Engaño y mistificación: Cómo reconocer este tipo de violencia en la pareja




La mistificación es una mentira enmascarada. Según un estudio publicado en 2012 por la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia, ésta consiste en que una persona “da una explicación plausible sobre su conducta, pero falsa en los aspectos más relevantes de su realidad, con el objetivo de mantener el poder en una relación. Significa básicamente una mentira, de apariencia impecablemente razonable, con la que se mantiene una situación en la que se logra que otro haga o no haga, piense o no piense, sienta o no sienta de la manera que el mistificador quiera”.

Cuando ésta se da en un contexto de pareja, puede significar una violencia psicológica completamente invisibilizada. Diana Rivera, académica de la Escuela de Psicología UC e investigadora de Instituto Milenio de Investigación en Depresión y Personalidad –MIDAP–, explica que “es un proceso que tiene como objetivo que la persona mistificada se sienta confundida o culpable, y que tienda a pensar que su manera de percibir y actuar no es válida ni deseable. La víctima comienza a descalificar su autopercepción y duda de su lógica, y las mujeres que llegan a la consulta por estos temas explican estar ‘cansadas de perder siempre en las discusiones de pareja, porque aunque no sé cómo lo hace, siempre me gana y quedo como la que no sabe cómo argumentar’”.

Francisca Millan (39) lo vivió cuando se reencontró con un ex pololo, 10 años después de haberse visto por última vez. Lo vio en la misma calle donde ella vive, parado al frente de un edificio. “Empezamos a tener una nueva relación amorosa que duró cuatro años y medio. En todo ese tiempo, solo lo vi justo antes de que anocheciera en Santiago, porque me decía que por su trabajo tenía que dormir todos los días en una residencial de Valparaíso. Además, me explicaba que como había más personas en la habitación, nunca me podía contestar el teléfono de noche”, cuenta. Para justificar los fines de semana, me decía que tenía una pyme en Antofagasta, y que por lo tanto debía viajar todos los viernes. Esta historia le sonaba rara a todo el mundo, pero yo le creía, e incluso cuando mis cercanos me preguntaban por qué no vivíamos juntos, yo les explicaba de manera muy lógica que era porque él siempre tenía que viajar por trabajo”.

Pero eventualmente los comentarios de sus amigos empezaron a hacer ruido en la cabeza de Francisca. ¿Qué pasaba si en realidad era demasiado extraño que nunca lo pudiese ver en la noche o los fines de semana?. “Intenté preguntarle si me estaba mintiendo, y cada vez que lo hacía él se encargaba de que yo me sintiera mal y culpable por desconfiar. Cada día me empezaba a parecer todo más y más raro, por lo que empecé a pedirle que por favor me mandara su ubicación cuando no estaba, a lo que seguían frases del tipo ‘cómo puedes estar pidiendo algo así’ o ‘me tratas como un delincuente’. Si le pedía que me mandara fotos, lo hacía sin reclamar, y yo perdía mi argumento”.

Pero un día todo cambió. Francisca le pidió que la acompañara a la clínica, y cuando estaban en el ascensor entró una mujer que lo descolocó y dejó notoriamente nervioso: “Cuando se saludaron se le desfiguró la cara, y cuando bajamos corrió muy alterado al fondo del pasillo para hablar por teléfono. Cuando lo alcancé cortó, pero cuando me di vuelta volvió a su llamada. Y cuando regresé, una vez más, cortó”.

Con el tiempo terminaron la relación, porque Francisca no dejaba de pensar que la estaban engañando, aunque en el papel no tenía motivos tangibles para hacerlo. Hasta que meses después tuvo acceso a información del Registro Civil, con la que pudo constatar que su dirección estaba al lado de su casa, en la misma calle donde se habían reencontrado. Pero no vivía solo. Compartía esa casa con su esposa.

La psicoterapeuta Diana Rivera explica que el ocultamiento de la infidelidad es un ejemplo típico de mistificación. “Es muy común que, por ejemplo, quien mistifica empiece a cuestionar que estén dudando de él frente a su fidelidad, con argumentos que hablan de que llega tarde ‘porque trabaja mucho’, algo que puede ser plausible, pero que en realidad es una mentira. La persona mistificada se siente culpable por juzgar, aunque efectivamente esté siendo víctima de una mentira”.

Pero, ¿por qué si se está en una relación que aparenta ser de respeto y cariño surge este engaño enmascarado? El estudio Mistificación, Confusión y Conflicto escrito por el psiquiatra escocés Ronald D. Laign, describe el papel que juegan los “derechos y obligaciones” en la pareja, donde “la mistificación es patente cuando una persona parece tener ‘derecho a determinar’ la experiencia de otra”. Valentina Martínez, presidenta de Fundación Templanza, psicóloga y terapeuta familiar y de parejas, agrega que es una conducta que se da “principalmente en hombres con experiencias tempranas de lógicas abusivas, provocando fallas en la forma de relacionarse”.

