El destino de dos hermanos

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En 1977, los niños Anatole y Victoria Julien, de 4 y 1 años, aparecieron abandonados en una plaza de Valparaíso. Los Larrabeiti, la pareja chilena que los adoptó, no tenía cómo saber que eran hijos de un matrimonio uruguayo detenido desaparecido. Hoy los jóvenes llevan con orgullo el apellido Larrabeiti, pero también se miran en el espejo de los Julien.




Junio 2004.

La última vez que Anatole Julien vio a sus padres, estaban tendidos boca abajo en el suelo de una pieza, con las piernas y los brazos abiertos. De pie, un militar los apuntaba con una metralleta. Anatole recuerda que alguien lo tenía tomado de la mano y que él alcanzó a girar la cabeza y vio esa imagen. Tenía 4 años y se le quedó grabada a fuego.

Esta escena ocurrió el 26 de septiembre de 1976 en Buenos Aires, día de la detención del matrimonio de anarquistas uruguayos Roger Julien y Victoria Grisonas, y de sus hijos Anatole y Victoria. Los cuerpos de la pareja —que se ocultaba en Argentina de la dictadura de su país— todavía no han sido encontrados.

Tres meses después, en diciembre de 1976, Anatole y Victoria fueron abandonados en Chile, en la céntrica plaza O'Higgins de Valparaíso. El hombre encargado de los juegos infantiles que funcionaban en la plaza notó que los niños estaban solos y que nadie los iba a buscar. Avis_ a carabineros y los hermanos fueron a parar a un hogar de menores. Ignorante de su pasado, la jueza del caso se los entregó en custodia al matrimonio compuesto por el cirujano dentista Jesús Larrabeiti y su esposa, Silvia, profesora.

Tal vez los frágiles recuerdos de Anatole habrían terminado por diluirse en su memoria infantil si no hubiera sido por la tenacidad de su abuela paterna, María Angélica Cáceres. Hasta la desaparición de los niños y sus padres, la mujer era una amable dueña de casa. Después de la tragedia se lanzó a la calle en una desesperada búsqueda: puso fotos de sus familiares dondequiera que iba y le pidió ayuda al poeta Mario Benedetti, al cantante Joan Manuel Serrat y al escritor Ernesto Sábato para que multiplicaran su súplica.

Un día de 1979, una mujer chilena que había trabajado en el Servicio de Menores de Valparaíso vio en Caracas las fotos de los niños Julien Grisonas y los reconoció. La abuela chequeó el testimonio y viajó a Chile, desafiando su suerte, pues el país —lo mismo que Argentina y Uruguay— estaba en dictadura. Por eso vino acompañada de una comitiva de las Naciones Unidas y de organismos de derechos humanos.

En ese momento comenzó a escribirse un tercer capítulo en la vida de Anatole y Victoria, quienes hoy tienen 31 y 29 años y viven en Viña del Mar y en Valparaíso. Los hermanos se convirtieron en los primeros hijos de detenidos desaparecidos del continente en ser encontrados, y su familia biológica anhelaba su regreso a Montevideo.

Sabiamente, los Larrabeiti y los Julien no se desangraron en una batalla por la custodia sino que escucharon a los sicólogos especialistas. Sacar a los niños de su nueva familia podría haberles causado un segundo gran trauma, especialmente a Anatole. Dejando de lado sus legítimas aspiraciones, la abuela Angélica consintió que los niños se quedaran en Chile, salvo que sus padres biológicos aparecieran con vida. Jesús Larrabeiti y Silvia, a su vez, entendieron que sus hijos nunca les pertenecerían del todo y, contra los dictados de su miedo, aceptaron relacionarse con la familia uruguaya. Hoy, Anatole, abogado, y Victoria, sicóloga, están agradecidos por esos gestos de desprendimiento que les permitieron convertirse en los adultos que son. Ésta es su historia…

Los Larrabeiti

Silvia de Larrabeiti habla por primera vez sobre estos asuntos con Paula, porque siente que Anatole y Victoria ya tienen la madurez suficiente para enfrentar su pasado. Si no lo hizo antes fue por protegerlos del peso de la verdad. "Tal vez excesivamente", reconoce.

