguardo oficial. La policía actúa para “evitar desórdenes”, pero en la práctica termina garantizando la realización del show. Con ello, se normaliza lo que debiera ser combatido, y el Estado —lejos de ejercer su autoridad— retrocede. En vez de enfrentar con decisión estas expresiones que glorifican al delito, el poder público se muestra falto de convencimiento, debilitando así su rol esencial de garante del orden, la seguridad y la legalidad.
A esta realidad se suma una falencia legislativa que no se puede soslayar. En noviembre de 2024 se promulgó una ley —aún no vigente— para regular los llamados “funerales de alto riesgo”. Sin embargo, lejos de establecer prohibiciones claras, la norma optó por un enfoque tolerante y excesivamente garantista, que deja amplio margen para que estas ceremonias se sigan llevando a cabo. Mientras se intenta “regular” lo que evidentemente no debe permitirse, el crimen organizado sigue ganando terreno. Esa leyno solo promete ser ineficaz; se perfila como cómplice del problema, al institucionalizar una lógica de contención en lugar de disuasión.
El fenómeno, por cierto, va más allá del ámbito policial o jurídico. Lo que está en juego es una disputa por el sentido común y el dominio simbólico del espacio público. Cuando vecinos defienden a figuras criminales por su “generosidad” y medios de comunicación retratan estos funerales como rarezas sociológicas o folclor urbano, se va legitimando culturalmente la presencia y el poder del narco en las calles. Se desdibuja la frontera entre lo legal y lo ilegal, entre el buen ciudadano y el delincuente, entre el estado de derecho y quienes lo desafían.
El crimen organizado no necesita tomar las instituciones por la fuerza, le basta con infiltrarse, exhibirse, apropiarse de los símbolos para demostrar su influencia y alcance. Y si el Estado titubea, si legisla con tibieza y actúa con temor, no solo cede terreno, pierde autoridad, credibilidad y erosiona la confianza ciudadana. La respuesta, por tanto, debe ser clara y sin concesiones: no hay espacio para homenajes públicos al crimen y sus hechores. Se requiere convicción política, firmeza jurídica y acción policial decidida. Porque lo que está en juego es la seguridad, el orden social y la mínima dignidad de la República.
Por Álvaro Pezoa, director Centro Ética y Sostenibilidad Empresarial, ESE Business School, U. de Los Andes
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