Pero lo más complejo del asunto, es que, como dice Diana Rivera, “quien mistifica no necesariamente es una persona con trastornos emocionales. En las sutilezas está lo peligroso, porque invisibiliza esta manipulación permitiendo que la otra parte esté en una constante sumisión sin ningún tipo de ayuda. Alguien que parece perfectamente normal puede estar ejerciendo este tipo de control, que es inhabilitante”. Francisca cuenta que eso es exactamente lo que le hacía creer el hombre que la engañaba: “Tratando de buscar una explicación a mi ingenuidad, entendí que fue porque él siempre me hablaba de todo lo que sufrió en su infancia, porque su padre le fue infiel a su mamá, y que él nunca podría repetir la historia conmigo. Nunca fue agresivo, nunca me tocó ni agredió verbalmente”.

El maltrato era de otro tipo, una manipulación sin pruebas concretas, por lo que no podía probar la crueldad a la que estaba siendo sometida. Seis meses después, Francisca se encontró con un amigo que tenían en común con la esposa de su ex –a quien ya le conocía el nombre y cara–, cuando todavía no podía dar crédito de lo que le estaba pasando. “Ahí le pregunté si él sabía si ellos estaban casados, y me dijo que hasta había ido al matrimonio en el 2015, que había visto nacer a sus gemelos y que hasta el día de hoy, su familia seguía armada. Ahora que ha pasado exactamente un año desde que me enteré de todo, recién estoy empezando a asumir la realidad de lo que me pasó, porque hasta hace muy poco yo misma buscaba miles de excusas para justificarlo. ‘Quizás estaba separado’, pensaba, o ‘quizás los niños no eran suyos’. Hoy me sigo sintiendo culpable y tonta por todo lo que viví”, cuenta.

La culpa es una de las principales consecuencias para las víctimas de la mistificación, una que se da de manera más extrema para las mujeres, producto de que “en la cultura machista en la que vivimos, generalmente se ha querido convencernos de que somos ‘exageradas’ o ‘locas’ cuando denunciamos actos en las relaciones de poder que puede que no se vean, pero que realmente nos afectan”, según cuenta Lorena Astudillo, vocera de la Red Chilena Contra La Violencia Hacia las Mujeres.

Esa es la falla institucional con la que las especialistas describen la injusticia que puede vivir una mujer al denunciar violencia psicológica. “Hay un estigma social que favorece la mistificación”, explica Diana Rivera, refiriéndose a que “para que algo sea considerado delito, se te pide una infinidad de pruebas de actos específicos que no son correctos y son violentos, pero no lo que hay por debajo”. Por eso la mistificación queda bajo la alfombra, y como agrega Lorena Astudillo, “existe una caricatura que permanentemente influye a nuestras instituciones, y que caracteriza a la mujer violentada como una que tiene que haber sido golpeada o disminuida físicamente, pasando por alto que puede haber un maquillaje de toda la violencia psicológica que hay detrás”.

Lorena cuenta que a la Red Chilena Contra La Violencia Hacia las Mujeres llegan denuncias de mistificación siempre, pero “sin que se entienda el concepto, y sin que se comprenda además que es efectivamente una forma de violencia psicológica. Muchas de las denuncias tienen que ver con que las mujeres están viendo algo evidentemente tóxico en sus relaciones, pero que la pareja se lo niega tajantemente. Luego están quienes piensan que de verdad están volviéndose locas, o se cuestionan si son ellas las que tienen el verdadero problema frente a lo que están creyendo”.

Un engaño que también está alimentado por el amor romántico que nos dice que tenemos que confiar a ciegas en nuestras parejas porque el amor todo lo puede. Valentina Martínez asegura que en la mayoría de los casos, “las relaciones abusivas se mantienen a pesar de las profundas contradicciones en los vínculos amorosos. Por eso, como profesionales de la salud mental, hay que evaluar el nivel de daño en el vínculo y en el ‘yo’ de ambos. Como existen distintos grados de mistificación y violencia, el superarlos solo podrá depender de los recursos con los que cuente cada paciente para relacionarse con el otro desde los afectos”.

Y lo más importante, es aprender a seguir nuestro instinto sin prejuicios. Diana Rivera cuenta que el primer paso para salir de la muralla de la mistificación puede ser “validar todas esas sensaciones que pueden presentarse en nuestros cuerpos de distintas maneras. Cuando tengamos una idea, no la invalidemos por estar confundidas, si sentimos algo en el estómago cada vez que pensamos que algo no anda bien con el otro, no hay por qué disminuirlo”.

Invalidación que sobre todo debe dejar de existir en las instituciones, las que pueden capacitar a sus especialistas para reconocer las sutilezas en los diagnósticos de la pareja, porque “los mediadores tiene que estar formados en lo que son los mecanismos de control que pueden estar debilitando a la mujer para dar una ayuda completa”, dice Diana, frente a una conducta que no presenta moretones exteriores, pero que sí consiste en el núcleo de la violencia de pareja: la manipulación de la realidad a la semejanza del victimario.

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