100 años del Museo de Bellas Artes: la copia feliz del Petit Palais
<P>Aunque se pensó primero en ubicarlo frente a la Biblioteca Nacional, el palacio neoclásico de Emilio Jequier fue emplazado en la ribera sur del Mapocho. Como el terreno era constantemente inundado, se debió rellenar el sector nada menos que con toneladas de basura. </P>
Mañana, la actual sede del Museo Nacional de Bellas Artes cumple 100 años. El 21 de septiembre de 1910 se inauguró el edificio diseñado por Emilio Jequier, emplazado en el naciente Parque Forestal. El arquitecto chileno y de origen francés ganó el concurso para realizar esta obra clave de la celebración del Centenario de la República, junto a la Biblioteca Nacional, la Estación Mapocho y los Tribunales de Justicia.
Inspirado en el Petit Palais de París y con una cúpula de vidrio belga, el palacio albergaría, por un lado, al Museo Nacional y, por el otro, a la Academia de Pintura y Escultura, actual Museo de Arte Contemporáneo. Aunque se pensó primero ubicarlo frente a la Biblioteca Nacional, el recinto de estilo neoclásico de Jequier fue emplazado en la ribera sur del río Mapocho. Como el terreno era constantemente inundado, se debió rellenar el sector nada menos que con toneladas de basura.
Con motivo del Centenario, en 1901 comenzó la recuperación de las riberas del Mapocho. Gradualmente, el paisajista francés George Dubois, quien se había titulado en la Escuela de Jardinería de Versalles, en Francia, fue ganándole espacio al río para crear el Parque Forestal. Así planificó la arborización de las 13 hectáreas de la zona, instalando una laguna artificial (que luego se secó), juegos infantiles, monumentos públicos y caminos serpenteantes al estilo del paisajismo romántico europeo.
El 13 de octubre de 1902 se convocó a un concurso público para la construcción del Museo de Bellas Artes. La comisión evaluadora aprobó en 1905 el proyecto de Jequier, ganador frente a la propuesta de su colega Ricardo Larraín Bravo. La labor del arquitecto no fue fácil y debió sufrir demoras en la entrega del dinero destinado por la Presidencia de la República para la construcción del edificio. En 1908, Jequier pidió incluso que sus honorarios aumentaran a $ 1.200, ya que su sueldo se mantenía congelado desde 1905. En paralelo, Enrique Lynch, director del museo, veía cómo se acercaba la fecha de inauguración y aún no se terminaba el suelo del segundo piso. Finalmente, la madrugada del 21 de septiembre se repasaban los últimos detalles de la gran exposición internacional con piezas provenientes de diferentes países.
Esa muestra no estuvo exenta de polémicas. El pintor Juan Francisco González fue excluido por ser considerado un artista de vanguardia por el gusto conservador del comisario de la exposición, Alberto Mackenna Subercaseaux. En su reemplazo se optó por pintores academicistas que no trascendieron a su época y que retrasaron la llegada de las vanguardias a Chile, a diferencia de Buenos Aires, donde su Museo de Bellas Artes compraba obras de Van Gogh, Cézanne y Rodin. González y sus discípulos, la futura Generación del 13, decidieron armar su propia exposición y la titularon el "Salón de los rechazados".
"La colección quedó marcada por ese gusto conservador y muchos de estos personajes que fueron a recorrer Europa en búsqueda de obras pasaron de largo los movimientos que recién comenzaban a considerarse vanguardias", apunta Milan Ivelic, actual director del museo.
Más anécdotas. Durante la apertura de la muestra y como no existía Presidente (Pedro Montt y su Vicepresidente, Fernández Albano, habían fallecido), por protocolo la máxima autoridad asistente fue el Presidente argentino José Figueroa Alcorta. De hecho, cuando éste entró al museo se interpretó el himno de ese país antes que el de Chile.
"La creación del Bellas Artes fue un proyecto cultural que se superó a sí mismo, porque significó inaugurar un espacio que por primera vez sería protagonizado por un ciudadano que, de la noche a la mañana, había conquistado el derecho de acceder a la imagen y al sentido", explica el curador Ramón Castillo.
Ahora, en el Bicentenario, Ivelic reeditó esa primera muestra internacional montando nuevamente algunas de las mismas pinturas y esculturas, en paralelo a una exposición con obras contemporáneas de 15 países invitados en 1910.
Ivelic cuenta también que contempla un nuevo proyecto de ampliación del museo. No hubo voluntad política ni municipal para el proyecto de 2006, que proponía que el museo se expandiera en forma subterránea hacia calle José Miguel de la Barra y el Parque Forestal, como lo hizo el Museo del Louvre con su célebre pirámide de cristal. Ahora, el director tiene una nueva oportunidad para ampliar la institución hacia el contiguo Museo de Arte Contemporáneo (MAC), propiedad de la Universidad de Chile.
"Lo importante es la negociación con la Universidad de Chile para que no pierda un espacio de arte. La única manera de que eso suceda es que el gobierno compre el MAC y que con ese dinero la universidad construya un museo que sea arquitectónicamente de características contemporáneas. Nosotros estamos colapsados y ya no tenemos dónde guardar y exhibir obras", señala Ivelic sobre el futuro de la institución que dirige hace 18 años.
Asimismo, en este primer siglo el museo ha albergado singulares historias. El martes 11 de septiembre de 1973 se inauguraría una muestra de los muralistas mexicanos Siqueiros, Orozco y Rivera. Se estaban colgando las obras cuando el curador mexicano decidió llevarse los cuadros a su embajada. Desde tanquetas ubicadas en el Puente Loreto, balas perforaron las paredes. Dos cuadros fueron dañados: Retrato de mi hermana, de Francisco Javier Mandiola, y otro de Clara Filleul, discípula de Monvoisin. Una bala dio en el pecho de la primera dama retratada, otra en el plexo solar. El dircetor Nemesio Antúnez llamó a un alto militar para frenar el ataque y guardó los casquetes de las balas.
Siete años después, en 1980, una silla de playa de acero sin lona, expuesta a las afueras del museo, causó escándalo y sirvió para iniciar en Chile undebate sobre arte contemporáneo. El escritor Enrique Lafourcade se trenzó en una discusión con la directora del museo, Nena Ossa, y calificó la obra de Humberto Nilo de "mamarracho". Luego fue robada y tirada al Mapocho por un grupo autoidentificado como "vengadores del arte", junto a una proclama donde se leía: "El arte nacional debe ser objeto de orgullo y no de vergüenza y patudez". Finalmente, en 2005, el estudiante Luis Onfray Fabres sustrajo por 24 horas la pieza El torso de Adèle, de Rodin. A pesar del robo, la muestra, presenciada por 300 mil personas, se convirtió en la más vista en estos 100 años de historia y arte.
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