A sus hijos, cree, Dios los puso en su camino. Y relata la azarosa manera en que se cruzaron sus vidas, en 1977: en un consultorio de Valparaíso, una asistente social le comentaba a una compañera de trabajo que necesitaba encontrar a unos padres para dos niños con acento extranjero abandonados en la plaza O'Higgins. La asistente social quería adoptar a la niñita, pero la jueza se oponía a separar a los hermanos. Jesús Larrabeiti pasó frente a la oficina donde conversaban las amigas y a una de ellas se le prendió la ampolleta: el dentista —un hombre carismático y culto— y su esposa no habían podido tener hijos y eran candidatos ideales a padres de los niños.

Mi marido me habló del tema mientras veíamos una función de zarzuela. Él pensaba que los niños podían ser hijos de un matrimonio chileno perseguido políticamente y me propuso que los cuidáramos hasta que aparecieran sus padres, relata Silvia. Al otro día fueron a conocer a la pequeña. Cuando los vio, la niña se les tiró encima, los llenó de besos. "No sé si la asistente social le contó que ese día irían sus padres a buscarla, pero Victoria no se despegó más de nosotros, recuerda Silvia. Y los Larrabeiti se quedaron con la pequeña. Todavía aturdidos, le armaron una camita en su departamento de dos dormitorios. "Quererla y tratarla como si fuera mi hija fue algo natural. Además, ella se paseaba por la casa y nos trataba como si hubiera vivido con nosotros desde siempre", relata la profesora.

Silvia y el doctor se tomaron libre el día siguiente para organizar su vida de ahora en adelante. Partieron por ir a hablar con la jueza y recoger después a Anatole.

El primer mes el presupuesto familiar se nos disparó. Y tuvimos que acostumbrarnos a acostarnos más tarde", recuerda. De inmediato agrega: "Pero, si miro hacia atrás, no encuentro realmente ningún momento de angustia".

Desde el día en que llegaron Anatole y Victoria a su casa, Silvia suspendió el tratamiento de fertilidad que seguía. Sabía que esos niños podían irse un día de su lado, pero no quería que otros sentimientos compitieran con ellos. "Estos niños llenaron nuestra vida para siempre", afirma.

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Victoria y Anatole con su madre, Victoria Grisonas, antes de la tragedia. Es la única fotografía de ella que los hermanos conservan.

Victoria y Anatole con su madre, Victoria Grisonas, antes de la tragedia. Es la única fotografía de ella que los hermanos conservan.[/caption]

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Con sus padres adoptivos, los Larrabeiti, el día de la primera comunión de Victoria, en Valparaíso.

Con sus padres adoptivos, los Larrabeiti, el día de la primera comunión de Victoria, en Valparaíso.[/caption]

La abuela

Silvia cuenta que desde el primer día Anatole demostró una madurez inusual para sus cuatro años y que cuidaba celosamente de su hermanita. Expresivo, cariñoso y dueño de un carácter potente, Anatole rehúsa hablar del pasado. "Una vez me estaba pintando las uñas y me dijo: 'Mami también hacia eso'. Cuando quise averiguar más, se quedó callado", recuerda Silvia.

Cuando se cumplieron dos años de la llegada de los niños, Silvia y Jesús iniciaron los trámites de adopción, pero entonces sus peores miedos se hicieron realidad: apareció la familia biológica. María Angélica Cáceres, la abuela uruguaya, llegó un día al colegio de los niños y pidió hablar con la directora, quien llamó de inmediato a Jesús Larrabeiti. María Angélica le contó sobre su hijo y su nuera desaparecidos. Le dijo que estaba casi segura de que Anatole y Victoria eran sus nietos y que, de ser así, se los llevaría de regreso a Uruguay.

La abuela tenía a importantes organizaciones mundiales detrás de su causa. La noticia sobre el hallazgo ya recorría el mundo. Esa tarde, cuando Jesús llegó a la casa, Silvia no tuvo más que mirarlo para presentir que algo grave pasaba. "Yo, desde un comienzo, me mentalicé para pensar que los niños estarían sólo un tiempo con nosotros. Por eso me preocupé de sacarles hartas fotos por si volvían sus padres. Pero cuando apareció la abuela, la sensación de que los iba a perder para siempre fue terrible", cuenta Silvia.

A pesar de los temores y sospechas mutuas, la relación de la abuela Angélica con los Larrabeiti fue cordial. "Cuando nos encontramos, me tomó las manos y me dijo: 'Gracias por cuidar de mis nietos'. De su cartera sacó unas fotos y se las mostró a Anatole. Entonces el niño habló con ella,  por primera vez, del pasado".

