Las heridas que me dejó mi madre

Sofía, lectora de Paula, comparte en esta columna una reflexión sobre los dolorosos recuerdos que aparecen cada año en vísperas del Día de la Madre. Sufrió violencia intrafamiliar en su infancia, y ahora como adulta, ha aprendido a enfrentar y sanar las heridas dejadas por su relación materna.




Mi parte favorita del día de las madres es cuando se termina y se acaban los correos con ofertas de regalos, y las tiendas bajan sus fotografías de madres ideales que transmiten un afecto que traspasa la vitrina. En mi caso, se acaban también los pensamientos intrusivos, la memoria intrusiva.

Viví episodios de violencia intrafamiliar cuando era niña por parte de mi madre. Golpizas. Castigos sin fundamento. Privaciones de afecto.

Recién a los 26 años, en un proceso de terapia, pude ser consciente de las repercusiones que esto tuvo en mí, y por esta razón, los días previos al día de la madre me resultan difíciles; son días en los que me recuerdan constantemente el modelo de madre amorosa y cariñosa, que podrá ser la realidad de muchos hogares, pero que para mí es sólo una imagen de fantasía. Y es que al pensar en mi mamá, no pienso en un abrazo cálido o en un consejo afectuoso, pienso en abandonos, en mi cabello tijereteado y en golpizas.

La última vez que le hice un regalo para el día de la madre, porque me nació hacerlo, fue a los 10 años. Ahora veo que no era más que una niña intentando comprar afecto. Recuerdo que a los 13 en el colegio nos hicieron hacer una tarjeta a nuestras madres para la clase de Educación Artística y yo escondí la mía, nunca la regalé. Fue algo en ese entonces inconsciente, pero de alguna forma intuía que no tenía motivos para celebrar. Ya de adulta y debido a la costumbre que había en mi hogar de no hacer regalos en este tipo de fechas, solo enviaba un saludo de cortesía por WhatsApp. Hay años en los que me obligo a enviarlo, y hay otros donde finjo que lo olvido, porque realmente no es algo que quiera hacer.

Hasta el día de hoy me resulta chocante cuando me siento a compartir en mesas ajenas y veo una versión real de lo que intentan transmitir esas imágenes de la publicidad: madres preguntando a sus hijos cómo se sienten realmente o madres abrazando con afecto genuino, son escenas que me afectan mucho porque esa nunca fue mi normalidad, esa no era mi realidad. Mi realidad era más bien de un afecto torpe y distorsionado, afectos distantes. En mi casa de infancia nunca estuvo la costumbre de hablar de sentimientos, los afectos eran limitados, llorar estaba prohibido.

Sé que habrá lectoras que al leer esto piensen que guardo rencor, que debo perdonar; pero los golpes y privaciones que recibí aun cuando fui obediente, me marcaron tanto en mi desarrollo de adulta, que creo que está bien no perdonar, porque soy yo quien carga con las heridas emocionales. Soy yo quien debe explicar con calma cada vez que alguien me pregunta por mis padres y por qué evito el contacto con ellos. Soy yo quien tiene ideaciones suicidas cada cierto tiempo como consecuencia del maltrato. Soy yo quien carga con eso como consecuencia de negligencias ajenas.

Y aunque he aprendido a vivir con eso y a entender las razones por las que tal vez mi madre incurrió en ese tipo de maltrato, creo que no es justo para mi yo de la infancia perdonar ese tipo de conductas. Trabajo a diario en sanar mis heridas, pero no puedo perdonar a alguien que nunca ha manifestado interés en sanar las suyas.

En un punto de mi proceso terapéutico decidí ser mi propia madre, porque no tengo figuras maternas a las que recurrir. Así trato de convertirme en la persona a quien me gustaría admirar, velando por mí, por mi salud física y mental. Y aunque no es fácil maternar(se), al menos lo intento.

*Sofía es lectora de Paula y tiene 28 años. Si tienes una historia de maternidad que quieras compartir, escríbenos a hola@paula.cl.

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