A Anatole, quien ya tenía 6 años, le fueron brotando a retazos los recuerdos. Recordó unas vacaciones en Paranacito, a la orilla del río, con sus padres. Recordó haber estado escondido con su madre, quien llevaba en brazos a Victoria, en una especie de bencinera. Recordó a unas mujeres que bañaban a su hermanita en una tinaja, en un sitio que se presume era un centro de detención de prisioneros políticos en Montevideo. Recordó el avión en que "tres tías" los trajeron a él y a su hermana a Chile.

Tras largas conversaciones, las familias decidieron que los niños vivirán con los Larrabeiti y una vez al año viajarían a pasar vacaciones con su familia uruguaya. Antes de llegar a este acuerdo, María Angélica Cáceres verificó los antecedentes políticos de los padres adoptivos, porque no estaba dispuesta a dejar a los niños en manos de gente que pudiera estar relacionada con la desaparición de sus padres. Pero los Larrabeiti pasaron la prueba, porque Jesús era miembro del Partido Radical.

El deber de Anatole

Anatole comenzó a viajar regularmente a Uruguay y se transformó en la esperanza de otras mujeres que buscaban a sus nietos desaparecidos. Sobre el caso se hicieron películas, documentales, libros y cientos de entrevistas, a las que el muchacho se sometió con docilidad por una promesa que le hizo a su abuela Angélica. "Ella me explicó lo importante que era verme para otra gente que buscaba a sus familiares. Así que, aunque yo prefería estar a solas con ella y con mis primos y mis tíos, le prometí acompañarla en sus actividades", dice hoy Anatole.

"Mi abuela Angélica y mi madre —Silvia— son los dos pilares  fundamentales en mi vida", añade. "Mi abuela arruinó su vida  buscándonos y buscando a su hijo. Y le agradezco la generosidad que tuvo al dejarnos junto a nuestros padres adoptivos", continúa.

Cuando su abuela murió, en 1998, Anatole sintió que había terminado un ciclo en su vida. La mayoría de los hijos de desaparecidos uruguayos habían sido encontrados. "Por eso no quiero dar más entrevistas. El cometido de mi promesa se cumplió", explica a Paula.

Así, mientras Anatole ocupaba un papel protagónico en los asuntos referidos a la desaparición de sus padres biológicos, todos consintieron en ocultarle a Victoria su pasado. Fue Anatole quien, desde muy niño, se opuso a que su hermanita se enterara de la tragedia.

Hoy, Victoria, a sus 29 años, es una egresada de sicología que ha logrado integrar en su vida, con dolor y dificultad, los dos afluentes de su historia. En entrevista con Paula, recuerda que la revelación que le hicieron sus padres a los 9 años le cambió la vida. "Mi papá, muy dulcemente, me dijo que yo venía de otro país, que mis padres habían desaparecido por problemas políticos, que nuestra familia nos adoptó a mi hermano y a mí, pero que tenía parientes en Uruguay que querían verme".

Victoria no entendió realmente lo que se le venía encima hasta que viajó a Montevideo para conocer a su familia uruguaya. Allí se enteró, sin anestesia, de los detalles que los Larrabeiti le ocultaron durante años. Vio fotos de sus padres, conoció los antecedentes de su desaparición y supo de los crímenes de la dictadura uruguaya. "Fue como que me pegaran con un palo en la cabeza. No sabía qué sentir, fuera de rabia contra los agresores. Me quedé en blanco. Todo este remezón me gatilló la pubertad, porque comencé a preguntarme quién era yo realmente". A Victoria le dolían los años de silencio. La ira que sintió contra tanta sobreprotección la descargó contra sus padres adoptivos pero, instintivamente, excluyó a su hermano de esos sentimientos hostiles.

Silvia coincide con su hija. "La afectó mucho saberlo tan tarde. Hoy pienso que debimos decirle antes, especialmente cuando veo que Anatole, con todos sus recuerdos, es un hombre alegre y optimista", se lamenta. Victoria, en cambio, pasa por periodos de enorme tristeza.

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Victoria Larrabeiti en la plaza O'Higgins de Valparaíso, en el mismo lugar donde hace 27 años fue abandonada junto a su hermano. Aún no saben quién exactamente, los trajo desde Buenos Aires hasta Alloe. Antole recuerda, vagamente, haber viajado junto a...

Victoria Larrabeiti en la plaza O'Higgins de Valparaíso, en el mismo lugar donde hace 27 años fue abandonada junto a su hermano. Aún no saben quién exactamente, los trajo desde Buenos Aires hasta Alloe. Antole recuerda, vagamente, haber viajado junto a tres mujeres en un avión.[/caption]

La muerte, de nuevo

En 1999, Apenas un año después de la muerte de la abuela Angélica, falleció Jesús Larrabeiti. A todos nos dolió, pero la que más sufrió fue Victoria. Ella era muy regalona de su padre y quedó profundamente afectada. Creo que recién ahí se enfrentó con la pérdida y comprendió lo que había vivido. Recién pudo procesar las otras pérdidas que sufrió", dice Silvia.

Victoria cuenta que la muerte de su padre la hundió en una depresión.

"Congelé mis estudios. Todo se detuvo. Yo adoraba a mi padre. Gracias a él adquirí la costumbre de leer. Su amplitud de pensamiento amplió mi mente. Con su muerte me quedaron cosas pendientes, me hubiera gustado agradecerle su amor, su humanidad y su lucha por mantenernos a su lado", revela.

Silvia cuenta que hace dos años Victoria se sentó frente a ella con un cuaderno en la mano y le pidió que le contara su historia. Ella tomaba nota, porque tiende a olvidar todo lo que le cuentan sobre este pasado. Y esa vez no quería olvidar nada. "Lloramos las dos", relata Silvia.

"No tengo imágenes propias de mis padres biológicos", cuenta Victoria. "Lo mío es una interpretación de lo que me han contado". Victoria conserva una cajita que hizo su padre Roger y un joyero de su madre. Sabe que Victoria Grisonas nació en una familia de alta sociedad —los cónsules de Lituania en Montevideo— que debió quedarse en Uruguay cuando su país desapareció del mapa. Su madre, afirma Victoria, era guapa y rebelde. "Daba vueltas las copas de plata en las fiestas y hacía morisquetas cuando le sacaban fotos. Cuando lo supe, yo también empecé a hacerlo".

De Roger sabe que era un hombre tranquilo y generoso. "Tenía un solo traje, porque todo lo que tenía lo regalaba". El casamiento de Roger y Victoria fue un escándalo, porque él no era aceptado por la estricta familia de ella. "Mi madre fue capaz de dejar todas sus comodidades por amor a mi padre. Ellos se atrevieron a seguir sus ideales y a tener hijos", cuenta. Y sonríe.

Desde que conoció la verdad sobre su origen, Victoria comenzó su propia búsqueda en revistas y libros. Cuando encontraba algo que calzaba con sus sentimientos, se lo mostraba a Silvia. "Mira mami, esto es lo que me pasa", le decía. Anatole, en cambio, recibió tratamiento sicológico. Aunque era cariñoso y dócil, tenía ráfagas de agresividad que paralizaban a sus padres. En la terapia, los recuerdos idealizados que tenía cobraron sentido y logró integrar, sin contradicción, su pasado Julien con su presente Larrabeiti.

Anatole advierte que las opciones políticas de sus padres biológicos nunca hubieran sido las suyas. Él, quien lleva cuatro años casado, se declara un hombre formal, más cerca de las ideas de tolerancia y libre pensamiento de Jesús Larrabeiti que de las causas extremas de Roger.

Confiesa que durante años lamentó que sus padres biológicos optaran por rumbos tan radicales sin pensar en él y en su hermana. Victoria es más comprensiva: "Este es mi resumen: fueron buenas personas, no le hicieron mal a nadie y me dieron la vida". No está inscrita en los registros electorales y no tiene una opción política, pero se siente atraída por la cuestión social.

Para Victoria, los únicos recuerdos de infancia tienen que ver con el Cerro Barón, con Los Picapiedras que veía junto a su hermano y con un triciclo con carrito que le regaló su padre adoptivo. De su primera infancia en Uruguay y Buenos Aires no se acuerda de nada. "Anatole dice que es peor no tener recuerdos. Yo digo que es peor tenerlos", afirma Victoria. Ella sabe perfectamente que las posibilidades de que su historia terminara mal eran enormes. "Podrían habernos adoptado los mismos que mataron a nuestros padres. Sé que es hipotético, pero si mis padres biológicos conocieran la vida que nos tocó a Anatole y a mí, estarían contentos".

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